La Nación, editorial, 1-11-15
La Legislatura de la provincia de Buenos Aires aprobó
el mes pasado una controvertida ley que obliga a todos los organismos del
Estado provincial a incorporar trabajadores travestis, transexuales y
transgénero hasta que al menos alcancen el 1 por ciento del total de la
plantilla.
El proyecto sancionado aspira a "generar igualdad
de oportunidades ante las dificultades que tienen estas personas para lograr
una inserción laboral y trabajo digno". Comprende no sólo a las plantas de
empleados de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la provincia de
Buenos Aires, sino también a las empresas y sociedades que cuenten con
participación estatal mayoritaria.
Si se considera que los empleados públicos permanentes
del mayor distrito del país, sin incluir sociedades del Estado ni personal
contratado por tiempo determinado, rondan los 450.000, para cuando la
iniciativa sancionada sea reglamentada y tenga plena vigencia, se deberían
cubrir al menos unos 4500 puestos laborales más con personas travestis,
transexuales y transgénero.
Representantes de asociaciones civiles que las agrupan
celebraron la aprobación de la norma y recalcaron la difícil situación laboral
de estos grupos, que con frecuencia -afirman las asociaciones que los nuclean?
no encuentran otro medio fuera de la prostitución para mantenerse económicamente.
Paradójicamente, ese criterio denigra a quienes han
hecho su elección de género pues, de ningún modo, son inferiores a cualquier
persona heterosexual. Afirmar lo contrario es discriminarlos.
La norma nace viciada en su origen, ya que precisamente
viola el principio de igualdad ante la ley, que es precisamente el esgrimido
para evitar normas discriminatorias, tal como lo reclaman las campañas
realizadas por las organizaciones de gays, lesbianas y transgénero, en su lucha
por la igualdad.
El vicio en este caso es claro y consiste en que la
ley aprobada consagra precisamente un privilegio que no debiera consagrar.
La elección de género es un derecho individual,
personalísimo, que a la vez no justifica discriminaciones, no puede amparar
privilegios que violen el derecho de igualdad ante la ley protegido
constitucionalmente.
Actualmente, los homosexuales no están discriminados
legalmente, tienen derecho a la igualdad constitucional, pero leyes como las
que nos ocupan, discriminan a los demás ciudadanos con posibilidades a aspirar
a esos cargos, les reducen el porcentaje de oportunidades para acceder a ellos.
El requisito para la función pública es únicamente la
idoneidad, como reza el artículo 16 de la Constitución Nacional: "Todos
sus habitantes (de la Nación Argentina) son iguales ante la ley, y admisibles
en los empleos sin otra condición que la idoneidad". Precisamente, ésa es
la vara que debe medir la admisión de las personas a los cargos, y no su
elección de género.
En su momento, la ley de cupo femenino, sancionada en
1991, estableció en el orden nacional un porcentaje mínimo de participación de
mujeres (30 por ciento de los lugares considerados expectables) en las listas
de candidatos a determinados cargos electivos, y fue muy criticada por las
propias feministas por entender que su aplicación determinaba una
discriminación al revés. Entendían que las colocaba en una categoría
protegible, que las minusvaloraba el hecho de que sólo con un cupo garantizado
pudieran acceder a los cargos elegibles cuando, como mujeres, estaban igualadas
para competir con todos los candidatos masculinos por la totalidad de los
puestos en las nóminas electorales.
Una persona homosexual no debe tener derecho a un
cargo por su elección de género. Sí tiene todo el derecho a no ser discriminada
por esa elección, pudiendo competir con cualquiera ante cualquier nombramiento.
Al margen de tales consideraciones, es necesario
recordar que muchas veces esta clase de normas se tornan impracticables por
diferentes motivos. Desde hace mucho tiempo, existen en el orden nacional y en
un buen número de provincias y municipios leyes que obligan a las
administraciones públicas, entre ellas, la bonaerense, a incluir el 3% de
personas con capacidades diferentes en la planta de trabajadores estatales. Sin
embargo, en la mayoría de los organismos oficiales, este cupo dista de ser
cumplido. No se protege a quien necesita protección y, en cambio, se privilegia
a quien no la necesita.
La persona homosexual no padece una discapacidad ni
mucho menos: la historia lo demuestra suficientemente.
El Estado debería garantizar la integración y la no
discriminación mediante otros mecanismos serios de selección, dejando que el
acceso a los puestos laborales en el sector público quede librado
exclusivamente a las condiciones de idoneidad para cada cargo, evaluadas a
través de procedimientos imparciales, como los concursos por antecedentes,
independientemente del género y de la elección sexual de cada postulante.