DON BOSCO

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"BUENOS CRISTIANOS Y HONRADOS CIUDADANOS"

LA DESIGUALDAD NO ES INEVITABLE



Por JOSEPH STIGLITZ

Premio Nobel de Economía 2002


Una tendencia insidiosa se ha impuesto en el último tercio de siglo. Un país que experimentó un crecimiento compartido después de la Segunda Guerra Mundial comenzó a desmembrarse. La Gran Recesión a fines de 2007 puso de relieve esas fisuras. ¿Cómo fue posible que EE.UU., la “luz que brillaba en la colina”, se convirtiera en el país avanzado con el mayor nivel de desigualdad?

Una rama de la extraordinaria discusión puesta en marcha por el libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI , ha planteado la idea de que los extremos de riqueza e ingreso son inherentes al capitalismo. Según este enfoque, deberíamos considerar las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial –un período de rápido descenso de la desigualdad– como una aberración.

A decir verdad, ésta es una lectura superficial de la obra de Piketty, que ofrece un contexto institucional para entender la profundización de la inequidad a lo largo del tiempo. Lamentablemente, esa parte de su análisis recibió menos atención que los aspectos en apariencia más fatalistas.

Durante el último año y medio, The Great Divide (algo así como “La gran brecha”), una serie de columnas en The New York Times en la que soy moderador, también ha presentado una amplia gama de ejemplos que socavan la noción de que existan leyes verdaderamente fundamentales del capitalismo. La dinámica del capitalismo imperialista del siglo XIX no se aplica a las democracias del siglo XXI. No tenemos por qué tener semejante desigualdad en Estados Unidos.

El capitalismo estadounidense hoy es un capitalismo de segunda. Como prueba, basta con remontarse a nuestra reacción frente a la Gran Recesión, en la que socializamos pérdidas, aun cuando privatizamos ganancias. La competencia perfecta debería llevar las ganancias a cero, al menos en teoría, pero tenemos monopolios y oligopolios que sistemáticamente obtienen grandes beneficios. Los CEO tienen ingresos, en promedio, 295 veces más altos que los del trabajador común –una brecha mucho más grande que en el pasado–, sin ninguna evidencia de aumento proporcional de productividad.

Si no son las leyes inexorables de la economía las que han llevado a la gran brecha en EE.UU., entonces ¿qué es? Respuesta directa: nuestras políticas. Ya cansa oír hablar de los éxitos escandinavos, pero lo cierto es que Suecia, Finlandia y Noruega lograron un crecimiento igual o mayor del ingreso per cápita que EE.UU. y con mucha más igualdad.

Entonces, ¿por qué Estados Unidos eligió estas políticas que aumentan la desigualdad? Parte de la respuesta es que la Segunda Guerra Mundial se perdió en la memoria, al igual que la solidaridad que generó. Cuando EE.UU. triunfó en la Guerra Fría, no pareció haber un rival viable para nuestro modelo económico. Sin esta competencia internacional, ya no tuvimos que mostrar que nuestro sistema podía ser beneficioso para la mayoría de nuestros ciudadanos.

Ideología e intereses se combinaron de manera nefasta. Del colapso del sistema soviético, algunos extrajeron la enseñanza equivocada. El péndulo osciló de demasiado Estado allí a demasiado poco Estado aquí. Los lobbies de las empresas abogaron por deshacerse de las regulaciones, aun con todo lo que esas regulaciones habían hecho por nuestro medioambiente, nuestra seguridad, nuestra salud y por la propia economía.

Pero esta ideología fue hipócrita. Los banqueros, entre los más fervientes defensores de la economía del laissez-faire, no tuvieron reparos en aceptar cientos de miles de millones de dólares del Estado en rescates que se volvieron una característica recurrente desde comienzos de la era Thatcher-Reagan de mercados “libres” y desregulación.

El sistema político estadounidense rebasa de dinero. La desigualdad económica se traduce en desigualdad política, y la desigualdad política produce desigualdad económica. De hecho, como él lo reconoce, la argumentación de Piketty se basa en la habilidad de los dueños de la riqueza para mantener alta su tasa de retorno después de impuestos con relación al crecimiento económico. ¿Cómo lo logran? Haciendo las reglas del juego para asegurarse este resultado, es decir, a través de la política.

Así, aumenta el bienestar de las empresas y limitamos el bienestar para los pobres. El Congreso mantiene los subsidios para los granjeros ricos y reducimos el apoyo nutricional para los necesitados. Los laboratorios recibieron cientos de miles de millones de dólares y recortamos los beneficios de Medicaid. Los bancos que causaron la crisis financiera mundial embolsaron miles de millones de dólares y los propietarios de viviendas y las víctimas de las prácticas de préstamos abusivos recibieron una miseria. Esta última decisión fue particularmente estúpida. Había alternativas a dar dinero a los bancos y esperar que circulase bajo la forma de una ampliación del crédito. Podríamos haber ayudado a los propietarios “ahorcados” y a las víctimas de esta conducta predatoria en forma directa. Esto no sólo habría ayudado a la economía, sino que nos habría encauzado hacia una fuerte recuperación.


Clarín, ieco, 6-7-14