Argentina vive desde
hace una década una etapa de recuperación que, pese a los altibajos propios de
un ciclo económico, es una de las más importantes de su historia.
Es cierto que se
partió de un nivel bajísimo, pero el contexto internacional, con precios
inéditos para las materias primas y las manufacturas agroindustriales, y
ciertas decisiones internas alentaron el desarrollo de los últimos 10 años.
Esos datos son parte
de la realidad y suele destacarlos con cierta reiteración la presidenta
Cristina Fernández, quien, sin embargo, olvida mencionar una de las grandes
deudas del crecimiento. Y esta no es otra que el alto nivel de informalidad que
aún se registra en el mundo laboral.
Sobre 9,3 millones de
asalariados que se desempeñan en el ámbito privado, el 43 por ciento (4
millones) lo hace “en negro”, como se llama en forma cotidiana a quien no tiene
aportes para su futura jubilación ni cobertura de una obra social.
Además, esos cuatro
millones de trabajadores carecen de la protección de una aseguradora de riesgos
del trabajo (ART), con lo cual todo accidente o infortunio no está alcanzado
por las coberturas que prevé la
Ley de Riesgos de Trabajo, recientemente modificada. Tampoco
gozan de vacaciones pagas ni de asignaciones familiares.
Si en los datos
estadísticos se incluye al sector público, el número de trabajadores en la
informalidad cae al 34,5 por ciento en el segundo trimestre de este año, según
el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec).
Los peores porcentajes
se registran en el servicio doméstico, en el que el 82,8 por ciento del
personal se halla en situación informal; en la construcción, 63,6 por ciento; y
en hoteles y restaurantes, casi el 50 por ciento.
Aun tomando como
válidas las recopilaciones del Indec, el trabajo informal alcanza cifras
preocupantes. Luego de una década de crecimiento, e incluso con las facilidades
para sostener el empleo otorgadas por el Gobierno nacional en épocas de crisis,
no se entiende cómo el Estado no ha podido avanzar contra esta “cultura” de los
empleadores argentinos.
Conviene, con todo,
precisar que la culpa no sólo hay que cargarla sobre los empresarios, aunque
ellos sean en buena parte responsables de este acto de desprecio al capital
humano.
El Estado nacional,
como se mostró en el reciente conflicto de gendarmes y prefectos, revela
numerosas situaciones irregulares en cuanto al personal, en particular en la
forma que liquida los haberes de las fuerzas de seguridad.
El desempeño de
cuantiosos planteles de monotributistas en los diferentes niveles públicos, en
otro orden, es parte de la injusticia social que debe ser modificada.
Una “cultura”
equivocada, en algunos casos, y una excesiva presión impositiva, en otros,
merecen una mayor atención y eficiencia en las políticas del Gobierno.
La declamada
inclusión social encontraría ahí una justa –y no vacía– proclamación por parte
de las autoridades nacionales.