José Antonio FUSTER
Con la decisión política de aprobar la
constitucionalidad del ‘matrimonio’ homosexual, concluye –en España– la
gigantesca operación de marketing puesta en marcha en 1989 en Estados Unidos
para ganar reconocimiento y derechos.
En 1989, la llamada agenda gay constaba de
seis puntos inspirados en el libro Después del baile. Cómo América vencerá a
sus temores y miedos sobre los gays en los 90, del neuropsiquiatra Marshall
Kirk.
El primer punto era hablar de los
homosexuales y lo homosexual tan alto y tan a menudo como fuera posible. El
segundo, mostrar a los gays como las víctimas, no como agresores desafiantes.
El tercero, dar a los protectores de los homosexuales una causa justa. El
cuarto punto es evidente: conseguir que los homosexuales parezcan los buenos.
El quinto es más evidente todavía: hacer que aquellos que los victimizan
parezcan los malos. Y el sexto, que todo el dinero necesario para esta
gigantesca operación de marketing salga de las corporaciones públicas.
Esto es lo que otros denominan “el método
para cocinar una rana”. Un método culinario tradicional que se basa en que
jamás hay que echar una rana al agua hirviendo porque luchará para salir fuera
del cazo. En vez de eso, lo que hay que hacer es poner a la rana en agua fría e
ir calentando el agua poco a poco para que no note que la estás cocinando.
Los malos de la
película
Ahora mismo, no hay partido político de
relieve en Europa, salvo en Polonia, que se permita expresar una opinión
contraria a la homosexualidad. Los medios de comunicación están cocinados. El
arte está cocinado. Hollywood tiene las ancas rebozadas. La televisión surte de
ranas en juliana a un público que se encoge de hombros. Esa pareja de
homosexuales de la serie Modern Family que han adoptado una niña vietnamita son
los amos de la pequeña pantalla. ¿Quién no querría ser superamigo de Mitchell y
Cameron?
La agenda homosexual, así planteada, evitaba
la contienda al estilo Stonewall (el bar de Manhattan que es el símbolo de la
lucha física por los derechos de los homosexuales) o al estilo irritante de
Harvey Milk en San Francisco. Se trata de conseguir, con mucha mano izquierda y
buena presencia, que el estadounidense medio (el español medio, por extensión)
llegue a pensar que la homosexualidad sólo es un opción más, otra cosa, y se
encoja de hombros.
De esa manera –aseguraba Marshall Kirk–, la
batalla por los derechos y el reconocimiento estará virtualmente ganada y lo
único que hará falta será esperar. En el ínterin, al imperativo de que el
homosexual se presente como víctima, es decir, hacerle aparecer como el bueno
de la película, se le une de forma decisiva señalar a la resistencia antigay
como unos tipos malos y desagradables. Los homófobos. Esto desactiva cualquier
posibilidad de rebelión de una parte importantísima de la sociedad que opta por
mostrarse indiferente mientras otra parte no despreciable jalea con insistencia
el poder de los homosexuales, las nuevas reinas del baile.
Hace un par de años, un joven político
demócrata estadounidense ya olvidado, Gregg Kravitz, entró en la carrera
electoral dispuesto a arrebatarle la nominación demócrata a una veterana
diputada estatal de Pensilvania, Babette Josephs. Ante el público de
Filadelfia, Kravitz, que era un bombón rubio de terno impecable, se presentó
como un homosexual que pretendía que la voz de los homosexuales (y bisexuales,
y transexuales, y también los transgénero) se sentara en el Parlamento
pensilvaniense.
La diputada Josephs, que no era lesbiana,
pero sí gayfriendly de toda la vida (siempre a favor de cualquier cambio
legislativo que favoreciera a los homosexuales), sufrió como una condenada
hasta que logró reunir pruebas de que Krevitz era un heterosexual que tenía
novia y se estaba haciendo pasar por homosexual con el fin de ganar más votos.
Krevitz, en una apresurada rueda de prensa,
se defendió asegurando que no era homosexual ni heterosexual, sino bisexual, y
que sí que tenía novia, pero lo mismo mañana se le antojaba un novio, pero que
en realidad “lo importante es llevar la voz de las lesbianas y gays al
Parlamento de Pensilvania”. Perdió, claro. Más que nada, por ser un maldito
embustero. Y Josephs ganó, pero dos años después, el pasado abril, perdió
contra Brian Sims, un homosexual de 33 años, ex capitán de la selección
universitaria de fútbol americano y candidato financiado por el Fondo para la
Victoria de Gays y Lesbianas (un comité de acción política fundado en 1991 en
Washington para impulsar las carreras de políticos declarados homosexuales).
Babette Josephs comprendió así que nada más gayfriendly que un gay.
El quinto punto
Con el caso Kravitz, la nación entera
comprendió hasta qué punto de control de la escena pública había llegado el
lobby gay, que es ese piquete de terciopelo tan influyente que puede hacerte un
nombre o arruinarte la vida. Kravitz es ejemplo de haber intentado lo primero.
De lo segundo hay cientos de ejemplos en los
Estados Unidos. Quizá uno de los mejores sea el de Kenneth Howell –un profesor
universitario, ministro presbiteriano, que en una clase de introducción al
catolicismo de la Universidad de Illinois se le ocurrió enviar un correo a los
alumnos sobre “Utilitarismo y sexualidad” en el que explicaba la importancia de
separar conducta y persona en el asunto de la valoración moral de la
homosexualidad. Ese correo llegó a un activista homosexual ajeno a la
universidad que reclamó la expulsión inmediata de Howell. Y Howell, claro, fue
expulsado.
A Howell le acusaron de homofobia (según el
diccionario de la Academia: “Aversión obsesiva hacia las personas
homosexuales”). Ése es el quinto punto de la agenda gay de 1989. Se le llama
“discurso del odio” a todo lo que no sea la promoción activa de la normalidad
de los homosexual sin que los valores culturales, tradicionales o religiosos,
ni siquiera las reglas de la cultura dominante, puedan ser invocados para
justificar cualquier forma de discriminación. Esto lo han sufrido españoles
como Aquilino Polaino, Fernando Ferrín Calamita, Javier Otero de Navascués o el
célebre obispo Reig Pla.
Las historias de estos cuatro homófobos son
conocidas, pero no por ello menos fascinantes. Aquilino Polaino, catedrático de
Psicopatología de la Universidad Complutense, un psiquiatra de enorme prestigio
y más de 30 años de investigaciones, fue invitado en 2005 a comparecer como
experto a propuesta del PP en una comisión del Congreso sobre proyecto de ley
de modificación del Código Civil para albergar el llamado matrimonio
homosexual.
Su intervención, en la que citó una decena
larga de estudios sobre los núcleos estructuradores de la psicopatología
homosexual, fue resumida en un titular del diario El Mundo como: “Un experto
invitado por el PP al Senado dice que los gays son hijos de padres ‘hostiles’ y
‘alcohólicos”. La cacería fue tan extraordinaria que al PP le faltó tiempo para
abandonar a su propio experto.
También fue abandonado al año siguiente el
juez Fernando Ferrín Calamita. En su caso, apartado de la carrera judicial y
tratado como a un apestado porque retrasó –solicitando informes periciales para
determinar qué era lo mejor para un menor– un proceso de adopción por la
compañera lesbiana de la madre biológica. En realidad, lo que el juez Calamita
hizo fue reconocer, como aseguró el jurista José Javier Castiella, su propia
limitación formativa y solicitó el informe pericial sobre la concreción del
interés del menor en el asunto sometido a su decisión. Ninguna explicación le
sirvió, ni siquiera la prueba de que la demandante le había ofrecido retirar la
denuncia a cambio de 10.000 euros. La agenda gay le pasó por encima al juez,
que fue condenado por prevaricación y apartado de la carrera judicial.
El caso de Javier Otero de Navascués es de
manual de primero de lobby. Otero es uno de los responsables del restaurante
madrileño La Favorita, que en 2006 rogó a una pareja de homosexuales que quería
celebrar allí su matrimonio que se buscara otro lugar. La decisión se tomó en
conciencia y no hubo mayores problemas. Así lo reconoció sin más uno de los
novios a un periódico de Navarra.
Una rana cocinada
La pareja gay no llevó su queja a instancia
municipal alguna, pero el entonces responsable del área de Economía del
Ayuntamiento de Madrid y hoy vicealcalde de Ana Botella, Miguel Ángel
Villanueva (que, como reveló LA GACETA, casó por amistad a un hermano de Miguel
Ángel Flores, presidente de FSM Group-Infinitamente Gay y propietario de la
empresa Diviertt, la sociedad que alquiló el Madrid Arena y donde murieron
cuatro jóvenes en la fiesta de Halloween), ordenó que se abriera de oficio un
expediente informativo para ver si la actuación de La Favorita podía dar lugar
a una sanción. Después de esta campanada municipal, la prensa partidaria se
volcó hasta conseguir que los gays (los que no acudieron a instancia municipal
alguna) anunciaran una queja en regla ante el Defensor del Pueblo.
El caso más reciente es el del obispo de
Alcalá de Henares, Reig Pla, quien cinco minutos después de terminar su sermón
de Semana Santa, fue condenado sin juicio como ejemplo de lo que le pasaría a
quien osara atacar la cultura gay. Durante 48 horas, el homosexualismo político
crucificó al obispo sin oposición después de que este, en un sermón sobre la
necesidad de una profunda reforma moral de España, hablara sobre la corrupción
de la infancia y de la juventud a través de ideologías de la sexualidad que
invitan a la promiscuidad y que encuentran el infierno (con minúscula).
Pero el sermón no era importante. Al obispo
Reig le estaba esperando la agenda gay desde que hace nueve años fuera el
primer obispo en definir la cultura gay: “El fin último al que desea llevarnos
el lobby gay: una civilización gay donde sea universalmente aceptada y
practicada la homosexualidad o, al menos, la bisexualidad”.
O lo que es lo mismo, una rana cocinada.
Bitacorapi, 18-11-12