PAUL KRUGMAN
En
1786, los trabajadores textiles de Leeds, un centro lanero del norte de
Inglaterra, protestaron contra el uso creciente de máquinas “cardadoras”, las
cuales estaban realizando una tarea que antes hacían obreros especializados.
“¿Cómo van a hacer esos hombres, que se quedaron sin trabajo, para mantener a
sus familias?”, preguntaban los peticionarios. “¿Y de qué van a ser aprendices
sus hijos?”.
No
eran preguntas tontas. La mecanización, finalmente –es decir, después de un par
de generaciones– iba a producir un aumento general de los niveles de vida
británicos. Pero que el trabajador común haya obtenido algún beneficio durante
los primeros tiempos de la Revolución Industrial dista de ser evidente:
muchos, sin duda, se perjudicaron. Y a menudo los trabajadores más perjudicados
fueron los que habían adquirido, con esfuerzo, habilidades valiosas, sólo para
encontrarse con que esas destrezas de repente habían perdido su valor.
¿Estamos
viviendo en otra época como esa? Y, de ser así, ¿qué haremos al respecto?
Hasta
hace poco, las ideas más corrientes sobre los efectos de la tecnología en los
trabajadores eran, de algún modo, consoladoras. Sin duda, muchos trabajadores
no participaban totalmente –o, en algunos casos, en absoluto– de los beneficios
del aumento de la productividad; el grueso de las ganancias iba a parar a una
minoría de la fuerza laboral. Pero esto, solía decirse, se debía a que la
tecnología moderna estaba incrementando la demanda de trabajadores con un alto
grado de formación al tiempo que reducía la demanda de trabajadores con menor
capacitación. Y la solución era más educación.
Ahora
bien, siempre hubo problemas con este tema. En particular, aunque era posible
justificar la brecha creciente entre los salarios de los que tenían títulos
universitarios y los que no, resultaba imposible explicar por qué un pequeño
grupo –el famoso “uno por ciento”– estaba obteniendo ganancias mucho mayores
que los trabajadores con más educación en general. Pero es posible que algo
haya tenido que ver la década pasada.
Hoy,
sin embargo, está surgiendo un panorama mucho más oscuro de los efectos de la
tecnología en la fuerza laboral. Dentro de este panorama, los trabajadores con
más educación tienen l as mismas posibilidades que los menos educados de verse
desplazados y devaluados; y presionar para que haya más educación puede crear
tantos problemas como los que soluciona.
Dije
antes que la naturaleza de la desigualdad creciente en EE.UU. cambió alrededor
del año 2000. Hasta entonces, todo era trabajador versus trabajador; la
distribución del ingreso entre el trabajo y el capital –entre el salario y la
ganancia, si se quiere nombrarlo así– se había mantenido estable durante
décadas. Pero desde aquel momento, la parte de la torta correspondiente a los
trabajadores se ha reducido bruscamente. Por lo visto, no se trata de un
fenómeno exclusivamente estadounidense. Un nuevo informe de la Organización Mundial
del Trabajo señala que lo mismo viene sucediendo en muchos otros países, lo
cual sería de esperar si las tendencias tecnológicas mundiales se estuviesen
volviendo en contra de los trabajadores.
Y
algunos de estos giros en contra bien pueden ser repentinos. El McKinsey Global
Institute difundió hace poco un informe sobre doce importantes nuevas
tecnologías que considera “disruptivas”, porque descalabran el mercado y los
acuerdos sociales existentes. Aun un rápido vistazo a la lista sugiere que
algunas de las víctimas de la disrupción serán trabajadores hoy considerados
como altamente calificados, y que invirtieron mucho tiempo y dinero en adquirir
esas habilidades. El informe sugiere, por ejemplo, que vamos a ver mucha
“automatización del trabajo intelectual”, porque el software hará cosas que
antes requerían de graduados universitarios. La robótica avanzada podría
reducir aún más el empleo en la industria manufacturera, pero también podría
reemplazar a algunos médicos.
Entonces,
¿los trabajadores simplemente deberían estar preparados para adquirir nuevas
destrezas? Los obreros de Leeds ya plantearon ese tema en 1786: “¿Quién va a
mantener a nuestras familias mientras nosotros emprendemos la ardua tarea de
aprender un nuevo trabajo?” Y ¿qué va a pasar si el nuevo trabajo, a su vez, se
desvaloriza por el avance tecnológico?
Los
equivalentes modernos de aquellos trabajadores de la lana bien podrían
plantear, además, ¿qué pasará con nosotros si, al igual que muchos estudiantes,
nos endeudamos hasta el cuello para adquirir las calificaciones que nos dicen
que necesitamos y nos enteramos de que la economía ya no requiere de ellas?
La
educación, por lo tanto, no es más la respuesta al aumento de la desigualdad,
si es que alguna vez lo fue (algo que dudo).
Entonces,
¿cuál es la respuesta? Si el panorama que he descripto fuese cierto, la única
manera de poder tener algo parecido a una sociedad de clase media –una sociedad
en la que el ciudadano común tenga una razonable garantía de llevar una vida
digna si trabaja mucho y respeta las reglas– sería contando con una red de
seguridad social sólida, que garantice no sólo la salud sino también un ingreso
mínimo. Y si continúa aumentando la participación del ingreso destinada al
capital y no al trabajo, esa red de seguridad debería ser pagada, en gran
medida, a través de impuestos a las ganancias y/o a la renta financiera.
Ya
puedo oír a los conservadores vociferando en contra de los males de la
“redistribución”. ¿Pero qué propondrían en lugar de eso?
Clarín,
Ieco, 30-6-13