DON BOSCO

DON BOSCO
"BUENOS CRISTIANOS Y HONRADOS CIUDADANOS"

Libertad y dependencias




Marcelo Polakoff*

“Yo hago lo que quiero”. ¿Hay por ventura alguna otra frase que caracterice mejor a los adolescentes en general, y en particular a los de nuestra era? Probablemente no, porque –hormonas de por medio– la necesidad de la autoafirmación personal con la consecuente y necesaria rebeldía ante lo paternal y toda autoridad que al menos se le asemeje, la incontrolable pasión por extremar al máximo el descubrimiento de sí mismo (y en ese descubrimiento jugar muchas veces al límite) y el incontinente y bienvenido anhelo de comenzar a palpar la enormidad de la libertad son, todos ellos, síntomas de una edad explosiva en casi todos los sentidos del término.

Lo paradójicamente curioso del caso es que justo en la edad del celo libertario, esa soñada independencia muchas veces se haga trizas ante las dependencias más primitivas y contrarias a la propia naturaleza del deseo juvenil. ¿De qué se trata si no la dependencia a cualquier tipo de sustancias, desde el alcohol más barato hasta la droga más elaborada?
¡Y pensar que todavía hay chicos que creen que libremente han elegido entrar en semejantes servilismos!

No es casual el vocablo “adicto”, ya que evidentemente alude al que no puede decir, al que carece de dicción. ¿Y qué es lo que no puede comunicar?
Probablemente algún tipo de angustia existencial, de falta de autoestima (conectadísima a la estima de un otro), de ausencia de proyecto o aledaños, y que justamente por la imposibilidad de procesarlo con un prójimo –más allá de quien sea ese prójimo– suponen que ese escapismo, al principio temporario, será capaz de darle respiro a tamaño ahogo.

En hebreo al “adicto” se lo llama majur , palabra que traducida en sentido literal significa “vendido”, tal vez porque lamentablemente no sea sólo aquello recién descripto lo que está imposibilitado de transmitir.
Se agrega aquí un dato esencial, imposible de soslayar, que es el mercado de consumo al que lo incitan a participar, vendiendo de manera muy pero muy barata su posesión quizá más anhelada: su libertad de decisión, su voluntad.

El resultado es nefasto por donde se lo mire, pues más allá del daño físico que todo adicto se autoinflija, o más allá del perjuicio que ocasione a terceros (cercanos y lejanos), el proceso de su búsqueda de independencia psicológica y de revelación de su propia identidad se verá absolutamente viciado debido a su total sumisión a una cadena de depredadores que –con tal de hacerse de pingües ganancias– no reparan en destrozar cuanta vida ronde a su alrededor.

Todavía no deja de sorprenderme cómo algunos de nuestros jóvenes aún no se dan cuenta de que el hecho de que disminuya la edad de ingreso al consumo de todo este tipo de sustancias se debe en gran parte a una doble causa. Por un lado, para ampliar económicamente el mercado de los posibles consumidores, y por el otro, por la debilidad de la personalidad de los más chicos, a quienes –sin los frenos ni la contención adecuada– se les puede vender, o se los puede comprar por cualquier cosa.
¿Por qué, si no es este el caso, disminuye de manera notable el porcentaje de todas las dependencias a medida que la gente llega a sus veintitantos?

Hacer lo que uno quiere podría llegar, en algún contexto, a significar una señal de independencia, siempre y cuando se le sume algún grado de “lo que debo”.
Ahora bien, no hacer lo que uno no quiere supone mucha mayor libertad. Y no estoy seguro de que muchos de nuestros adolescentes lo sepan. ¡Enseñémoselos!

*Rabino, integrante del Comipaz.

La Voz del Interior, 23-10-12