por Eduardo Gómez
Religión en Libertad,
26 octubre 2018
La economía no es una forma de existencia, solamente
la base de la subsistencia. Algo tan sencillo resulta difícil de encajar para
los economistas de nuestros tiempos, tal como para los del pasado. Si los
diferentes métodos de producción no son capaces de fabricar razones para vivir,
distintas maneras de ver la existencia, por contra, pueden propiciar viables
modos de subsistir. Así lo entendieron Hilaire Belloc y G.K. Chesterton cuando
apostaron fuerte por el distributismo, basándose en la doctrina social de la
Iglesia.
Más que una teoría económica, empezó siendo una
filosofía económica. No fue una línea equidistante entre el capitalismo y el
socialismo, fue una alternativa frontal que figuraba en otro plano muy
diferente. El distributismo fue eclipsado por el ruido ensordecedor de ese
monstruo bicefálico formado por el capitalismo y el comunismo, que aún mantiene
abducido al hombre. Empero dialécticamente demostró que el hombre no era ni el
objeto de la producción manufacturera, ni el objeto de la producción
revolucionaria: tenía que ser el protagonista de la Historia y de la Economía.
Los economistas que hoy minusvaloran a los
distributistas se equivocan, como se equivocaron los de su época. Fueron los
primeros pensadores en advertir que el principal agente económico no era ni la
empresa ni el Estado, era la familia: la primera unidad creadora. El primer
átomo de la civilización también iba a crear la Economía. El distributismo
plantea la economía desde el origen del hombre, sin caer en anacronismos: busca
una economía con el mayor número posible de propietarios de los medios de
producción. Algo nada descabellado. Hijas de esta idea son las empresas de
economía social, como las cooperativas o las sociedades laborales, formas
jurídicas de gran vigencia, que en épocas de crisis son mucho más estables.
Sin embargo, a las ideas gigantes las asola unas veces
la sombra de la sospecha, otras la invisibilidad. En los manuales para
iniciados, el sistema económico es la forma en que una sociedad da respuesta a
qué, cómo, y para quién producir, pero lo cierto es que esa es solo la cara
organizativa. También es la manifestación de una manera de entender la vida. El
distributismo no triunfó porque no interesaba: las élites tenían otros planes.
Su desarrollo no interesaba, ya que hubiera supuesto: la proliferación masiva
de cooperativas, la preeminencia de las pequeñas y medianas empresas y la
afluencia de sociedades participadas por trabajadores. Hubiera dado lugar a una
economía con mayores sinergias entre muchos, a una mayor productividad del
factor humano por sí mismo, a un incremento del capital humano, a una mayor
solidez del empleo, a una actividad productiva más diversa y equilibrada y a un
funcionamiento más saludable de los mercados, donde las grandes compañías
hubieran conocido rival.
No se puede decir que la idea del distributismo fuera
cosa de diletantes: algunos ínclitos economistas como el alemán E.F. Schumacher
lo asimilaron y desarrollaron sin vacilaciones. En España, a principios del
siglo XX, se habían creado numerosas asociaciones agrarias, cajas de ahorros,
cooperativas de trabajo y sindicatos: en total, más de novecientas
organizaciones. En Inglaterra, en nuestros días, algunos partidos políticos
defienden ideas distributistas.
El distributismo es la única corriente de pensamiento
que privilegió el factor humano por encima del capital, sin descartar la
importancia de este último y manteniendo el derecho a la propiedad privada.
También solucionó el dilema entre supervivencia y conciencia, que jamás
abordaron los sistemas económicos convencionales. Para el capitalismo la
eficiencia de los mercados era incompatible con la conciencia y ocurría otro tanto con la producción
colectiva del socialismo.
El distributismo no venció (tal vez no era su guerra),
pero convenció. Chesterton creía en el distributismo. A diferencia de muchos
economistas y filósofos coetáneos, él sí creía en el Hombre. En su horizonte
veía un hombre nuevo: el hombre distributista.