Inmigrantes muertos
en el mar, desde esas barcas que en lugar de ser una vía de esperanza han sido
una vía de muerte. Así es el título de los periódicos. Cuando hace algunas
semanas he conocido esta noticia, que lamentablemente tantas veces se ha
repetido, mi pensamiento ha vuelto a esto continuamente come una espina en el
corazón que causa sufrimiento.
Y entonces he sentido
que debía venir aquí hoy a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también
a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita, no
se repita, por favor.
Pero antes, quisiera
decir una palabra de sincera gratitud y de aliciente a ustedes, habitantes de
Lampedusa y Linosa, a las asociaciones, a los voluntarios y a las fuerzas de
seguridad, que han mostrado y muestran atención a las personas en su viaje
hacia algo mejor. Ustedes son una pequeña realidad, ¡pero ofrecen un ejemplo de
solidaridad!
Gracias también al
Arzobispo Mons. Francesco Montenegro, por su ayuda, su trabajo y su cercanía
pastoral. Gracias también a la señora Giusy Nicolini, alcaldesa, por lo que
hace.
Dirijo un pensamiento
a los queridos inmigrantes musulmanes que están comenzando el ayuno de Ramadán,
con el deseo de abundantes frutos espirituales. La Iglesia está cerca de
ustedes en la búsqueda de una vida más digna para ustedes y para sus familias.
¡A ustedes “O’ scia’!”
Esta mañana, a la luz
de la Palabra de Dios que hemos escuchado, quisiera proponer algunas palabras
que, sobre todo, despierten la conciencia de todos, impulsen a reflexionar y a
cambiar concretamente ciertas actitudes.
“¿Adán, dónde
estás?”: es la primera pregunta que Dios dirige al hombre después del pecado.
“¿Dónde estás?”. Es un hombre desorientado que ha perdido su lugar en la
creación porque cree que puede volverse potente, que puede dominar todo, que
puede ser Dios. Y la armonía se rompe, el hombre se equivoca y esto se repite
también en la relación con el otro que ya no es el hermano al que hay que amar,
sino sencillamente el otro que disturba mi vida, mi bienestar. Y Dios hace la
segunda pregunta: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”. El sueño de ser poderoso, de
ser grande como Dios, es más de ser Dios, lleva a una cadena de equivocaciones
que es cadena de muerte, ¡conduce a derramar la sangre del hermano!
¡Estas dos preguntas
de Dios resuenan también hoy, con toda su fuerza! Muchos de nosotros, también
yo me incluyo, estamos desorientados, ya no estamos atentos al mundo en que
vivimos, no cuidamos, no custodiamos lo que Dios ha creado para todos y ya no
somos capaces ni siquiera de custodiarnos unos a otros. Y cuando esta
desorientación adquiere las dimensiones del mundo, se llega a las tragedias
como a la que hemos asistido.
“¿Dónde está tu
hermano?”, la voz de su sangre grita hasta mí, dice Dios. Esta no es una
pregunta dirigida a los demás, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno
de nosotros. Esos hermanos y hermanas nuestros trataban de salir de situaciones
difíciles para encontrar un poco de serenidad y de paz; buscaban un lugar mejor
para ellos y para sus familias, pero han encontrado la muerte.
¡Cuántas veces
aquellos que buscan esto no encuentran comprensión, acogida, solidaridad!
¡Y sus voces suben
hasta Dios!
Y una vez más a
ustedes, habitantes de Lampedusa les agradezco su solidaridad.
He escuchado
recientemente a uno de estos hermanos. Antes de llegar aquí han pasado por las
manos de los traficantes. Esos que explotan la pobreza de los demás. Esa gente
que hace de la pobreza de los demás su propia fuente de ganancia. ¡Cuánto han
sufrido… y algunos no han logrado llegar!
“¿Dónde está tu
hermano?”. ¿Quién es el responsable de esta sangre?
En la literatura
española hay una comedia de Lope de Vega que narra cómo los habitantes de la
ciudad de Fuente Ovejuna matan al Gobernador porque es un tirano, y lo hacen de
modo que no se sepa quién ha realizado la ejecución. Y cuando el juez del rey
pregunta: “¿Quién ha asesinado al Gobernador?”, todos responden: “Fuente
Ovejuna, Señor”. ¡Todos y nadie!
También hoy esta
pregunta surge con fuerza: ¿Quién es el responsable de la sangre de estos
hermanos y hermanas? ¡Nadie! Todos nosotros respondemos así: no soy yo, yo no
tengo nada que ver, serán otros, ciertamente no yo. Pero Dios pregunta a cada
uno de nosotros: “¿Dónde está la sangre de tu hermano que grita hasta mí?”
Hoy nadie se siente
responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna;
hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, del
que habla Jesús en la parábola del Buen Samaritano: miramos al hermano medio
muerto en el borde del camino, quizá pensamos “pobrecito”, y continuamos por
nuestro camino, no es tarea nuestra; y con esto nos tranquilizamos y nos
sentimos bien. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros
mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los demás, nos hace vivir en
pompas de jabón, que son bellas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil,
de lo provisorio, que lleva a la indiferencia hacia los demás, es más lleva a
la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos
caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos habituado al
sufrimiento del otro, no nos concierne, no nos interesa, no es un asunto
nuestro!
Vuelve la figura del
Innominado de Manzoni. La globalización de la indiferencia nos hace a todos
“innominados”, responsables sin nombre y sin rostro.
“¿Adán dónde estás?”,
“¿dónde está tu hermano?”, son las dos preguntas que Dios hace al inicio de la
historia de la humanidad y que dirige también a todos los hombres de nuestro
tiempo, también a nosotros.
Pero yo querría que
nos hiciéramos una tercera pregunta: “¿Quién de nosotros ha llorado por este
hecho y por hechos como éste?”. ¿Quién ha llorado por la muerte de estos
hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban en la
barca? ¿Por las jóvenes mamás que llevaban a sus niños? ¿Por estos hombres que
deseaban algo para sostener a sus propias familias?
Somos una sociedad
que ha olvidado la experiencia del llorar, del “padecer con”: ¡la globalización
de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!
En el Evangelio hemos
escuchado el grito, el llanto, el gran lamento: “Raquel llora a sus hijos…
porque ya no están”. Herodes ha sembrado muerte para defender su propio
bienestar, su propia pompa de jabón. Y esto sigue repitiéndose… Pidamos al
Señor que borre lo que queda de Herodes también en nuestro corazón; pidamos al
Señor la gracia de llorar sobre nuestra indiferencia, sobre la crueldad que hay
en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman
decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas como este. ¿Quién ha
llorado? ¿Quién ha llorado? ¿Quién ha llorado hoy en el mundo?”
Señor, en esta
Liturgia, que es una Liturgia de penitencia, pedimos perdón por la indiferencia
hacia tantos hermanos y hermanas, te pedimos, Padre, perdón por quien se ha
acomodado, se ha encerrado en su propio bienestar que lleva a la anestesia del
corazón, te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial
han creado situaciones que conducen a estos dramas. ¡Perdón Señor!
Señor, que escuchemos
también hoy tus preguntas: ¿“Adán, dónde estás?”, “¿dónde está la sangre de tu
hermano?”
Ecclesia, 8-7-13