por Walter Giannoni
Puede decirse que la
polémica desatada por la instalación de una planta productora de semillas de
maíz transgénico de la multinacional Monsanto en Malvinas Argentinas tiene un
corte netamente político. Pero no como descalificativo, sino entendiendo la
política como ese espacio donde confluyen no sólo los políticos “profesionales”
sino también la ciudadanía, con sus percepciones, criterios, afinidades y
militancias.
Desde el punto de
vista industrial, el proyecto, que promete inversiones por 1.500 millones de
pesos y 400 puestos de trabajo directos de aquí a seis años, no incluye
demasiadas complejidades. Se trata de una enorme instalación metalmecánica que
recibe el “choclo”, le quita la chala, lo desgrana y a ese maíz le agrega dosis
mínimas de insecticidas y fungicidas. Luego mete 80 mil granos por bolsa y las
manda al mercado agropecuario.
El impacto de la
planta procesadora en el medioambiente no es mayor (es más, incluso es menor)
del que pueden tener una automotriz, una fábrica de mosaicos, una cementera o
un puñado de colectivos con sus sistemas de escape en mal estado.
Tampoco es demasiado
valedera la aseveración de que la ubicación allí de una planta de semillas
transgénicas consolidará en la región un modelo agropecuario pernicioso y
dañino basado en el glifosato.
¿Qué ocurriría con
los productores de la zona si no se permitiese la instalación de Monsanto? La
respuesta es “nada”. Continuarían comprando la semilla que hoy se trae de Rojas
(provincia de Buenos Aires) o la que ofrecen otras marcas, como Pioneer,
Syngenta, Dow o la
Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA), de capital
nacional y atomizado.
El debate por el
glifosato tampoco encaja. Monsanto lo inventó, pero hoy ya no tiene el monopolio
(venció la patente) del herbicida que las autoridades nacionales en la materia
han clasificado como clase IV, nota que indica que “normalmente y bien usado no
ofrece peligro”.
No creer en lo que
disponen las autoridades, sospechar de sus decisiones y honorabilidad es otro
tema recurrente en la sociedad, la misma que las elige a través del voto.
Pero, además, si de
herbicidas se trata, en Río Tercero la empresa Atanor fabrica el 2.4D. Para
tener coherencia en el planteo, se debería cerrar esa fábrica, previa
reubicación de sus empleados.
Sin embargo, aun así,
el problema no terminaría, ya que Monsanto produce en Zárate sólo una versión
(la más popular entre los agricultores, Roundup) de las 200 marcas de glifosato
del mercado y el glifosato argentino es apenas la mitad de lo que consume el
mercado.
La otra parte se
importa de China, aun con Guillermo Moreno frenando las fronteras, por el
sencillo hecho de que sin este producto no hay cosechas récords de soja ni
dólares para el Estado.
Es decir, si desde la
perspectiva ambiental la planta de semillas híbridas de Montecristo no es un
problema y si el uso del glifosato para manejar los cultivos transgénicos es un
tema cuya complejidad excede largamente este proyecto industrial, la polémica
tiene un solo meollo: la maldición de llamarse Monsanto. Lo cual no es poco.
Monsanto tiene un
pasado vinculado con productos químicos tremendamente nocivos para la
humanidad, como el PCB, el “agente naranja” utilizado en Vietnam y la
somatotropina bovina. También fue acusado de sobornos en distintos lugares del
planeta y de falsificación de datos (como la biodegradabilidad del glifosato),
entre una extensa lista.
La ciudadanía de
Malvinas Argentinas que convivirá con la planta por décadas evaluando los pros
y los contras del proyecto, tiene todo el derecho a decidir si quiere dejar su
nombre atado al de la multinacional o si prefiere mantener distancia de ella.
Es una decisión totalmente política, en las acepciones más puras que esa
palabra guarda, donde juegan intereses sociales, comerciales e incluso
convicciones individuales.