de “cambio” sexual
Por Daniel Gentile
Alfil, 2-10-18
Se realizó la semana anterior en un hospital público
de la ciudad de Córdoba una compleja intervención quirúrgica que en la jerga
que ha colonizado a Occidente se denomina “readecuación completa de género”. Ha
sido la última etapa de una historia que un individuo comenzó a recorrer cuando
se presentó ante la autoridad administrativa, y haciendo uso del derecho que le
confiere la ley, manifestó que se autopercibe como mujer. Logró de esa manera
una nueva identidad femenina. Este señor es desde hace tiempo una mujer a todos
los efectos legales.
Faltaba convertirlo físicamente en mujer, lo cual en
realidad es imposible, pues genéticamente será siempre un varón. Pero la ley lo
faculta también a exigir al Estado que se haga cargo de su tratamiento hormonal
y quirúrgico. Obtuvo, a través de una acción judicial, que se obligara a Apross
(la obra social de la provincia) a afrontar la operación. Todo, reitero, dentro
del marco legal. Lo que este sujeto ha hecho no es otra cosa que poner en
movimiento los derechos que le confiere la ley de género.
Primero se le hizo un implante de mamas, y la etapa
final consistió en la amputación parcial de sus genitales masculinos para
desarrollar un simulacro de genitales femeninos, cuidando de que conserve la
sensibilidad, con la finalidad de que pueda experimentar algo parecido al
placer que vive una mujer en una relación sexual.
¿Qué tiene de malo que este buen hombre se sienta
mujer o quiera serlo? Nada. No le hace daño a nadie.
El problema comienza cuando se advierten ciertas
implicancias contra terceros que derivan de la legislación de género.
Esas consecuencias comienzan a hacerse evidentes en el
segundo eslabón legal de esta cadena, que consiste en una obligación “erga
omnes” de reconocer como verdadera su fantasía. Dicho en otras palabras, y como
ya lo hemos aprendido luego de años de prédica comunicacional, quien cometa el
desliz de decirle “señor” podrá ser sancionado legalmente. Esto es grave,
porque implica que el Estado impone una obligación general de convalidar el
deseo de un individuo, penalizando a quien se atreva a poner de manifiesto su
condición biológica. En definitiva, el Estado castiga la verdad.
Pero allí no termina la cosa. El Estado también ha
asumido por ley el deber de hacerse cargo del proceso de modificación física
del autopercibido. Son tratamientos y cirugías de alta complejidad que suponen
un elevado costo económico. Conocemos las penurias por las que atraviesan las
personas que cotidianamente deben recurrir a la salud pública. Sin embargo, el
Estado está más presente que nunca –y no es para menos porque esa presencia
será generosamente compensada con una amplia cobertura en las secciones
“diversidad” y “género” de la prensa hegemónica- cuando se trata de financiar
la fantasía de un señor que quiere ser señorita.
Una parte considerable de la población ignora estas
cosas, y otra parte ha terminado asimilándolas mansamente, como si formaran
parte de la naturaleza. La doctrina imperante ha logrado finalmente sepultar la
biología bajo la ideología.
¿Qué tiene de malo que este señor se someta a una
operación para que su cuerpo se parezca al de una mujer? En principio, nada,
pues no le hace daño a nadie. Excepto a los contribuyentes, que se ven
obligados a solventar sus más recónditos deseos sexuales. Esto no deja de
parecerse a una afrenta en un país con una economía quebrada y una salud
pública mucho menos que precaria.
Pero hay también otro aspecto. Estas intervenciones
quirúrgicas, con mucho menos sofisticación y una frecuencia harto menor, se han
realizado en el país desde hace más de cincuenta años. Sólo que los cirujanos
terminaban imputados por lesiones gravísimas y en algunos casos presos, al
tenor del código penal por aquel entonces vigente. Se trata, nada menos, que de
la mutilación de los órganos sexuales masculinos, procedimiento absolutamente
irreversible, y del que más de una vez han terminado arrepintiéndose los
operados. Una de las víctimas de esta rebelión contra la naturaleza fue Walt
Heyer, quien luego de haber vivido ocho años como “mujer trans”, sintió que la
decisión de operarse había sido un trágico error. Sin posibilidades de
recuperar su genitalidad biológica, sólo le quedó declarar que “esta ola actual
de confusión de género es ni más ni menos que un asalto contra los niños y los
jóvenes de hoy”.
Los que han construido el estrafalario andamiaje
jurídico “de género”, y los que lo sostienen con su prédica, son los que
diariamente reclaman y promueven “tolerancia”. No es difícil advertir el
talante totalitario de esta ideología. La Constitución Nacional, en su artículo
19, últimamente tan vapuleado, ampara las acciones privadas de los hombres.
Esto implica que nadie puede ser castigado por simular pertenecer a un sexo que
no es el de su naturaleza. Pero no significa, no puede significar, que los
demás estén obligados a reconocer como verdadera esa simulación. Tampoco puede
traducirse ese deseo en la obligación del Estado –es decir de los
contribuyentes- de financiar el perfeccionamiento de esa simulación.
Lo que hacen en verdad los “nuevos paradigmas” éticos
y legales es estatizar las fantasías individuales, y obligar al resto de los
individuos no sólo a reconocerlas, sino también a pagarlas.