Por TYLER COWEN
(ECONOMISTA DE GEORGE
MASON UNIVERSITY)
El aumento del precio
del maíz como consecuencia de la sequía en EE.UU. nos recuerda que el problema
de alimentar al mundo está lejos de resolverse. El incremento de precios –la
tercera gran aceleración de los precios en cinco años– hace dudar cada vez más
de la afirmación de que la extensión del desarrollo económico deriva en un
crecimiento similar de la agricultura.
La revolución verde
se ha desacelerado desde principios de la década de 1990, e incrementar los
rendimientos de los cultivos se hace cada vez más difícil, como lo planteé en
mi libro An Economist Gets Lunch (N. de la R.: aún no traducido al castellano). Una reciente
investigación de Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional de
Harvard, indica que la mejora de la productividad agrícola es una de las cosas
más difíciles de transmitir de un país a otro.
A pesar de su
importancia para el bienestar humano, la agricultura parece ser uno de los
sectores que más se ha rezagado en los últimos veinte años. Eso significa que
el problema del hambre vuelve a hacerse presente, como han advertido hace poco
el Banco Mundial y varias dependencias de la ONU.
Tomemos el caso de
Africa: suele considerarse que este continente superó obstáculos y se encamina
hacia un crecimiento firme. La expansión de la clase media africana y el
descenso de los índices de mortalidad infantil son reales, pero los avances no
han sido equilibrados… y la agricultura está rezagada en ese avance.
En una alocución
reciente, Michael Lipton, economista, catedrático e investigador en la Universidad de Sussex,
en Gran Bretaña, planteó un panorama preocupante de la productividad agrícola
de Africa. Sugiere que Ruanda y Ghana están avanzando, pero que la mayor parte
del continente no. La producción y la ingesta calórica per cápita no parecen
ser más elevadas hoy que a comienzos de los años 60. Aún queda por resolver
cómo alimentar a la población cada vez más numerosa de Africa.
Un grave problema es
que en Africa el precio de los fertilizantes suele ser dos a cuatro veces más
alto que en el resto del mundo. Sin embargo, la escasa producción de alimentos
de Africa se debe en gran medida al suelo y a las precipitaciones en ese
continente. En otras palabras, la región que probablemente más necesita
fertilizantes es también la que más tiene que pagar por ellos, y buena parte de
Africa no es suficientemente próspera para que esto le resulte fácil. Los
precios altos son el resultado, en gran medida, de redes de infraestructura y
comerciales que no se han desarrollado como para crear un mercado competitivo y
de bajos costos. Y el problema podría agudizarse si las dificultades económicas
de China desvían al gigante asiático de sus beneficiosas inversiones en caminos
y puertos en el continente africano.
Peor aún, numerosas
naciones africanas tienen políticas perjudiciales para la agricultura. En
Malawi, por ejemplo, periódicamente hay restricciones para la importación y
exportación de maíz y se lo somete a controles de precios, todo lo cual
entorpece el desarrollo, y por ende, el buen funcionamiento del mercado. Cuando
los especuladores del mercado acaparan maíz anticipándose a una mayor escasez,
pueden ser castigados por ley. Estas restricciones de los incentivos del
mercado exacerban los problemas de suministro básicos.
Esos cuellos de
botella son una amenaza para el futuro de las economías africanas. En
comparación, la rápida expansión del crecimiento económico de Japón, Corea del
Sur y Taiwan fue precedida, en todos los casos, por un progreso significativo
de la productividad agrícola. En estos países, los mayores rendimientos crearon
un superávit interno para ahorro e inversión, alentaron el emprendedorismo a pequeña
escala, promovieron una sensación de seguridad económica y ayudaron a
expandirse a la clase media.
Por el contrario,
buena parte del crecimiento de Africa proviene de la riqueza de sus recursos
naturales –petróleo, diamantes, oro y minerales estratégicos–y,
lamentablemente, los precios de los recursos son notablemente volátiles. La
riqueza derivada de los recursos naturales es menos apta para apoyar
democracias sustentables, porque tiende a conectarse con privilegios concedidos
por el Estado y otras entidades jurídicamente consolidadas. El gobierno de
Noruega administra bien su riqueza petrolera, pero las autocracias y las
democracias jóvenes tienen más posibilidades de corromperse.
No escasea la
bibliografía –a menudo desde un punto de vista “locávoro”, es decir, de quien
sólo consume alimentos que se producen en su entorno local– a favor de métodos
más orgánicos de agricultura para los países desarrollados y en desarrollo.
Estas opiniones reconocen que los métodos actuales causan serios problemas ambientales
relacionados con las reservas de agua, la filtración de los fertilizantes y el
uso de la energía. Sin embargo, la agricultura orgánica generalmente genera
menores rendimientos: 5 a 34 % más bajos, como se estimó en un estudio reciente
de la publicación Nature , dependiendo del cultivo y del contexto.
Pese a todas las
virtudes de los enfoques orgánicos, es difícil establecer cómo los problemas
mundiales de alimentos pueden resolverse empezando por una merma en los
rendimientos. Las voces que se alzan a favor de esta posición suelen basarse en
quimeras más que en un sentido realista de lo que es práctico.
¿Qué hacer? Primero,
poner los problemas de los alimentos en un lugar más prioritario de la agenda.
En Estados Unidos, no hay conciencia generalizada del estado precario de la
agricultura del mundo. Aun entre los economistas, el campo de la economía
agrícola suele considerarse secundario.
Segundo, el gobierno
de Estados Unidos debería dejar de subsidiar sus biocombustibles derivados del
maíz, principalmente el etanol. Hoy, un 40% del maíz de campo se destina a la
producción de biocombustibles gracias a una política de subsidios y
regulaciones que data de 2005. Casi por unanimidad, los expertos culpan a estos
subsidios de elevar los precios de los alimentos, dañar el uso de la tierra y
costar dinero de los contribuyentes. Una vez que se tienen en cuenta los costos
de energía que implica la producción de biocombustibles, ni siquiera parece que
esta política ayude a desacelerar el cambio climático. Se ha vuelto una forma
de capitalismo de amigos, a un enorme costo para el mundo entero.
Hoy, en los Estados
Unidos, tenemos dos candidatos presidenciales que se quedan un poco cortos en su
visión de las cosas y en proponer un cambio transformador. Quizás podrían
abocarse a resolver el problema de los alimentos –y reducir el hambre en el
mundo– como nuevo legado benéfico de EE.UU..
El planeta aun no
está en la feliz situación en que “¿qué hay para cenar?” sea una pregunta de
rutina.
Clarín, Ieco, 23-9-12