Por Denes Martos
En la campaña
presidencial de 1992, el equipo de campaña de Bill Clinton inventó la consigna
"(es) la economía, estúpido". Con ella consiguieron fijar
exitosamente la atención de los votantes sobre los problemas domésticos,
enfrentando a los republicanos de George H. W. Bush (padre) cuyo discurso
estaba más orientado hacia la política exterior. Con el tiempo, la frase se
popularizó, la repitió todo el mundo, y desde entonces la usan sistemáticamente
los que insisten en querer hacernos creer que la economía es el principal
factor a tener en cuenta para cualquier consideración política.
En realidad se trata
de una transposición a la política del criterio típicamente norteamericano
según el cual, si una empresa gana dinero, todo lo demás está bien.
Correlativamente entonces se supone que, si la economía de un país funciona
bien, todo lo demás es secundario.
Y no es tan así. La
prueba la tenemos en las ya reiteradas crisis que viene padeciendo el sistema
capitalista global; crisis que no son tan estrictamente económicas como lo
presentan habitualmente los economistas y quienes insisten en querer explicarlo
todo en términos económicos.
Por de pronto, lo
primero que se me ocurriría puntualizar respecto de la actual crisis económica
es que no es una crisis económica. Es una crisis FINANCIERA que arrastra la
economía a un agujero negro, lo cual es algo muy distinto. Y no es la primera
vez que lo hace; lo cual ya es grave porque de algún modo revela una pertinaz,
obcecada, obsesiva, casi patológica insistencia en seguir haciendo siempre lo
mismo esperando obtener resultados diferentes. Como sabemos, ése es uno de los
más inequívocos síntomas de la locura.
¿Se han vuelto
completamente locos quienes dirigen la “superestructura” financiera mundial?
¿Habrá perdido la razón la plutocracia internacional? Cuesta creerlo. Un loco
puede pegar manotazos de ahogado pero lo hace a tontas y a locas, completamente
al azar, sin que se pueda establecer en ese comportamiento algún patrón de
conducta. Por el contrario, los aparentes manotazos económicos de la
plutocracia tienen – todos, y aun en medio del aparente caos – un objetivo
bastante fácilmente detectable: el aumento del poder de los dueños del dinero
mediante el aumento del poder del dinero.
Contrariamente a lo
que muchos afirman, la actual crisis no es un derrumbe y la plutocracia no está
en retirada. A lo que estamos asistiendo es a una “reestructuración controlada”
(si bien o mal controlada eso es lo que está por verse) del sistema económico
mundial tal como éste quedó armado luego del proceso de globalización. Lo que
el poder financiero está haciendo es una “huida hacia adelante” para lograr lo
que Tomasi di Lampedusa describió en su momento como la estrategia de cambiarlo
todo para que nada cambie.
Durante las primeras
décadas del Siglo XX, Nikolay D. Kondratyev, un talentoso economista ruso,
estudió detenidamente el desarrollo económico de los últimos 240 años y llegó a
la sorprendente conclusión de que, cada 40/50 años – en promedio – se detectan
“explosiones” tecnológicas en Occidente que impulsan toda la actividad
económica hacia nuevos horizontes. [1] Por ejemplo, así como en su momento la
máquina de vapor revolucionó todo nuestro sistema de producción, luego lo
hicieron el motor a explosión y más tarde la electricidad, los materiales
plásticos, la energía atómica, la miniaturización y la electrónica.
En los últimos 40/50
años el procesamiento electrónico de datos y el control de dispositivos
mecánicos mediante unidades electrónicas programables y hasta “inteligentes” ha
creado todo un nuevo mundo, parte del cual se ha dado en llamar “virtual”
aunque en realidad no posea ni la mitad de virtualidad que muchos suponen.
Entre las características
más sobresalientes de esta nueva “tecnotrónica” se destacan, por un lado la
velocidad y, por el otro, la capacidad de procesamiento. Es decir: la
posibilidad de establecer en "tiempo real" el control centralizado y
la consulta sobre enormes volúmenes de datos.
Hace apenas unos 40 o
50 años atrás las transacciones financieras y los procesos industriales se
registraban en fichas de cartulina o en planillas llenadas manualmente. Hoy es
posible tanto consultar en tiempo real el saldo de una cuenta corriente como
registrar y contabilizar los productos de una línea de producción robotizada. A
la estructura financiera esto le abrió posibilidades completamente
inimaginables para la generación anterior a la actual.
Enormes sumas de
dinero pueden hoy cambiar de mano a una velocidad literalmente cercana a la de
la luz. El capital financiero se hizo “volátil” mientras la economía real – las
fábricas, los talleres, las oficinas, las centrales de energía, los comercios –
se mantuvo CASI tan “arraigada” como hace cuatro décadas atrás. Y he resaltado
la palabra "casi" porque la modularización de la producción real, con
partes fabricadas en ciertos países y productos finales armados en otros,
también ha modificado sustancialmente el criterio de las empresas “verticales”
que tienden a integrar la totalidad de su producción.
No obstante y en todo
caso, mover millones de dólares se hace en un par de segundos mientras que
mover físicamente a toda una planta automotriz sigue llevando una buena
cantidad de meses y hasta de años. En otras palabras: mientras el dinero vuela,
la producción sigue mayormente corriéndolo desde atrás y de a pié. El capital
financiero no tiene, así, prácticamente ningún límite en el tiempo y en el
espacio; en cuestión de segundos puede cambiar de divisa, de banco y hasta de
país con un simple "click" del mouse. A su vez, el capital físico
puede ser subdividido en módulos complementarios algo más fáciles de mover de
un lado para el otro que las pesadas y enormes fábricas de hace 50 años, pero
aun así el capital tangible sigue todavía mucho más arraigado a su ubicación de
emplazamiento que el dinero que lo financia.
El que no ha seguido
esta dinámica con el mismo ritmo, a pesar de una mayor movilidad en materia de
comunicaciones y transportes, es el capital humano. El capital financiero
vuela, el capital físico puede dado el caso viajar, pero el capital humano
todavía se arrastra en comparación. Es cierto que turcos, africanos, hindúes y
orientales migran a Europa así como también es cierto que muchos mejicanos
migran a los EE.UU. El desplazamiento de personas se ha agilizado y aumentado –
en algunos casos no sin causar serios conflictos etnoculturales. Pero, tomando
por referencia a los ya 7.000 millones de seres humanos que poblamos el
planeta, es bastante fácil ver que la “elasticidad del mercado de trabajo” –
como le gusta llamarla a mis amigos economistas – no ha acompañado ni en la
misma medida ni con la misma velocidad a la flexibilización de los demás factores.
Esto es lo que le ha
permitido a la plutocracia global explotar el enorme capital humano asiático.
Un capital humano detrás del cual hay miles de años de aquiescencia fatalista y
de resignación casi mística que el capital financiero ahora cree que puede
explotar en profundidad. El éxito económico de países como la India y China no es más que
la explotación sistemática de los recursos humanos y naturales que brinda un
sustrato milenario de disciplina y obediencia.
Lo que nadie ve – o
nadie quiere ver – es lo que con alta probabilidad puede surgir a largo plazo
de los efectos de la retroalimentación del crecimiento económico y tecnológico
en estas enormes masas humanas. Si alguien es tan iluso como para suponer que
el Asia/Pacífico se está dejando explotar por la plutocracia occidental sin
obtener un importante beneficio neto propio, ese alguien está condenado a
sufrir un baño de realidad muy poco agradable dentro de relativamente muy poco
tiempo. En especial cuando la tecnología espacial se convierta en un factor de
poder mucho mayor de lo que es hoy y se produzca una nueva “explosión”
tecno-científica disparadora de otro ciclo de aquellos que estudiaba
Kondratyev.
Mientras tanto, el
capital financiero busca por todos los medios imponer en Occidente unas
condiciones similares a aquellas que le permiten explotar a Oriente. Los
Estados han sido políticamente desintegrados por la democracia y económicamente
desmantelados por la llamada economía de mercado. La consecuencia, obviamente
prevista, es que se endeudan rápidamente más allá de sus capacidades de pago y
sus ciudadanos terminan en la decadencia económica, física, moral e
intelectual.
Al capital humano
occidental ya no le queda más alternativa que elegir entre salarios reales
declinantes o el desempleo liso y llano. Al Estado occidental, por su parte, se
lo ha puesto ante la disyuntiva de abandonar la prestación eficiente de
servicios públicos indispensables o endeudarse a tasas usurarias. Incluso, a
decir verdad, el endeudamiento ya no es ni siquiera una opción; se ha
convertido en algo forzoso. Las armas financieras electrónicas, apoyadas por
medios masivos generadores de una histeria colectiva, han convencido a una
enorme cantidad de personas de que, sin préstamos – es decir: sin una dependencia
directa de la dictadura del dinero – lo que nos espera es el colapso total.
¿Es cierto eso? ¿Es
realmente inevitable la dictadura del dinero?
No necesariamente. Lo
es solo en la medida en que la política se mantenga en su actual papel de
ejecutora de las medidas que convienen a los dueños de la economía. Mientras la
política continúe siendo, por un lado, una herramienta para ejercer la
demagogia frente a las masas al tiempo en que, por el otro, practica la
obediencia bovina a los dictados de la plutocracia; mientras el acceso al poder
político esté condicionado por las campañas electorales y éstas por el dinero
que es necesario tener para financiarlas; mientras el voto de dos imbéciles
valga más que el de una persona medianamente inteligente; mientras las
decisiones políticas dependan de representantes y de funcionarios impunemente
sobornables; mientras todo ello siga así, ciertamente el poder real estará en
manos de quienes tienen suficiente dinero como para comprarse la política que
necesitan. Ya sea directamente mediante la corrupción o el desvalijamiento de
las arcas del Estado, o bien indirectamente mediante el chantaje y la
extorsión.
Pero la situación
podría cambiar drásticamente si la política volviese a ser lo que nunca debió
dejar de ser: una herramienta de poder soberana, ejercida en función de las
necesidades de síntesis, planificación y conducción de la comunidad. Y una
política así no es ninguna utopía irrealizable. Más allá de debilidades humanas
e imperfecciones inevitables, lo que la política necesita para poner a la
economía bajo control son estructuras de selección adecuadas, un plan
estratégico coherente y un sistema de toma de decisiones basado en
responsabilidades personales efectivamente exigibles.
La democracia actual
no admite ninguna de estas tres cosas. El proceso electoral democrático, tal
como está implementado, es directamente contraselectivo: la política está
plagada de arribistas, oportunistas y mediocres. Nadie puede afirmar que
nuestros políticos constituyen lo mejor y lo más capaz de la población. Además,
en la democracia actual es prácticamente imposible establecer y sostener un
plan estratégico a largo plazo. Los políticos viven pensando en plazos
electorales y en chances electorales. Todo lo que está más allá de eso, o no se
relaciona con eso, sencillamente no les interesa. Y por último, no solo las
decisiones de los cuerpos colegiados diluyen completamente las
responsabilidades personales sino que la enorme mayoría de las decisiones
políticas no es "judiciable" gracias a leyes que salen precisamente
de esos mismos cuerpos colegiados constituidos mayoritariamente por abogados.
Con una política
boba, servilmente puesta al servicio del dinero, o fácilmente chantajeable con
dinero, o concentrada dogmáticamente en el dinero y en lo que el dinero puede
comprar, inevitablemente la economía predominará sobre la política. Para un
verdadero cambio en profundidad bastaría tan solo con invertir los términos de
la ecuación y subordinar la economía a decisiones políticas coherentes y
racionalmente planificadas, tomadas con el criterio de promover el bien común y
por políticos personalmente responsables de sus actos de gobierno.
De modo que, si
desean cambios de verdad, proclámenlo en voz bien alta: no es la economía,
estúpidos.
Es la política.
politicaydesarrollo.com.ar,
21-6-12