Jueves 18 Sep 2014
Que el aborto es un
crimen y no un derecho, no es una frase ni un concepto inventado por la Iglesia católica ni por
confesión religiosa alguna, sino que lo afirma y sostiene la comunidad científica
mundial, como lo explica muy bien Maestro Gelimer en una sustanciosa nota
publicada recientemente en el portal “Ideas”.
Los proabortistas nos
inducen a una falsedad: la que hace que el vulgo piense que la defensa del
Derecho a la Vida
es algo que sólo puede argumentarse desde posiciones y creencias religiosas.
Para deshacer esa falacia, nosotros vamos a esquivar en esta ocasión todo
recurso a las constantes condenas que del aborto ha hecho y sigue haciendo el
Magisterio de la
Iglesia Católica , y tampoco invocaremos los pronunciamientos
reprobatorios que contra el aborto han podido hacer otras confesiones
cristianas o religiones no cristianas. En este sentido, valga recordar que los
judíos ortodoxos condenan el aborto así: “El asesinato de estos fetos refleja
el endurecimiento de la sensibilidad de los seres humanos y es característica
de nuestra época. Ninguna mujer es el árbitro final para disponer de su propio
cuerpo y de la vida humana embrionaria que florece dentro de ella.” (De esta
manera se pronunció el Consejo Rabínico de América, publicado en Abortion Law
Scored by Rabbis, New York Times, abril 1972).
Creemos que el aborto
es un mal objetivo, y por eso mismo es nuestro ánimo el de convencer a
cualquier persona para que, independientemente de su credo religioso o de su
ateísmo, pueda atisbar siquiera la malignidad del aborto.
En primer lugar,
hemos de aclarar qué es lo que entendemos por aborto. Para ello recurriremos al
Código Penal español que dice así: “Se considera aborto no sólo la expulsión
prematura y voluntariamente provocada del producto de la concepción, sino
también su destrucción en el vientre de la madre”.
Los defensores del
aborto han pretendido negarle el estatuto de ser humano a ese “producto de la
concepción”, al tratar de identificarlo con una "excrecencia" de la
madre; a veces, su argumento ha consistido en pretender aplazar la
consideración de ser humano que de ese producto pudiera hacerse, aplazando su
reconocimiento hasta llegar un momento, póngase en la etapa en que se quiera,
de la evolución de esa vida en que pasaría de un estado no humano al de un
estado de humanidad; encontrar esa línea invisible a partir de la cual se
podría hablar ya de ser humano es un error de principio. Pero, esgrimiendo ese
error es como niegan el estatuto de ser humano al “producto” de la fecundación
del óvulo.
Estos regateos
vinieron muy pronto a ser negados por la comunidad científica más honesta. La Primera Conferencia
Internacional sobre el Aborto se realizó en Washington D. C. allá por octubre
de 1967. Concurrió a ella un grupo amplio de científicos de todo el mundo,
representados proporcionalmente por disciplinas, razas y religiones. La
conclusión a la que llegaron fue unánime:
“La mayoría de
nosotros no pudo encontrar ningún punto o etapa en el tiempo que transcurre
entre la unión del espermatozoide y el óvulo, o por lo menos la etapa del
blastocisto (implantación) y el nacimiento del niño, en que pudiéramos decir
que esa vida no es humana. Los cambios que ocurren entre la implantación, el
embrión de 6 semanas, el feto de 6 meses y la persona adulta son, simplemente,
etapas de crecimiento y maduración”.
Como señala José
Javier Esparza: “Tampoco tienen demasiado sentido las discusiones acerca de si
esa vida es ya tal o no lo es todavía, cuándo empieza a serlo y por qué no lo
sería antes de ese momento. Este tipo de planteamientos caben en una percepción
meramente superficial del hecho biológico humano, percepción según la cual sólo
tendría vida propiamente humana aquel ente con apariencia y funciones idénticas
a las de los humanos post-embrionarios […] Gracias a los avances en Genética y
en biología molecular sabemos que una vida es, entre otras cosas, una unidad de
información transmitida hereditariamente a través de los genes, y que esa
unidad existe ya, con su identidad singular, desde el momento de la
fecundación”.
Lo que se expulsa en
un aborto -el feto- no es un amasijo de sustancias orgánicas, sino que era,
hasta el momento de su asesinato, una vida humana individual. El diminuto ser
que se forma de la unión de los 23 cromosomas del espermatozoide paterno y los
23 cromosomas del óvulo materno es un ser único y no es de ninguna manera una
“excrecencia” -como sostienen algunos demagogos- de la madre. Ese ser contiene
dentro de sí un código genético, completamente programado que lo hace moverse
activamente hacia la existencia humana adulta, y que los abortistas truncan al
asesinarlo en cualquiera de sus fases evolutivas.
El espermatozoide
paterno y el óvulo materno tienen vida, pero como células individuales ni uno
ni otro son capaces de autorreproducirse. Unidas sí que forman una nueva vida,
única, que ya no es ni la del óvulo ni la del espermatozoide.
El cuerpo de un niño
no nacido es más complejo que el nuestro; antes de nacer posee ciertos órganos
que, siendo suyos y no de la madre, le permiten desarrollarse a partir de su
célula original (su cápsula espacial, su saco amniótico, su cordón vital, su
cordón umbilical y su placenta). Entre los 18 y 25 días comienza a latir el corazón
del feto; a las 9 o 10 semanas pueden registrarse electrocardiogramas. A los 43
días se podrían efectuar electroencefalogramas de su cerebro. A las 6 semanas
el niño no nacido comienza a moverse, aunque no sea percibido por su madre
hasta la vigésima semana. “Entre la sexta y la séptima semana, si se acarician
los labios del feto responde doblando el tronco hacia un lado y estirando los
brazos rápidamente hacia atrás. Este movimiento se llama de respuesta total
porque pone en movimiento la mayor parte del cuerpo” (Developmental Anatomy,
Leslie, B. Arey, 1954).
A las 8 semanas reacciona a las cosquillas echando la
cabeza hacia atrás, para alejarse del estímulo; también a las 8 semanas segrega
jugos gástricos; a la octava semana todos los órganos vitales y sistemas del
organismo humano están presentes en el feto. A las 9 o 10 semanas mueve la
lengua, traga, entorna los párpados y cierra la palma de la mano si se la
acarician. A las 11 o 12 semanas se chupa el dedo con tesón. A las 11 o 12
semanas el niño respira el líquido amniótico con regularidad y continúa
haciéndolo hasta su nacimiento, ejercitando así su sistema respiratorio y sin
ahogarse por recibir el oxígeno a través del cordón umbilical. A las 18 semanas
el niño ya tiene sus cuerdas vocales totalmente desarrolladas y puede intentar
llorar, aunque al no haber aire en el útero no puede emitir sonido alguno.
Sabiendo todo esto
–que es poco para lo que la ciencia sabe de la vida individual del feto en el
claustro materno- nos preguntamos: ¿cuándo, abortistas demagogos, podemos decir
que es un ser humano lo que matáis? Os lo diremos: en cualquier momento, desde
la concepción, lo que atente contra esa vida humana es un crimen, pues esa vida
es humana aunque intentéis persuadir a todo el mundo de que no es así.
En ese sentido, sin
necesidad de refrendo científico, en todas las sociedades que podemos denominar
culturas –incluso entre los bárbaros- el aborto ha sido, a lo largo del tiempo
y a lo ancho del orbe, un crimen execrable, algo tenido como reprobable y
punible por la comunidad; más tarde, incluso sería conceptuado en los códigos
legislativos como delito. En el Derecho Romano se comenzó a castigar el aborto
en cuanto perjudicaba a la madre, pero en el Código de Eurico el aborto será
castigado por el crimen que supone de la criatura indefensa. Es así como,
incluso entre los llamados “bárbaros” de la Alta Edad Media, se verá
castigar el aborto con severas penas. Según Theofil Melicher, en el Derecho
Visigodo, la capacidad jurídica comienza en el momento de la concepción; nos lo
argumenta recurriendo a la legislación de Chindasvinto, la cual castiga el
aborto como delito, viniendo a conceder derechos hereditarios al póstumo. Sin
embargo, otros autores –como Planitz- piensan que el derecho visigótico no consagraba
un principio general de reconocimiento de capacidad jurídica al “nasciturus”,
aunque sí arbitraba una serie de medidas protectoras de esa vida incipiente,
instrumentos jurídicos que penalizaban el aborto y establecían una serie de
derechos para esa personalidad en expectativa que es el “nasciturus”. En el III
Concilio de Toledo Recaredo equipara el delito de aborto al infanticidio.
La ruptura del lazo
comunitario en nuestras sociedades posindustriales y de consumo favorece un
pervertido concepto individualista de sociedad como “suma de individuos” en la
que se pierde fácilmente la noción de lo que es una comunidad histórica. La comunidad
histórica se va desvaneciendo ante la imposición de la aldea global que avanza.
En nuestras sociedades, los individuos no se sienten ni reconocen como
pertenecientes al flujo histórico de las generaciones anteriores (que como
ancestros suyos los precedieron), y tampoco tienen conciencia de las
generaciones futuras (que como ascendientes suyos los sucederán). Se sienten
Robinsones sin pasado ni futuro.
Por eso, el
individualismo egoísta es uno de los grandes compinches del aborto, en tanto
que no ampara la vida de las generaciones futuras, por desentenderse de ellas
al considerarlas tan ajenas a ellos como ajenas son, para ese individuo
desarraigado, las generaciones de sus antepasados. Y eso es tan así que,
mientras que se fomenta una idea muy vaga de “solidaridad” entre individuos
contemporáneos (por muy alejados que estén en el espacio), se pierde de vista
la más genuina solidaridad, que es la que empieza por serlo en su realidad
transgeneracional, la misma que encadena a los contemporáneos con los compatriotas
que estuvieron antes y con los compatriotas que vendrán a sucedernos.
Se nos presenta, de
esta forma, una paradoja muy de nuestro tiempo, expresada por Eugenio d’Ors:
“Toda tradición, en efecto, al constituirse se constituye localmente. No sólo
el grupo que ingresa en lo histórico entra con ello a sentirse diferente de los
sumidos en lo subhistórico; sino a sentirse también diferente de los otros
grupos históricos, con una diferencia proveniente de que la comunidad en los
mismos recuerdos y en las mismas perspectivas de futuro a la vez que unifican
generaciones, siglos, épocas, aislan de aquellos otros cuya comunidad se ha
establecido con una fórmula local distinta, aunque sea siempre una fórmula
histórica. La solidaridad en el tiempo, dicho de otro modo, no implica
necesariamente la solidaridad en el espacio”.
Conclusión
Los defensores del
aborto han llegado a pervertir el lenguaje hasta tal grado que lo que ha sido
siempre un “delito”, nos lo quieren ahora hacer tragar como un “derecho”, un
más que siniestro “derecho” que no es tal. Por eso, la Ley Orgánica 9/85 del
5 de julio, aprobada por las Cortes y por el Rey Juan Carlos I, se conoce como
“Ley de la despenalización del aborto”. No puede haber una despenalización, si
no ha sido que previamente hubiera una penalización; y esa penalización se
establecía en virtud de que la práctica que se penalizaba era y es un delito,
no un derecho.
Hoy en día, la
demagogia a favor del aborto, pugna por despenalizar hasta el aborto libre y
más que “gratuito”, un aborto a costa de la hacienda pública; se invierte así
la realidad delictiva y criminal del aborto, convirtiéndolo malévolamente en un
presunto “derecho” inadmisible; este maligno artificio ingeniado por leguleyos
y politicastros deja campo libre a los técnicos de la muerte, y todo ello viene
a formar un colosal y monstruoso negocio del que se lucran grandes complejos de
exterminio. Así, chusma sin escrúpulos hace su negocio de sangre, amparada por
leyes injustas que aprueban algunos Estados relativistas, sumidos en su miseria
intelectual y moral.
El cúmulo de
supersticiones y tópicos pseudocientíficos que cunde sobre la naturaleza
humana; la dependencia económica de los medios de comunicación de masas
-convertidos en dóciles instrumentos que transmiten las falacias proabortistas
que justifican tendencias perversas; la complicidad de los políticos con la
industria del exterminio de fetos; el individualismo práctico vigente en las
sociedades opulentas, hedonistas y técnicas… son los principales cómplices del
genocidio abortista a escala planetaria.
La resistencia contra
este holocausto ha de ser, en este mundo en que vivimos, la que se afronte
desde:
1) la reformulación
de una nueva antropología (a la luz de un ejercicio honesto de la ciencia).
2) la restauración de
un concepto de comunidad –que supere el individualismo atómico del
neoliberalismo y entronque al hombre actual con las generaciones pasadas y con
las futuras.
3) la alianza
estratégica, en esta primera línea de combate, de las religiones –sin que esto
implique confusión ni sincretismo alguno- que coincidan en la defensa de los
mínimos morales.+ (Maestro Gelimer)