Gustavo Di Palma*
Entre los fenómenos
políticos que emergieron hacia fines de la década de 1990 en la Argentina, se
cuentan la aparición de distintos movimientos sociales que ocuparon los
espacios de las estructuras partidarias tradicionales y la transformación de la
“democracia de partidos” en “democracia de audiencia”, proceso en el que la
televisión desempeña un papel muy significativo.
Pero la implantación
territorial y capacidad organizativa del PJ y la UCR mantienen su vigencia,
asentadas sobre bases electorales donde la práctica clientelar sigue siendo
moneda corriente.
Peronistas y
radicales mantienen supremacía en el ejercicio de gobiernos a nivel nacional,
provincial y municipal y son parte de una tradición nacional-popular capaz de
generar un discurso que pueda captar a distintos sectores de votantes, al
estilo de los catch all party o “partidos atrapa-todo”.
En ese marco, una buena
parte de sus recursos y esfuerzos están destinados a mantener los aparatos de
captación de fidelidades por la vía de favores políticos.
El aparato
clientelar.
La red clientelar más
poderosa está controlada y alimentada por el peronismo desde el aparato
estatal. La politóloga Inés Pousadela afirma que “si bien se ha sostenido que
en las décadas de 1980 y 1990 el peronismo se fue transformando en un partido
‘atrapa-todo’ o partido ‘profesional-electoral’, lo cierto es que aún mantiene
extensivos vínculos de nivel de base y profundo arraigo en la clase baja y
trabajadora”.
La base electoral
peronista está constituida en torno de su simbología, interpretaciones
históricas y determinadas prácticas que le otorgan una “identidad”. Pero las
nuevas generaciones de beneficiarios de recursos públicos selectivos, muy
alejadas en el tiempo de aquellos acontecimientos que hoy son parte de la
mística partidaria, carecen de la misma devoción que tenían los simpatizantes
de otras épocas.
Para Pousadela, el
peronismo no es un aparato sino una “colección de aparatos clientelares
provinciales y locales”, que no asume los rasgos burocráticos de un partido de
masas sino de un sistema de “desorganización organizada”.
El acceso directo a
los recursos estatales facilita a su base clientelar la satisfacción de
necesidades básicas, aunque no la solución estructural de los problemas
sociales.
Respecto de la
cuestión identitaria, Pousadela explica que el peronismo “actualmente interpela
a sus bases cada vez más en calidad de clientes portadores de necesidades más
que de trabajadores portadores de derechos”.
Esto es consecuencia
directa del proceso de desindustrialización y deterioro de la capacidad de
agremiación del que el país intenta recuperarse a duras penas.
Desde su obra Los partidos
políticos, ¿un mal necesario? , en tiempos en los que aún no se había
convertido en jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina explicaba, con mirada
académica, que los partidos combinan con eficacia dos categorías de incentivos:
los colectivos (especialmente de tipo identitario e ideológico) y los
incentivos selectivos traducidos en el clientelismo y la incentivación material
de sus seguidores.
Estos últimos, según
el propio Abal Medina, constituyen siempre “un área oscura en la política
partidaria, donde se da el conjunto de relaciones y negociaciones que más
identifica la sociedad con el mundo sucio de la política”.
Si bien el conurbano
bonaerense y distintos feudos provinciales son sinónimos de la poderosa
maquinaria estatal-clientelar peronista, este rasgo de la cultura política
nacional no es exclusivo de ese partido.
El radicalismo no le
va en zaga cuando asume el control de algún distrito provincial o municipal,
porque es capaz de ejecutar las metodologías típicamente asociadas al peronismo
con la misma destreza de su rival.
En cuanto a la base
electoral de la UCR, Pousadela plantea que, al margen de la atomización
evidenciada a nivel nacional, existe también una “identidad radical” de muchos
votantes, pese a que en una elección general no voten al candidato oficial de
su partido.
El uso del Estado.
El control de los
resortes del poder estatal en sus distintos niveles permite a los partidos con
responsabilidad de gobierno el uso muchas veces indiscriminado de dinero para
captar votos mediante la distribución de comida, chapas, colchones y
ofrecimientos laborales con tal de mantener la adhesión y fidelidad de
determinados sectores sociales. En los casos más extremos, se utiliza la
infraestructura estatal (autos, camiones y maquinarias) y hasta se pagan votos
directamente con dinero en mano.
Una de las
consecuencias del clientelismo que más impacta en las estructuras estatales es
la saturación de militantes que, muchas veces sin la capacitación adecuada y
otras haciendo las veces de “ñoquis”, ocupan cargos públicos y provocan
exorbitantes gastos en personal. A esto hay que sumar la aparición de
profesionales vinculados con el partido que actúan como “asesores” y son
todavía más caros que los militantes de base insertos en los puestos
burocráticos.
Si bien con el
clientelismo se pueden resolver necesidades básicas inmediatas, esto también
termina convirtiéndose en un gran negocio para punteros o mediadores que en
general se encargan de distribuir las “ayudas” y utilizan este poder en
beneficio de sus propios intereses.
Las redes
clientelares no resuelven las cuestiones de fondo y, por el contrario, aparecen
como un negocio político potenciado por la extensión de la miseria de una
amplia base social.
*Periodista,
investigador adscripto en el programa Historia Política de Córdoba, Centro de
Estudios Avanzados de la UNC.
La Voz del Interior,
3-2-13