Por Silvia Rivera
Filósofa; docente e investigadora
Las nuevas tecnologías reproductivas nos interpelan día a día a través de noticias que parecen violentar el sentido común al desplazar los límites de lo posible siempre un poco más allá, al punto de generar una satisfactoria sensación de omnipotencia . Hombres que acceden a la paternidad comprando óvulos y alquilando úteros; mujeres solas inseminadas con semen de donantes casi siempre anónimos, entre otras tantas variables que, en definitiva, no expresan sino un descontrolado afán de satisfacer los deseos propios sin medir costos . No sólo sin medir precios, sino además sin medir costos . Porque sabemos que se trata de tecnologías caras que se han convertido en signo de ostentación de poder económico por parte de taquilleros cantantes y autoproclamados millonarios que gustan sobreexponer sus adquisiciones, a sabiendas que -en una sociedad mediática como la nuestra- ellos no sólo marcan tendencia sino además legitiman conductas. Pero los costos son otra cosa. Junto con el precio que se paga en pesos, dólares o especies por la satisfacción de sentir que lo podemos todo, se encuentra muchas veces un completo desprecio por las consecuencias que se siguen de esos actos . Algo de esto último puede leerse en las declaraciones de la jurista holandesa de 63 años que acaba de dar a luz una hija gestada in vitro con gambetas donadas. “Asumo todas las consecuencias” afirma esta mujer que, entre otras cosas, transgredió las leyes de su país que establecen en 45 años el límite de edad para acceder a tales tecnologías reproductivas. Ahora bien, ¿qué significa aquí asumir todas las consecuencias? ¿Aceptar riesgos físicos en el cuerpo propio? No parece importante si logran reinventarnos una juventud que ya no se tiene. ¿O aceptar que estos riesgos pueden afectar al futuro hijo dejando en él secuelas relevantes? Porque a pesar de las “bondades” del diagnóstico preimplantatorio, partos prematuros -por ejemplo y citando sólo una de las complicaciones posibles- implican riesgos no cubiertos por tales diagnósticos. ¿Habrá incluido esto, nuestra flamante madre sexagenaria, entre las consecuencias que declara asumir? Cualquier intento de respuesta a este interrogante implica examinar cuál es el lugar de un hijo concebido en estas condiciones, con tal desprecio por su bienestar físico y psíquico. Porque si bien parece dispuesta a hacerse cargo de ocasionales padecimientos con tal de cumplir su deseo, ella no duda en condenar a su hijo al menos a una orfandad precoz, y esto por más longeva que al fin resulte la holandesa. En definitiva, lo que se presenta como ejercicio supremo de autonomía y libertad no es más que egoísmo acorde a la lógica mercantil del capitalismo , que requiere para sostenerse de la innovación tecnológica constante, con apuestas cada vez más audaces en la desenfrenada búsqueda de productos capaces de ganarle a la competencia, aún cuando esto implique obnubilar el juicio de consumidores programados para acomodar su deseo al ritmo de la oferta y la demanda. Un capitalismo que no escatima falacias retóricas -esas que clausuran la discusión ante descalificaciones severas- a la hora de garantizar la supervivencia del sistema, como por ejemplo la acusación de “talibanes” para los profesionales que aceptan ciertos límites razonables en su práctica tecnocientífica . Curiosamente, no disimulamos un justo rechazo ante noticias que informan sobre los castigos que, en culturas lejanas, padecen mujeres que se rebelan contra mutilaciones rituales o matrimonios forzados en virtud de códigos ético-religiosos que nos son ajenos. Sin embargo, nada decimos de la manipulación del cuerpo que, en nuestra cultura, sufren aquellas mujeres que donan o reciben gambetas; o alquilan su útero para gestar hijos que entregarán por un precio que cotiza en el mercado . Mujeres que llegan incluso a arriesgar su vida en función de códigos empresariales que aceptamos sin cuestionamiento, porque se han naturalizado en nuestra forma de vida. ¿Quiénes merecen entonces el calificativo de “talibanes” en su sentido amplio, ese que hace referencia a los representantes de un sistema de valores hegemónicos que se imponen a la vida y a los cuerpos sin margen para la disidencia? ¿No serán acaso los médicos que, al estilo del ginecólogo italiano Severino Antinori, representan el orden dominante y que en nuestra sociedad se caracteriza por convertir a mujeres y hombres en objeto de explotación del capital, en su versión tecnocientífica? Clarín, 6-4-11