Por Pablo Esteban
Dávila
Alfil, 27-5-14
Es notable como se
puede manipular a la opinión pública desde las más nobles intenciones. Días
atrás, la Asamblea
Malvinas Lucha por la
Vida y la
Fundación para la
Defensa del Ambiente (Funam) dieron a conocer un estudio que
revelaba que, en 10 casos seleccionados en aquella ciudad, aparecían compuestos
clorados en sangre de productos prohibidos desde hace décadas. Esta videncia
fue presentada como una muestra inequívoca de los efectos que las prácticas
agrícolas basadas en agroquímicos producen en la salud de la población, algo
que, a juicio de los mentores del estudio, amerita que se revoquen
definitivamente todas las autorizaciones otorgadas a la planta de semillas que
Monsanto planea instalar en Malvinas.
Sin que se entienda
demasiado bien que tiene que ver este hallazgo con la radicación de la
multinacional, lo cierto es que este tipo de ecologismo cataclísmico logra
producir cierta inquietud en la opinión pública. Porque, a diferencia de otro
tipo de conclusiones y estudios (básicamente, los generados por empresas o
gobiernos, siempre sospechados de parcialidad o direccionamiento), los
producidos por las asociaciones de ambientalistas gozan de una inmunidad que generalmente
no se les concede a otras entidades. Basta con citar la opinión de algún
experto vinculado con las ONG verdes para dar fe de verdad a los epílogos más
catastróficos.
Pero ayer fue
nuevamente noticia algo que Alfil había adelantado exactamente una semana
atrás. El bioquímico Fernando Manera, un especialista en toxicología que
difícilmente podría ser identificado con algún obscuro interés transnacional,
dijo que los químicos hallados en la muestra tomada en Malvinas Argentinas
podrían ser encontrados en prácticamente cualquier ser vivo, “inclusive en
Ángela Merkel”.
La canciller alemana, como todo el mundo sabe (o debería saber)
creció en la Alemania
oriental, aquél paraíso comunista en donde, por supuesto, la contaminación
capitalista no podría haber existido. En otras palabras: Manera dijo, con
elegancia y el debido respeto por sus colegas, que este estudio no sirve para
impugnar las actuales prácticas agrícolas ni – mucho menos – la radicación de
Monsanto.
Es importante señalar
esto porque en temas de ecología nadie discute abiertamente – o se atreve a
hacerlo – lo que algunos fundamentalistas afirman con gran seguridad. Este
silencio tiene, al menos, dos orígenes.
El primero, el halo de romanticismo que
envuelve la lucha por la tierra y el medio ambiente, que hace que la mayoría de
las personas de buen corazón y mejores intenciones adopte acríticamente muchos
postulados anti científicos, negándose a conceder un trato equivalente a otras
posiciones menos radicales.
El segundo, el hecho comprobado que el
ambientalismo es, casi sin fisuras, un discurso antisistema en el que gusta de
converger el izquierdismo post soviético, el antiimperialismo, los
globalifóbicos y – seamos honestos – buena parte del periodismo, mucho más
permeable a estas tendencias que a las razones esgrimidas por las corrientes de
la sustentabilidad empresaria.
Ambos aspectos, el romántico y el ideológico,
contribuyen a hacer del ambientalismo una posición más cercana al misticismo
pre ilustración que a una ciencia capaz de argumentar racionalmente.
La propia dinámica de
la sociedad de la información (paradójicamente, un típico producto de la
evolución capitalista) contribuye a la difusión de los escenarios que el
pesimismo ecologista plantea para el futuro próximo. Es mucho más interesante y
movilizador escuchar sobre el genérico padecimiento de “la tierra” por los
excesos del ser humano – especialmente del tipo que habita en las sociedades
desarrolladas – que el preguntarse cómo diablos ha hecho la humanidad para dar
de comer a tanta gente con prácticamente la misma dotación de tierras
cultivables que tenía a finales del siglo XIX.
Estas no son razones
artificiosas destinadas a desacreditar a quienes se oponen a la agricultura
moderna, un combo que incluye a Monsanto, los aviones fumigadores, la labranza
cero y a los agricultores despectivamente adjetivados como “sojeros”. Nada de
eso. Simplemente, se trata de poner en evidencia que, si el economista Thomas
Malthus hubiera predicado en estas épocas, seguramente hubiera sido una estrella
de las redes sociales y de la militancia ambientalista. Sus vaticinios de la
hambruna universal, de muertes por inanición y de pestes bíblicas azotando a la
humanidad por la carencia de las proteínas habrían hecho las delicias de la
progresía mundial, desplazando a Joseph Stiglitz de la tabla de preferencias.
No es casual que, en el discurso ecologista, aparezcan continuamente las mismas
prevenciones que tuvo Malthus, esto es, el pesimismo, el fatalismo y la
desconfianza en el progreso humano. El hecho que este hubiera sido un
conservador inglés que detestaba la promiscuidad, a los pobres y el sexo fuera
del matrimonio no parece haber sido óbice para renegar de su legado.
Pero Malthus se
equivocó. No porque sus postulados fueran intrínsecamente incorrectos (el más
recordado: “mientras que la población crece geométricamente, la producción de
alimentos lo hace aritméticamente”), sino porque no fue capaz de prever que el
ingenio humano y los estímulos de la innovación capitalista lograrían, apenas
150 años después de su muerte, producir cantidades asombrosas de alimentos que
permitiesen, aunque todavía con flagrantes injusticias, alimentar a la mayor
parte de los más de siete mil millones de almas que pueblan el planeta.
Esta
revolución alimentaria fue posible, en gran medida, a los cultivos transgénicos
y las técnicas agrícolas, aquellas que combaten ferozmente los asambleístas de
Malvinas Argentinas y la Funam ,
entre centenares de ONG de similares características con mejor prensa que
Monsanto y los productores sojeros.
Este no es, por
supuesto, un alegato a favor de la polución y el desguace de los recursos
naturales. Si hay algo que necesita la humanidad para poder seguir habitando
nuestro planeta es sustentabilidad, una condición que – afortunadamente – es crecientemente
aceptada por ciudadanos, empresas y gobiernos que, con razonabilidad y
realismo, procuran armonizar el respeto por el ambiente con las lógicas
necesidades de subsistencia que los seres humanos requieren. Pero alguna vez
debe exigírseles a quienes pronostican el colapso del mundo culpa de los
transgénicos que expliquen como harían para alimentar a la creciente población
mundial sin que una hambruna malthusiana se abatiera sobre millones de
desgraciados en los países más pobres.
O que expusieran públicamente, sin
golpes bajos ni apelaciones a la autoridad de defensores de la naturaleza, el
real alcance científico de sus estudios, presentados a menudo como la
quintaescencia del saber y la transparencia. La oportuna apelación de Manera a
la lejana Ángel Merkel ayuda a proyectar algo de cordura a una temática que, de
por sí, se encuentra pletórica de posiciones alejadas de la razón.