La injusticia de un Decreto
Artículo de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La
Plata, publicado en el diario El Día, el 4 de octubre de 2016
La cuestión propuesta en el título invita a distinguir
dos conceptos de orden filosófico, pero que expresan realidades fundamentales
en la vida de una sociedad. Para ser más sutiles podríamos reemplazar el
adjetivo “justo” por “legítimo”. Legal y legítimo dicen referencia a la ley, a
las disposiciones que sancionan los cuerpos legislativos de la república,
promulgan y reglamentan las autoridades ejecutivas y cumplen o padecen los
ciudadanos. Legal significa conforme a la ley; legítimo, en cambio equivale a
lo que es no sólo lícito en cuanto permitido por la ley, sino justo, conforme a
razón. Esta distinción implica que puede haber leyes injustas, que constituyen
en sí mismas un abuso, aunque hayan sido votadas por las mayorías requeridas.
Quiero referirme a un caso reciente, pero típico, de
disposición estatal ilegítima, injusta. Es el Decreto Nº 903/2015, obra del
gobierno anterior, que reglamenta el artículo 11 de la Ley Nº 26.743 de
Identidad de Género; se refiere a operaciones parciales y/o totales a las que
se añaden los tratamientos hormonales subsiguientes, todo para adecuar la anatomía
de las personas, el sexo natural de varones y mujeres, a lo que “sienten” que
son. El decreto mencionado impone al Programa Médico Obligatorio, a los
Servicios de Salud del Sistema Público, de la Seguridad Social de Salud y a los
sistemas privados de coberturas, a cubrir en forma gratuita las operaciones de
Mastoplastia de aumento, Mastectomía, Gluteoplastía de aumento, Orquiectomía,
Penectomía, Vaginoplastía, Clitoroplastía, Vulvoplastía, Anexohiste-rectomía,
Vaginectomía, Metoidioplastía, Escrotoplastía y Faloplastía con prótesis
peneana.
¡Qué nombres difíciles! Podría traducir la mayoría de ellos al
lenguaje popular, pero no lo hago, porque se me podría considerar irrespetuoso
o discriminatorio. El Decreto añade que la lista es “de carácter meramente
enunciativo y no taxativo”, es decir que podrán inventarse otras combinaciones.
Es lógico, el carácter abierto del concepto de género y los caprichos
irracionales de los individuos tienden al infinito.
Esto se propone, permite y realiza en la Argentina de
hoy y a coste y costas de todos los ciudadanos. A usted, amigo lector, le
meterán la mano en el bolsillo para pagar las mencionadas operaciones, tan
necesarias, al parecer, para asegurar la identidad de género de una ínfima
minoría de la población. La dura situación que vivimos, me refiero al desastre
económico innegable, producto de décadas de despilfarro y del robo escandaloso
de gobernantes sin escrúpulos, se concreta en el aumento visible de la pobreza
con sus numerosas secuelas. ¿Cómo es posible que en un país que fue llamado
“granero del mundo” uno de cada cinco niños tenga problemas de alimentación,
que algunos mueran por desnutrición, y que entre los menores de 17 años la
pobreza supere el 40%?
Los datos del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad
Católica Argentina son difícilmente discutibles. Por el inevitable ritmo de las
cosas se ha agravado la herencia recibida por el actual gobierno, ¿podrá éste
hacer algo para revertir la calamidad? ¿Tendrán éxito sus intentos?
Me interesa sobre todo evocar la situación
hospitalaria, que conozco de primera mano, con servicios colapsados; en muchos
lugares los pacientes deben llevar gasas, jeringas y hasta agujas para poder
ser suturados. Filas interminables, horas y horas de espera para poder ser
atendidos. Varios hospitales están en ruinas, faltan camas y medicamentos. Ni
hablar de los ancianos, que también sufren la indiferencia del Estado,
subsisten con migajas y no tienen acceso a la atención de salud que les
corresponde. Los juzgados y tribunales del país se encuentran plagados de
recursos de amparo de personas ancianas y enfermos que reclaman el suministro
de un medicamento que cure o alivie sus dolencias, porque PAMI o IOMA no los
incluye.
Hay disponibles más de 50.000 pesos (unos 3.500 dólares
aproximadamente) para que un travesti se ponga los pechos artificiales gratis,
pero no hay 1.500 pesos para el medicamento de un niño que la obra social no le
cubre. Si no me equivoco, los beneficios acordados por el Decreto que suscribió
la Sra. de Kirchner están a disposición de “todos los hombres del mundo”; de
hecho conozco algunos casos de personas que vienen, atraídas por tan generosa
oferta, de países vecinos. Aclaro, por las dudas, que no soy xenófobo; sin
embargo, me duele la miseria de tantos argentinos que resultan discriminados en
virtud de una reglamentación inicua. Una discriminación semejante sufre
asimismo cualquier mujer, que es y “se siente” tal, y que no puede mejorar,
superar algún defecto, embellecer gratuitamente su anatomía femenina. Queda
excluida porque en ella sexo y “género” coinciden; la identidad sexual, su
naturaleza de persona femenina es menospreciada.
El Decreto que voy criticando se refiere, a través de
la Ley Nº 26.743, sobre el Derecho a la Identidad de Género, a una declaración
de la Organización de las Naciones Unidas sobre “Derechos Humanos, Orientación
Sexual e Identidad de Género”, de la cual la República Argentina es signataria.
El apoyo internacional de una disposición injusta no la torna legítima. O dicho
al revés, ¿por qué adherir a una interpretación sesgada, torcida de los
derechos humanos? ¿Cómo hablar entonces de soberanía? El positivismo jurídico
arrasa con el derecho de las personas y con el sentido común. Una ley es justa,
legítima, es realmente legal, en suma es ley, si se ordena al bien común; no lo
es si para proteger presuntos derechos de algún grupo infiere un detrimento a
la multitud.
El Decreto 903/2015 coincide con los ejemplos clásicos de leyes
injustas y discriminatorias; es deber del Presidente de la Nación derogarlo. En
realidad, si quisiera cumplir según justicia sus deberes, tendría mucho trabajo
en este campo. Desde hace varios años los legisladores legislan frecuentemente
en contra del orden natural, de la razón humana y de la ley divina; lo hacen
muchas veces con una ligereza sorprendente, sin respetar incluso las normas y
las prácticas más elementales de un régimen republicano.
La iniquidad a la que me refiero en esta nota se suma
a tantas otras que soporta diariamente el pueblo argentino. El ladrón se burla
de los barrotes y corre libre por las calles; las madres del dolor lloran por
sus hijos asesinados para arrebatarles un mísero celular; en las plazas y en
las esquinas de las escuelas donde los chicos podían comprar globos o pochoclo,
hoy se vende “paco” y cocaína; los hijos se encuentran a menudo separados de
sus padres como los granos de maíz del marlo a causa de la inestabilidad de las
familias; los organismos de justicia están alejados de la gente y las víctimas
reclaman a los jueces la justicia que como derecho natural les corresponde y
sin la cual no puede trabarse una auténtica convivencia civil.
Se puede añadir
todavía a la lista de desgracias el miedo que reina ante una violencia
incontrolable, y la decadencia del decoro, del pudor, estimulada por los
pésimos modelos de la gente famosa. ¡Feliz la familia que logra sustraer a sus
hijos de la vorágine del “todos lo hacen” y los conserva normales, sanos y
salvos!
La confusión señalada entre lo legal y lo legítimo se
proyecta al concepto de discriminación. Los “lobbies” se han abierto paso a los
codazos y han impuesto qué debe entenderse por ese término mágico; lo han
convertido en una ideología. Los antidiscriminadores discriminan el bien, la
razón, la justicia, el sentido común, la naturaleza, y, por supuesto, a Dios.
El Secretario de Derechos Humanos de la Nación podría
incluir entre sus preocupaciones más urgentes la horrenda discriminación de la
mayoría del pueblo argentino, de la multitud sufriente de los pobres y de los
enfermos establecida en el Decreto 903, para denunciarla como es de su oficio.
Los derechos humanos brotan de la naturaleza de los hijos de Adán, según los
quiso el Creador, varones y mujeres; no pueden alienarse en el poder de los
ideólogos, ni ser usados como un “curro” más, una moneda de intercambio, por
los gobiernos de turno.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata