Alfonso Aguiló
Pastrana.
Escritor, ensayista y
Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la Educación (IEEE).
“La humanidad no
puede liberarse de la violencia
más que por medio de
la no violencia”.
Mahatma Gandhi
El genocidio de La
Vendée
El 7 de agosto de
1790, en plena euforia de la Revolución francesa, el diario Mercure de France
aseguraba: "El primer autor de esta gran revolución que asombra a Europa
es, sin duda, Voltaire. Él no ha visto todo lo que ha hecho, pero él ha hecho
todo lo que nosotros vemos. Es él quien ha abatido la primera y más formidable
barrera del despotismo".
Pocos meses después,
sus restos mortales, que habían sido enterrados casi en el silencio trece años
antes en Ferney, entraban triunfalmente en el Panteón de Hombres Ilustres de
París, entre aclamaciones de multitudes.
Quizá el juicio de
aquel diario parisino fuera exagerado respecto a la influencia de Voltaire —el
famoso Patriarca de la tolerancia— en la Revolución francesa, pero no cabe duda
de que fue el principal demoledor de las formas anteriores, y quien abrió paso
a Rousseau, que proporcionaría a la Revolución francesa su base intelectual.
Rousseau, con su obra
Contrato Social, creó el concepto de Voluntad General —la suma de voluntades de
los hombres—, reconocida como "santa", "inviolable" y
"absoluta". Desencadenó la revolución en busca del Estado perfecto,
fundado en la supuesta unidad entre moral civil y decisión soberana, pero que
acabó —era previsible— en el Estado totalitario vestido con las galas de la
legalidad de una Voluntad General. La idea inicial del hombre autónomo acabó
por desembocar en un Estado totalitario.
Junto a ello, y como
señala Paul Hazard, se abrió un proceso como jamás lo hubo: el proceso contra
Dios. El 13 de abril de 1790, la Asamblea Nacional rechazó el catolicismo como
religión nacional. El 12 de julio se decretó la expropiación de los bienes
eclesiásticos. El 27 de noviembre se exigió a todos los dignatarios
eclesiásticos jurar acatamiento a la nueva ordenación legal del clero.
Los sacerdotes y
religiosos hubieron de refugiarse en la clandestinidad, como en tiempos de las
catacumbas, y más de 40.000 —unos dos tercios del clero francés— fueron
deportados o guillotinados: desde todos los lugares de Francia, cargados en
carretas de caballos o de bueyes, encerrados en jaulas, muchos eran conducidos,
ayunos durante un viaje de días y aun semanas, a Burdeos, Brest y Nantes para
ser allí embarcados con destino a la Guayana; tan solo la mitad aproximadamente
llegarían con vida a su destierro.
El 8 de junio de
1793, mientras el populacho saqueaba los templos por todas partes y entronizaba
en ellos a meretrices como expresiones de la diosa Razón, Robespierre proclamó
la "Religión del Ser Supremo". Se abolió el calendario, los nombres
de los santos, e incluso las campanas de los edificios religiosos.
Las carretas
atestadas de víctimas de la guillotina serían un espectáculo incesante y
habitual por las calles de París. Pero el cuadro del horror alcanzaría su punto
culminante con los asesinatos de septiembre y las bárbaras torturas y
vejaciones a que se recurrieron para aplastar la reacción de los campesinos
católicos de La Vendée.
La historia conocía
ya abundantes ejemplos de guerras y represiones por motivo de religión, que han
sido terribles muestras de las crueldades a que a veces ha llegado a lo largo
de los siglos la intolerancia religiosa. Pero aquella bestial represión de los
católicos de La Vendée fue, como ha dicho Pierre Chaunu, la más cruel entre
todas las hasta entonces conocidas, y el primer gran genocidio sistemático por
motivo religioso. Y quizá lo más lamentable fuera que —también por primera vez
en la historia— esta masacre se llevó a cabo bajo la bandera de la tolerancia.
El asunto no quedó en
el frenético y sangriento sube y baja de la rasuradora nacional que en su día
inventara Guillotin. Al primer asalto en masa siguió una fría organización del
genocidio.
En agosto de 1793, la
Convención de París expidió un decreto disponiendo que el Ministerio de la
Guerra enviase materiales inflamables de todo tipo con el fin de incendiar
bosques, cultivos, pastos y todo aquello que arder pudiera en la comarca.
"Tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional", exclamó
el general Turreau, uno de los principales responsables de la matanza.
Como narra Hans Graf
Huyn, fueron violadas las monjas; cuerpos vivos de muchachas soportaron el
descuartizamiento; se formaron hileras con los niños para ahogarlos en
estanques y pantanos; mujeres embarazadas se vieron pisoteadas en lagares hasta
morir, y en aldeas enteras los vecinos perecieron por beber agua que había sido
envenenada. Casi ciento veinte mil habitantes de La Vendée fueron asesinados, y
arrasadas decenas de miles de viviendas.
La cuestión de fondo
de aquel enfrentamiento —como observa Jean Meyer— no estuvo en la disyuntiva
entre monarquía o república, ni fue un conflicto entre estamentos, sino que
consistió más bien en la decidida intención de extirpar esas creencias sin
reparar en medios.
El patriarca de la
tolerancia
El relato que
antecede no parece mostrar que la tolerancia fuera el valor más destacable en
los responsables de aquella transmutación política.
Sin restar el mérito
que se les debe por el avance histórico que supuso hacia el establecimiento de
un sistema de separación de poderes y de mayor defensa de las libertades, y
comprendiendo también que los errores cometidos por algunos no pueden hacernos
negar todos los otros muchísimos valores positivos de aquel proceso, sí parece
que detrás de todo aquel sistema de pensamiento latía una concepción errada de
lo que debe ser la tolerancia.
La cuestión de la
tolerancia había sido tratada ya con cierta amplitud bastantes años atrás por
filósofos como Locke, Bayle y Bernard. Pero fue Voltaire quien contribuyó como
ningún otro a difundir, en su época y en los siglos posteriores, una apasionada
defensa de la tolerancia en todo el mundo occidental: se denominó a sí mismo
Patriarca de la tolerancia, y con ese título ha pasado a la historia.
Voltaire había nacido
en Chatenay, cerca de París, en 1694. Fue un escritor de talento y fecundidad
indudables, y quizá el más caracterizado representante del movimiento
iluminista del siglo XVIII. En él se encarnó perfectamente aquel espíritu
antitradicional, racionalista y agnóstico del siglo de las luces. Con su
brillantez como divulgador y su enorme capacidad crítica, logró ejercer una
notable influencia en la difusión de unos principios filosóficos, sociales y
políticos que aún siguen informando la cultura actual.
Su Tratado sobre la
tolerancia, publicado en 1763, mantiene como tesis principal la necesidad de
establecer la más amplia tolerancia y libertad dentro de la sociedad, como
garantía de la paz y la concordia social, el sentido de humanidad y la
erradicación de la violencia y la injusticia.
Cómo no acabar en la
ley de la selva
Voltaire se plantea
en un determinado momento una pregunta crucial: ¿por qué no he de hacer a otros
lo que no querría que me hicieran a mí, si yo, haciendo eso, salgo ganando?
Para resolverlo, no
duda en acudir a la idea de un Dios remunerador que castigará después de la
muerte todos los delitos, también los ocultos. Voltaire pensaba que es tal la
debilidad y perversidad del género humano, que necesita de la religión como
freno en su maldad: "en todas partes donde exista una sociedad establecida
—decía—, es necesaria una religión, pues las leyes vigilan sobre los crímenes
conocidos, pero la religión lo hace también sobre los crímenes ocultos".
Pensaba Voltaire que
si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los
hombres acabe por ser la ley de la selva, la ley del más fuerte: "No
querría vérmelas con un monarca ateo —explicaba— porque, en caso de que se le
metiese en la cabeza el interés en hacerme machacar en un mortero, estoy bien
cierto de que lo haría sin dudarlo. Tampoco querría, si fuese yo soberano,
vérmelas con cortesanos ateos, que podrían tener interés en envenenarme;
necesitaría tomar cada día antídotos de todo tipo. Es, pues, absolutamente
necesario para todos que la idea de un Ser Supremo, creador, gobernador,
remunerador, esté profundamente grabada en los espíritus".
Voltaire se separó
así completamente de Bayle —considerado como el iniciador del iluminismo
francés—, que había defendido la tesis de que una sociedad de ateos puede
perfectamente subsistir en paz y concordia. Voltaire consideraba imprescindible
el freno moral de la religión, y para reforzar la tolerancia acepta —por su
simple utilidad práctica— un concepto de Dios impersonal y genérico.
Como ha señalado
Fernando Ocáriz —cuyo estudio sobre el Tratado seguimos en estas páginas—, esa
instrumentalización de Dios va llevando a Voltaire, poco a poco, a un gran
escepticismo. Voltaire no postula propiamente la tolerancia del error
(tolerancia que, ciertamente, puede y debe existir con frecuencia), sino la
tolerancia como actitud exigida por la imposibilidad de llegar a la verdad: una
tolerancia universal entendida como indiferencia, y fundamentada en el supuesto
de que no existe la verdad ni el error, sino solo opiniones.
¿Intolerantes con el
intolerante?
El problema de los
límites de la tolerancia ha sido siempre el gran problema de fondo de la
tolerancia, en el que han ido embarrancando pensadores del más diverso estilo.
Locke, por ejemplo,
había formulado sus límites diciendo que "el magistrado no debe tolerar
ningún dogma contrario a la sociedad humana o a las buenas costumbres
necesarias para conservar la sociedad civil". La idea parece acertada,
pero para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, el
problema está, como siempre, en qué criterio tomar para determinar lo que son
buenas costumbres, o qué se entiende por dogma contrario a la sociedad humana.
Voltaire también
señaló unos límites bien precisos a la tolerancia: "lo que no es tolerable
—decía— es precisamente la intolerancia, el fanatismo, y todo lo que pueda
conducir a ello".
Este postulado
volteriano —"lo único que no se puede tolerar es la intolerancia"—
resultó una expresión bastante feliz, puesto que, desde que fue lanzada en el
siglo XVIII, ha sido repetida de forma lamentablemente frecuente hasta nuestros
días.
Sin embargo, si lo
analizamos un poco, podemos observar que no es serio decir que no puede
tolerarse la intolerancia, pues esa idea tiene el inconveniente de que
fundamenta los límites de la tolerancia en la tolerancia misma, e incurre con
ello en una sutil contradicción.
—¿Por qué? Parece
razonable decir que no puede tolerarse que haya gente intolerante.
Hay que precisar bien
el sentido de las palabras. Hemos quedado en que hay cosas que no se pueden
tolerar, y con ellas —por decirlo así— es preciso ser intolerante. Podrían
ponerse muchos ejemplos.
La policía y los
jueces son intolerantes con los asesinos y violadores, pues los persiguen y
condenan. ¿Eso supone que se debe a su vez ser intolerante con la policía y los
jueces por haber sido ellos intolerantes?
Los agentes de
tráfico o de aduanas son también intolerantes con quienes no cumplen las normas
de circulación o de aduanas. ¿Se debe ser intolerante con esos agentes por su
intolerancia de impedir con sus multas esas infracciones?
Puede ser lícito —y a
veces una obligación imperiosa— no tolerar algunas acciones que son dignas de
castigo. Eso es ser intolerante con esos errores. Según el enunciado de
Voltaire, habría que ser a su vez intolerante con esa intolerancia.
El gran postulado
volteriano de que "no se puede tolerar la intolerancia descansa sobre un
círculo vicioso de bases inconsistentes.
La tolerancia
volteriana se reduce a una curiosa forma de indiferencia —escondida tras una
loable búsqueda de la paz y la concordia—, que parece querer tolerarlo todo. Y
esto, como hemos visto, es bastante ingenuo, a no ser que con ello se busque
ganarse demagógicamente el falso derecho a no ser importunado con exigencias
que no encajen con las propias pretensiones.
La patente de corso
volteriana
Voltaire dedica todo
el capítulo 8º de su Tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante
del pueblo romano. Cuando llega la hora de hablar de la crueldad de las
persecuciones contra los cristianos, lo justifica (aparte de señalar que el
número de los mártires no fue tan elevado como suponen los católicos, un
curioso argumento) diciendo que fueron los cristianos quienes violentaron el culto
tradicional, y que por tanto son ellos los verdaderamente intolerantes. Y que
como intolerantes que eran, fueron justamente reprimidos de modo intolerante.
En otro momento,
refiriéndose a Japón, justifica la atroz persecución contra los jesuitas en ese
país, diciendo que los japoneses practicaban en su imperio doce religiones
pacíficamente, y llegaron los jesuitas queriendo introducir la decimotercera. Y
hablando sobre una situación similar en China, dice que "es verdad que el
gran emperador Tont-Ching, el más sabio y magnánimo, quizá, que haya habido en
China, ha expulsado a los jesuitas, pero no porque fuese intolerante, al
contrario: porque los jesuitas lo eran".
Una y otra vez sale a
relucir una intolerancia visceral hacia todo lo católico. A la hora de
justificar la intolerancia, suele presentar precisamente casos en que es
ejercida contra los católicos. Y cuando se trata de poner ejemplos de
atropellos y de actitudes intolerantes ridículas, suelen aparecer siempre
católicos como culpables de ellas.
Cuando habla sobre la
discriminación de los católicos ingleses, comenta: "Yo no digo que los que
no profesan la Religión del Príncipe (o sea, los que no son anglicanos) deban
compartir los puestos y los honores con quienes profesan la religión dominante
(los anglicanos). En Inglaterra, los católicos (...) no tienen acceso a los
empleos públicos, y pagan el doble de impuestos, pero por lo demás gozan de
todos los derechos de los ciudadanos". Es un consuelo —habría que decirle—
que solo les hagan pagar el doble de impuestos, y que al menos les permitan
vivir, aunque sin muchas facilidades para el empleo.
Como se ve con solo
estos pocos ejemplos, la idea de que "hay que ser intolerante con el
intolerante" es para Voltaire una patente de corso que le permite justificar
actitudes intolerantes que difícilmente aprobaría un observador sensato.
Un eficaz artificio
con el que el intolerante suele disfrazarse de hombre tolerante: él mismo juzga
quién es el intolerante y qué castigo merece recibir en nombre de “su” concepto
de tolerancia.
En los siglos
anteriores, la intolerancia había sido cierta y lamentablemente frecuente en la
historia, pero hasta entonces nadie se había atrevido a ejercer esa
intolerancia en nombre de la mismísima tolerancia.
Un nuevo estilo de idolatría
Hay que reconocer en
Voltaire un fondo latente de rectitud en muchas de sus tomas de posición frente
a las importantes injusticias de la sociedad civil de su tiempo, y agradecer
sus servicios contra ciertas actitudes de fanatismo frecuentes por entonces.
Sin embargo, puede
decirse que su errado concepto de la tolerancia influyó muy negativamente en
mentalidades posteriores.
Con el paso de los
años, el hueco que en Voltaire ocupaban las creencias religiosas pasó a ser
ocupado en gran parte por las ideologías. Se intentó elaborar una moral sin
Dios en la que se quiso mezclar el moralismo iluminista con la frialdad de la
ética kantiana.
Surgió un radical
positivismo jurídico, teórico o práctico, según el cual el fundamento del
Derecho sería solo la autoridad del Estado, que es quien define de modo único y
absoluto lo que es justicia e injusticia. El concepto del bien, de la justicia
y de la tolerancia quedaban así reducidos a los dictados de la ley vigente en
cada momento.
Como era previsible,
aquellos intentos pronto atrajeron una fuerte oleada de determinismos
totalitarios. Determinadas dimensiones parciales del ser humano (clase, raza,
nación, ideología) pasaron a considerarse valores absolutos —lo que Paul Tilich
denominó "tendencias idolátricas de nuevas cuasi-religiones"— y, al
hacerlo, se generaron clamorosas injusticias.
Su degeneración
paulatina concluyó en el idealismo marxista, el comunismo stalinista, el
nazismo hitleriano, el fascismo, y otros totalitarismos que trajeron consigo
flagrantes atentados contra la vida y la libertad humanas.
Una historia de
resistencia absoluta a una infamia
En la ciudad de Ulm
—cuenta Claudio Magris— vivían los hermanos Hans y Sophie Scholl, y hoy, en
reconocimiento a su memoria, una escuela superior lleva su nombre. Los dos
hermanos fueron detenidos, condenados a muerte y ejecutados en 1943 por su
activa lucha contra el régimen hitleriano.
Su historia es el
ejemplo de la resistencia absoluta con que supieron rebelarse a algo que a casi
todos parecía una obvia e inevitable aceptación de la infamia.
Combatían con las
manos desnudas contra la impresionante potencia del Tercer Reich. Hacían frente
al aparato político y militar del estado nazi provistos únicamente de un
ciclostil con el que difundían las proclamas contra Hitler.
Eran jóvenes, y no
querían morir. Les disgustaba alejarse del encanto de vivir, como dijo muy
tranquila Sophie el día de la ejecución. Pero sabían que la vida no es el valor
supremo, y que solo satisface realmente cuando se pone al servicio de algo que
es más que ella, que la ilumina y calienta con tanta claridad como nos ilumina
y nos calienta el sol. Por eso marcharon serenos al encuentro con la muerte,
sin miedo, sabiendo que morían defendiendo algo grande, algo en lo que creían.
El caso es que estos
dos hermanos murieron luchando contra un régimen —el Tercer Reich nazi—
establecido a partir de unas elecciones democráticas libres. Hitler contaba con
el respaldo mayoritario de la población, pero... ¿han de ser por eso justas sus
leyes?
¿De dónde toman las
leyes humanas su poder normativo? ¿De sí mismas?; si así fuera, todo mandato
sería siempre justo, aunque lo diese un tirano para oprimir a los demás. ¿Del
consenso de la mayoría y de unos requisitos técnicos sobre la forma de ser
aprobada y promulgada?; entonces, sería justa cualquier atrocidad que fuera
aprobada por una sociedad corrompida. ¿Se podría llamar justicia a eso? ¿Fue
ilegítima la "intolerancia" de esos dos hermanos ante el Reich?
—Pienso que fue
legítima. El problema es cómo evitar que los sistemas puedan derivar en
atrocidades de ese tipo, cosa que no parece nada fácil.
La única manera de evitar
esas aberraciones es procurando que la sociedad sepa reconocer en el hombre su
inviolable dignidad, y que después elija legisladores que también lo hagan.
La historia parece
empeñada en señalar que cuando una sociedad se niega a reconocer la verdad trascendente,
triunfa la fuerza del poder. Ahí radica la esencia última de los totalitarismos
modernos, que no es otra sino el secuestro y la relativización de la verdad,
que lleva fácilmente, por su propia lógica interna, a que los gobernantes
utilicen su autoridad con fines de poder: si no reconocen ninguna verdad por
encima de ellos, la sociedad queda expuesta a que esa autoridad degenere con
más facilidad.
Límites al derecho a
obrar según las propias convicciones
Auschwitz no fue un
producto de supersticiones ni de pasiones o sentimientos oscuros. Auschwitz es
una determinación racional, un mal que se decide y se construye
científicamente, con los ojos abiertos, en la calma de gabinetes de estudio.
Se trataba de
construir un mundo y un hombre racionales, lo que implicaba la eliminación de
todo hombre que no respondiera al concepto nazi de hombre sin taras. Se buscaba
la supresión de todo rastro de superestructura ética o religiosa, artística o
filosófica, que pudiera siquiera insinuar que el hombre es una realidad por
encima de las ciencias naturales.
El Reich fue una
poderosa maquinaria que actuó con gran coherencia respecto a sus convicciones.
La pregunta es: si alguien tiene la convicción de que es necesario exterminar o
subyugar a todos los que no sean de su propia raza, ¿tiene derecho a actuar
según esa convicción? Parece evidente que no.
El derecho a actuar
libremente según las propias convicciones no es un derecho absoluto, por no ser
tampoco absoluta la libertad.
Es una realidad que,
además de responder a la esencia misma de libertad y de los derechos de la
persona, resulta bastante evidente para el sentido común. Creo que podría
bastar con casi solo citar el ejemplo de Hitler o de Stalin para comprenderlo.
Es necesario defender
la libertad. Las personas son libres de hacer lo que quieran; pero eso es muy
distinto de decir que harán siempre bien haciendo lo que quieran, porque se
puede emplear ilegítimamente la libertad.
Hitler era libre de
exterminar a aquellos millones de personas —tanto es así, que efectivamente lo
hizo—, pero eso es muy distinto a decir que con ello estuviera empleando
legítimamente esa libertad.
Es más, si alguien
—con medios lícitos— hubiera podido impedirle usar de esa libertad, no habría
hecho nada ilegítimo: habría hecho un gran servicio a la humanidad; incluso
habría sido ilegítimo que quien hubiera podido impedirlo con medios lícitos no
lo hubiera hecho (perdón por el nuevo trabalenguas).
La libertad humana no
es absoluta, sino relativa a una verdad y a un bien que son independientes de
ella, y a los que debe dirigirse, aunque tenga efectivamente el poder de no
hacerlo.
Por otra parte,
cuando en uso de la libertad se opta por el mal o el error, es cierto que se
actúa libremente, pero es cierto también que entonces la libertad se encamina
—más o menos deprisa— hacia su autoliquidación, pues en lo sucesivo irá
quedando cada vez más condicionada —y a partir de cierto momento, esclavizada—
por la correspondiente adicción a la mentira o al vicio correspondiente.
Ese límite de la libertad
no es un obstáculo, sino una condición para que la libertad exista realmente y
para que pueda desarrollarse. Comprender el carácter no absoluto del derecho de
las personas a obrar según sus propias convicciones es muy necesario para
precisar el concepto de tolerancia.
De lo contrario, se
caería de nuevo en el relativismo, donde las nociones de justicia e injusticia,
bien y mal, no tienen más valor que el valor que tiene la opinión. Con el
relativismo se pierde el sentido de ley o acción justa. El Derecho y la Moral
quedan reducidos a consensos y acuerdos provisionales. Y acaba entonces por
hacerse realidad aquella sincera y feliz afirmación de Karl Marx —explicando su
concepción de la sociedad en su obra La ideología alemana—, cuando aseguraba
que el Derecho no es más que un aparato decorativo del poder.
¿Quién dice cuál es
la ley natural?
—De todas formas, hay
quien afirma que la ley natural es un concepto ya superado, pues nadie puede
fijar claramente cuál es.
No parece serio
considerar la ley natural como algo ya superado. Hay que tener en cuenta que,
al fin y al cabo, en ella está el origen del concepto moderno de derechos
humanos.
Solo partiendo de una
ley natural puede hablarse de que el hombre posee unos derechos naturales
inalienables, que le pertenecen como individuo con carácter previo y preferente
a cualquier sociedad civil (más bien, las sociedades civiles existen para
garantizar esos derechos y de ello adquieren su legitimación).
—Bien, pero... ¿quién
dice cuál es esa ley natural?
No voy a arrogarme yo
esa función, por supuesto. Pero sí digo que carece de sentido racional
pretender que sea cada uno quien determine para sí cuál es esa ley natural. Si
se quiere hablar de derechos humanos inalienables y de carácter universal,
resulta imprescindible reconocer que hay un fundamento trascendente, universal
y objetivo en la Moral y en el Derecho.
Como ha escrito
Alejandro Llano, si se partiera de que la verdad es algo puramente convencional
e inaccesible, las opiniones encontradas serían solo expresión de intereses en
conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva
nada valdrían. Lo que imperaría sería entonces el poder puro, la violencia
clamorosa o encubierta, tan dolorosamente presente con frecuencia en la
actualidad internacional.
Hay muchísimas
manifestaciones de la ley natural que aparecen bien claras para cualquiera:
todo cuanto atenta contra la vida inocente; cuanto viola la integridad de la
persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o
físicas, los intentos sistemáticos de dominar la mente ajena; cuanto ofende a
la dignidad humana, como son las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la
esclavitud, el turismo sexual y la trata de jóvenes; o las condiciones
laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de
lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana.
Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, deshonran
más a sus autores que a sus víctimas, y degradan incuestionablemente la
civilización humana.
La existencia de una
ley natural de origen divino ha formado parte, al menos desde Aristóteles, de
la tradición filosófica occidental. Los intentos de reformular el sistema de
valores en términos puramente racionales o filosóficos han solido dar
resultados parecidos a las viejas concepciones religiosas de la moralidad y la
dignidad humana.
Por ejemplo, el
concepto de derechos humanos, proclamado en la Declaración de Independencia
Americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución
Francesa, se funda en el presupuesto de que existen derechos naturales y una
ley natural.
—Hablabas antes de
origen divino. ¿Te parece imprescindible recurrir a Dios para fundamentar esos
derechos humanos?
Pienso que el único
fundamento inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios
ha conferido al hombre esa singular dignidad.
De todas formas, es
evidente que esto no obliga a creer en Dios a todo aquel que desee respetar
esos derechos. Más bien, creer en Dios ayuda a proteger el enunciado de estos
derechos. Lo cual, al fin y al cabo, es siempre una garantía más en quienes son
creyentes.
—¿Y no te parece que
bastaría con que cada uno busque su felicidad y respete a los demás, sin
necesidad de nada trascendente?
Es la vieja tesis del
individualismo, por la que si todos buscan su felicidad propia, se seguirá el
mayor bien para el mayor número de personas. Es muy bueno, lógicamente, buscar
la propia felicidad y respetar a los demás, pero si echamos una mirada a la
historia, antigua o reciente, comprobamos que si eso se queda en una mera
sacralización del egoísmo, es una utopía que no tiene suficientemente en cuenta
las diferencias de poder entre los distintos individuos cuyos deseos entran en
conflicto.
El miedo latente a la
intolerancia nazi y stalinista
—Tras aquellos
horrores del totalitarismo, muchos han defendido que lo mejor para evitar tales
locuras era declarar que carece de sentido hablar de verdades objetivas.
Prefieren que todas las verdades sean provisionales, porque dicen que así nadie
tendrá fundamento para imponerlas a los demás por la fuerza.
Ese razonamiento
adolece de un error de diagnóstico. Si las ideologías totalitarias imponen
ilegítimamente la razón de Estado —o de raza, o de clase— es precisamente
porque parten de un gran relativismo moral.
Por ejemplo, a lo
largo de la historia, y especialmente durante las purgas estalinistas, el
comunismo aplicó repetidamente el principio del relativismo marxista—leninista
—enunciado por Georg Lukács— por el que "la ética comunista hace que el
deber más alto sea aceptar la necesidad de hacer el mal".
Como no reconocían
ninguna verdad absoluta que pudiera cruzarse en el camino de la revolución y la
construcción de su ideal de Estado, cualquier atropello al ser humano podía ser
justificado si se hacía con un fin adecuado. Y así irrumpió en la historia una
nueva forma —quizá un poco más enmascarada— de decir que el fin justifica los
medios.
Es preciso repetir
que el mal no puede ser combatido con el mal. Como señaló Mahatma Gandhi,
"de un mal puede surgir un bien, pero esto depende de Dios, no del hombre;
el hombre debe saber solamente que el mal viene del mal, igual que el bien se
explica por el bien. La lección que hay que sacar de la tragedia de la bomba
atómica no es que nos libraremos de su amenaza con solo fabricar otras bombas
más destructivas todavía. La humanidad no puede liberarse de la violencia más
que por medio de la no violencia".
La tolerancia es más
segura cuando se nutre de unas
convicciones firmes. Creer en verdades objetivas no dificulta la tolerancia. Se
genera intolerancia cuando se niega una verdad objetiva muy importante: que es
inmoral violentar las conciencias.
La Razón Histórica, Nº
23, setiembre 2013