profeta de la Doctrina social de la Iglesia
Por monsignor Giampaolo Crepaldi
Juan Pablo II dedicó todo su largo pontificado a hablarnos del sí de Dios al hombre como fundamento de la Doctrina social de la Iglesia (DSI). Ésta - nos dijo - no es sólo una ética, y mucho menos una ideología, pues la Iglesia ve la justicia dentro de la caridad, la fraternidad dentro de la hermandad, y la libertad dentro de la gracia.
Cuando Juan Pablo II inició su pontificado, eran muchos aún los que consideraban la DSI inútil y superflua, e incluso dañina. Si es ética natural - se decía - no tiene directamente nada que ver con el Evangelio. Si es filosofía social, tiene que ver con la razón y no con la fe. Si es una guía para el comportamiento social, bastan los libros de moral social.
¿No corre el riesgo - se nos decía - la DSI, de parecer un sistema, una doctrina deducida de forma abstracta del Evangelio, una especie de sacralización del mundo, expresión de una presunta identidad cristiana en el campo social y político, una tercera vía entre las ideologías modernas? Y a menudo se respondía que sí. Ésta - se argumentaba - expresa un nuevo sueño de "cristiandad", una falta sustancial de respeto de la autonomía de las realidad terrenas y una falta de reconocimiento de la libertad y responsabilidad de los fieles laicos en orden a la construcción de la sociedad. Tiene una pretensión universalista excesiva, proponiéndose de igual forma para todas las situaciones del planeta. Corre el riesgo de ser una ideología que justifica la realidad, garantiza el statu quo, no mueve a la práxis, no incide en las estructuras. Ésta es, como mucho, alienación. Por esto - se decía - el Concilio casi no había hablado de ella y Pablo VI la presentaba en tono menor. Esto se decía.
Después, en 1978, Juan Pablo II se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro invitando a no tener miedo de Cristo. ¿Y no eran, de hecho, los miedos hacia la DSI otras tantas formas de miedo hacia Cristo y su Iglesia? En seguida se dirigió a Puebla, a la Asamblea general del Episcopado Latino-americano para decir que había que sacar del cajón la DSI. Juan Pablo II fue un profeta de la DSI porque empezó inmediatamente a recordar a los cristianos su deber de asumir propiamente en su vida toda la DSI. Tuvo que denunciar los errores y los abusos que el abandono de la DSI había producido. Se preocupó de anunciar qué era verdaderamente la DSI, en continuidad con toda la tradición del magisterio de la Iglesia y con el Concilio, poniendo de manifiesto la ideologización no de la DSI, sino de sus detractores.
Juan Pablo II fue profeta de la DSI porque mostró cómo esta nace del sí de Dios al hombre, del proyecto de amor de Dios por el hombre, ese proyecto que ha sido confiado sobre todo a la Iglesia. La DSI se nutre del Evangelio y de hombre, de luz de Cristo y de problemas humanos, de Iglesia y de mundo. Ésta afecta a la vida de la Iglesia en el mundo y es expresión de la caridad de la Iglesia hacia éste.
Karol Wojtyla y Juan Pablo II
La historia personal de Karol Wojtyla no carece de importancia a la hora de explicar cómo y por qué Juan Pablo II fue profeta de la DSI. Cuanto hace un papa nunca es completamente reducible al hombre que era ya antes, pero está ciertamente conformado también por ello. El proprio Juan Pablo II, por lo demás, recordó muchas veces su experiencia de trabajador y dio siempre importancia a su pertenencia al pueblo y a la Iglesia de Polonia. A nivel personal, Karol Wojtyla siempre experimentó la significatividad de Cristo para su vida concreta, y cómo sus aspiraciones de joven, de obrero, de estudiante, de hombre encontraban en Cristo una luz que las valoraba también en su humanidad. Esta experiencia la pudo probar también dentro de la nación polaca. Una nación en la que la historia civil y la historia religiosa se compenetran muy estrechamente. Basta visitar la catedral de Varsovia o el Wawel de Cracovia para darse cuenta de cómo la civilización polaca se había nutrido de catolicismo y cómo el catolicismo polaco está profundamente ligado a su historia nacional. Historia de participación de la Iglesia en las fatigas y en los dramas del pueblo polaco, en las divisiones y en las persecuciones, en las invasiones y en los regímenes totalitarios. En la Iglesia católica los polacos han visto siempre una fuerza que les representaba y que tutelaba su identidad y su libertad, incluso en regímenes de esclavitud o durante el periodo de desmembramiento del territorio nacional entre las grandes potencias limítrofes. Karol Wojtyla hizop experiencia de una religión de pueblo, arraigada entre la gente y partícipe de sus vicisitudes compartidas íntimamente. El catolicismo polaco está por tanto arraigado en la historia, no es una iglesia nacional en el sentido nacionalista del término, al contrario, el vínculo con Roma y con el papa siempre garantizó esa independencia y esa libertad que permitieron la unidad con el pueblo también en el largo periodo oscuro del régimen comunista.
Por su propia experiencia personal y de la sacerdotal antes y episcopal después, Wojtyla debió haber experimentado la "presencia" del cristianismo en la sociedad y la capacidad de la fe de animar la solidaridad, de crear cultura y civilización, de ser fuerza operante en la historia concreta de los hombres.
Al mismo tiempo, sus estudios, marcados por la fenomenología de Edith Stein, desarrollados desde una perspectiva que la hacía encontrarse con santo Tomás, guiaban al pensador Karol Wojtyla a una visión de la persona como "acto". Esto supuso ver el actuar humano - tanto en el amor humano como en el trabajo - como acto de la totalidad de la persona que tiene una consecuencia ante todo para la propia persona. Actuando y obrando, la persona se construye, se hace. Ésta no es un agente individual interesado solamente en el producto de su actuación, sino que está interesado en sí mismo, expresa, actuando, una necesidad de ser. En esto se encuentra con los demás hombres, de modo que la relación social vale no tanto por lo que los hombres hacen, sino por lo que son, o mejor, por lo que quieren ser actuando. La comunidad está constitutida por hombres que pretenden ser hombres. Es el fin, y no los medios, los que nos constituyen en comunidad. Pero este fin no está establecido por nos otros, nos es dado, pertenece a nuestra naturaleza de criaturas destinadas al Creador. Es el sí de Dios al hombre el que nos convoca. El cristianismo, de esta forma, se concibe como profundamente humano, y la vida del hombre sobre la tierra, el actuar humano en la práxis social, se entiende como proceso de humanización, el mismo que realizó Jesús durante su vida terrena. Cristo tiene que ver profundamente con la práxis social del hombre, con el trabajo en la fábrica, con la actuación económica, porque en esos lugares el hombre se construye, encuentra la verdad de sí mismo y de los demás. En esos lugares se encuentra con Cristo.
Los acontecimientos de 1989 en Europa del Este y en particular en Polonia, son leídos de hecho por Juan Pablo II en el capítulo III de la Centesimus annus (1991) como un ejemplo de encuentro de la Iglesia con el movimiento de los trabajadores. Un ejemplo, por tanto, de Iglesia popular que supo mostrar con la vida que Cristo tenía un sitio en las luchas por la justicia. Releyendo teológicamente esos acontecimientos, Juan Pablo II vio la fecundidad histórica de la fe cristiana, que suscita el sentido de la dignidad humana, invita a mirar a lo alto y anima un movimiento pacífico de justicia y de paz. Ante los totalitarismos, la Iglesia opone la principal resistencia, es decir, la conciencia difundida de la dignidad trascendental de la persona humana, único y verdaderi antídoto a toda forma de régimen totalitario.
Un último elemento que marca profundamente a Karol Wojtyla antes de ser elegido papa es el Concilio Vaticano II y en particular la Constitución pastoral Gaudium et spes. Del Concilio no deriva una falta de potenciación de la DSI, sino una colocación más clara dentro de la misión de la Iglesia en servicio del mundo. Tras la Gaudium et spes queda claro que el anuncio de Cristo también en las realidades temporales, es decir, el compromiso por la evangelización y la promoción humana, son dos aspectos inseparables de la misión de la Iglesia. Es partiendo del Concilio, aunque en continuidad con todo el magisterio precedente, como Juan Pablo II podrá decir que la DSI anuncia a Cristo y que es un instrumento de evangelización.
La Iglesia, primera voz en defensa del hombre
Durante el pontificado de Juan Pablo II la voz del Papa fue percibida por la opinión pública mundial como la más alta defensa de los derechos de la persona humana. En sus innumerables viajes, Juan Pablo II defendió a los indefensos y se hizo voz de los oprimidos. No es una novedad en la historia de la DSI. También León XIII, escribiendo la Rerum novarum, se hacía intérprete de los derechos de los oprimidos de entonces, los obreros. Sorprende sin embargo la fuerza con la que Juan Pablo II interpretó esta tradición, las latitudes en las que proclamó la dignidad de la persona, y su cercanía a todos los oprimidos por la injusticia. El mundo quedó impresionado sobre todo por la libertad de la denuncia, es decir, como si el Papa superase todas las conveniencias ideológicas para concentrarse en el hombre, cualquiera que fuese, y para denunciar todos los abusos cometidos contra él, fueran quienes fuesen sus responsables. Ningún temor reverencial cuando está en juego la dignidad de la persona. En África, por ejemplo, condenó la esclavitud, pero también los odios tribales que siembran la guerra y frenan el desarrollo. En Australia defendió los derechos de los aborígenes y en América latina los de los habitantes de las degradadas periferias urbanas. A su Polonia le confió una tarea y después la recriminó por no haberlo llevado a término plenamente. Defendió el derecho de los pueblos al desarrollo y también el de la pareja a una procreación libre y responsable, criticando las doctrinas ecologistas que temen la superpoblación como el cáncer del planeta.
Celebró el genio femenino y el derecho de las mujeres a participar en la vida social, pero también subrayó que éste no debe tener lugar a costa de su papel de mujer y madre. En Sicilia tronó contra la Mafia y en Campania pidió "estructurar" la esperanza. Defendió los derechos del mundo del trabajo, sin contraponerlos nunca a la responsabilidad de los empresarios. Se puso muchas veces el casco en la cabeza para visitar fábricas, siderurgias y minerías, atestiguando su cercanía a los trabajadores y su apoyo a las reivindicaciones legítimas de sus derechos. Pero también dijo que hay que alargar el concepto de trabajo y de derecho al trabajo, incluyendo también el trabajo familiar, el inmaterial, el de los empresarios y el de la sociedad civil.
Sería demasiado largo enumerar las intervenciones del papa Juan Pablo II en apoyo de los derechos humanos. Pero es indispensable subrayar dos aspectos no marginales: la defensa de los derechos de los más pobres entre los pobres, los niños concebidos que viven en el seno materno aunque aún no han nacido, y la enseñanza sobre los fundamentos morales de los derechos y, por tanto, de los deberes.
En la Evangelium vitae, Juan Pablo II compara a los niños no nacidos con los obreros a quienes defendía León XIII: entonces los pobres eran los obreros, hoy hay otros pobres, entre ellos los niños a quienes con el aborto legalizado el Estado les niega el derecho a la vida. De este modo, Juan Pablo II proponía una visión de los derechos entendidos no en sentido subjetivo e individualista sino como fundados en la objetividad de la naturaleza humana y, en último término, en Dios creador. El tema de la vida estuvo siempre ampliamente presente en el magisterio de Juan Pablo II y él repetidamente sostuvo que el primero entre los derechos es el derecho a la vida. Diciendo así, pretendía indicar que si no se respetaba ese derecho no se pueden respetar los demás y que, antes o después, la negación de ese derecho tendría repercusiones negativas también sobre el respeto de todos los demás derechos, conduciendo a la sociedad, incluso democrática, hacia formas manifiestas u ocultas de totalitarismo. Juan Pablo II hizo de la vida un tema plenamente social y político.
La insistencia de Juan Pablo II sobre el deber de respetar la vida y sobre la existencia de una gramática natural que hace de base para la sociedad pertende insertar los derechos humanos en un marco de objetividad, con el fin de sustraerlos al libre arbitrio. Este es el segundo aspecto fundamental al que me refería antes. Y es también en elemento que más pone de manifiesto la confrontación abierta por el Papa con la modernidad. Confrontación en algunos aspectos nueva, en cuanto que pretende mostrar que es la Iglesia y no la modernidad el verdaderi paladín de los derechos humanos. Esto es lo que todos han percibido durante el largo magisterio de Juan Pablo II: la Iglesia defiende y promueve al hombre en cuanto que no aparta sus derechos del cuadro de sus deberes, no los aísla de la complejidad de la persona y, sin absolutizarlos, también los refuerza, porque los sustrae al arbitrio de un individuo o de una mayoría.
ROMA, viernes 22 de abril de 2011 (ZENIT.org).-
Por monsignor Giampaolo Crepaldi
Juan Pablo II dedicó todo su largo pontificado a hablarnos del sí de Dios al hombre como fundamento de la Doctrina social de la Iglesia (DSI). Ésta - nos dijo - no es sólo una ética, y mucho menos una ideología, pues la Iglesia ve la justicia dentro de la caridad, la fraternidad dentro de la hermandad, y la libertad dentro de la gracia.
Cuando Juan Pablo II inició su pontificado, eran muchos aún los que consideraban la DSI inútil y superflua, e incluso dañina. Si es ética natural - se decía - no tiene directamente nada que ver con el Evangelio. Si es filosofía social, tiene que ver con la razón y no con la fe. Si es una guía para el comportamiento social, bastan los libros de moral social.
¿No corre el riesgo - se nos decía - la DSI, de parecer un sistema, una doctrina deducida de forma abstracta del Evangelio, una especie de sacralización del mundo, expresión de una presunta identidad cristiana en el campo social y político, una tercera vía entre las ideologías modernas? Y a menudo se respondía que sí. Ésta - se argumentaba - expresa un nuevo sueño de "cristiandad", una falta sustancial de respeto de la autonomía de las realidad terrenas y una falta de reconocimiento de la libertad y responsabilidad de los fieles laicos en orden a la construcción de la sociedad. Tiene una pretensión universalista excesiva, proponiéndose de igual forma para todas las situaciones del planeta. Corre el riesgo de ser una ideología que justifica la realidad, garantiza el statu quo, no mueve a la práxis, no incide en las estructuras. Ésta es, como mucho, alienación. Por esto - se decía - el Concilio casi no había hablado de ella y Pablo VI la presentaba en tono menor. Esto se decía.
Después, en 1978, Juan Pablo II se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro invitando a no tener miedo de Cristo. ¿Y no eran, de hecho, los miedos hacia la DSI otras tantas formas de miedo hacia Cristo y su Iglesia? En seguida se dirigió a Puebla, a la Asamblea general del Episcopado Latino-americano para decir que había que sacar del cajón la DSI. Juan Pablo II fue un profeta de la DSI porque empezó inmediatamente a recordar a los cristianos su deber de asumir propiamente en su vida toda la DSI. Tuvo que denunciar los errores y los abusos que el abandono de la DSI había producido. Se preocupó de anunciar qué era verdaderamente la DSI, en continuidad con toda la tradición del magisterio de la Iglesia y con el Concilio, poniendo de manifiesto la ideologización no de la DSI, sino de sus detractores.
Juan Pablo II fue profeta de la DSI porque mostró cómo esta nace del sí de Dios al hombre, del proyecto de amor de Dios por el hombre, ese proyecto que ha sido confiado sobre todo a la Iglesia. La DSI se nutre del Evangelio y de hombre, de luz de Cristo y de problemas humanos, de Iglesia y de mundo. Ésta afecta a la vida de la Iglesia en el mundo y es expresión de la caridad de la Iglesia hacia éste.
Karol Wojtyla y Juan Pablo II
La historia personal de Karol Wojtyla no carece de importancia a la hora de explicar cómo y por qué Juan Pablo II fue profeta de la DSI. Cuanto hace un papa nunca es completamente reducible al hombre que era ya antes, pero está ciertamente conformado también por ello. El proprio Juan Pablo II, por lo demás, recordó muchas veces su experiencia de trabajador y dio siempre importancia a su pertenencia al pueblo y a la Iglesia de Polonia. A nivel personal, Karol Wojtyla siempre experimentó la significatividad de Cristo para su vida concreta, y cómo sus aspiraciones de joven, de obrero, de estudiante, de hombre encontraban en Cristo una luz que las valoraba también en su humanidad. Esta experiencia la pudo probar también dentro de la nación polaca. Una nación en la que la historia civil y la historia religiosa se compenetran muy estrechamente. Basta visitar la catedral de Varsovia o el Wawel de Cracovia para darse cuenta de cómo la civilización polaca se había nutrido de catolicismo y cómo el catolicismo polaco está profundamente ligado a su historia nacional. Historia de participación de la Iglesia en las fatigas y en los dramas del pueblo polaco, en las divisiones y en las persecuciones, en las invasiones y en los regímenes totalitarios. En la Iglesia católica los polacos han visto siempre una fuerza que les representaba y que tutelaba su identidad y su libertad, incluso en regímenes de esclavitud o durante el periodo de desmembramiento del territorio nacional entre las grandes potencias limítrofes. Karol Wojtyla hizop experiencia de una religión de pueblo, arraigada entre la gente y partícipe de sus vicisitudes compartidas íntimamente. El catolicismo polaco está por tanto arraigado en la historia, no es una iglesia nacional en el sentido nacionalista del término, al contrario, el vínculo con Roma y con el papa siempre garantizó esa independencia y esa libertad que permitieron la unidad con el pueblo también en el largo periodo oscuro del régimen comunista.
Por su propia experiencia personal y de la sacerdotal antes y episcopal después, Wojtyla debió haber experimentado la "presencia" del cristianismo en la sociedad y la capacidad de la fe de animar la solidaridad, de crear cultura y civilización, de ser fuerza operante en la historia concreta de los hombres.
Al mismo tiempo, sus estudios, marcados por la fenomenología de Edith Stein, desarrollados desde una perspectiva que la hacía encontrarse con santo Tomás, guiaban al pensador Karol Wojtyla a una visión de la persona como "acto". Esto supuso ver el actuar humano - tanto en el amor humano como en el trabajo - como acto de la totalidad de la persona que tiene una consecuencia ante todo para la propia persona. Actuando y obrando, la persona se construye, se hace. Ésta no es un agente individual interesado solamente en el producto de su actuación, sino que está interesado en sí mismo, expresa, actuando, una necesidad de ser. En esto se encuentra con los demás hombres, de modo que la relación social vale no tanto por lo que los hombres hacen, sino por lo que son, o mejor, por lo que quieren ser actuando. La comunidad está constitutida por hombres que pretenden ser hombres. Es el fin, y no los medios, los que nos constituyen en comunidad. Pero este fin no está establecido por nos otros, nos es dado, pertenece a nuestra naturaleza de criaturas destinadas al Creador. Es el sí de Dios al hombre el que nos convoca. El cristianismo, de esta forma, se concibe como profundamente humano, y la vida del hombre sobre la tierra, el actuar humano en la práxis social, se entiende como proceso de humanización, el mismo que realizó Jesús durante su vida terrena. Cristo tiene que ver profundamente con la práxis social del hombre, con el trabajo en la fábrica, con la actuación económica, porque en esos lugares el hombre se construye, encuentra la verdad de sí mismo y de los demás. En esos lugares se encuentra con Cristo.
Los acontecimientos de 1989 en Europa del Este y en particular en Polonia, son leídos de hecho por Juan Pablo II en el capítulo III de la Centesimus annus (1991) como un ejemplo de encuentro de la Iglesia con el movimiento de los trabajadores. Un ejemplo, por tanto, de Iglesia popular que supo mostrar con la vida que Cristo tenía un sitio en las luchas por la justicia. Releyendo teológicamente esos acontecimientos, Juan Pablo II vio la fecundidad histórica de la fe cristiana, que suscita el sentido de la dignidad humana, invita a mirar a lo alto y anima un movimiento pacífico de justicia y de paz. Ante los totalitarismos, la Iglesia opone la principal resistencia, es decir, la conciencia difundida de la dignidad trascendental de la persona humana, único y verdaderi antídoto a toda forma de régimen totalitario.
Un último elemento que marca profundamente a Karol Wojtyla antes de ser elegido papa es el Concilio Vaticano II y en particular la Constitución pastoral Gaudium et spes. Del Concilio no deriva una falta de potenciación de la DSI, sino una colocación más clara dentro de la misión de la Iglesia en servicio del mundo. Tras la Gaudium et spes queda claro que el anuncio de Cristo también en las realidades temporales, es decir, el compromiso por la evangelización y la promoción humana, son dos aspectos inseparables de la misión de la Iglesia. Es partiendo del Concilio, aunque en continuidad con todo el magisterio precedente, como Juan Pablo II podrá decir que la DSI anuncia a Cristo y que es un instrumento de evangelización.
La Iglesia, primera voz en defensa del hombre
Durante el pontificado de Juan Pablo II la voz del Papa fue percibida por la opinión pública mundial como la más alta defensa de los derechos de la persona humana. En sus innumerables viajes, Juan Pablo II defendió a los indefensos y se hizo voz de los oprimidos. No es una novedad en la historia de la DSI. También León XIII, escribiendo la Rerum novarum, se hacía intérprete de los derechos de los oprimidos de entonces, los obreros. Sorprende sin embargo la fuerza con la que Juan Pablo II interpretó esta tradición, las latitudes en las que proclamó la dignidad de la persona, y su cercanía a todos los oprimidos por la injusticia. El mundo quedó impresionado sobre todo por la libertad de la denuncia, es decir, como si el Papa superase todas las conveniencias ideológicas para concentrarse en el hombre, cualquiera que fuese, y para denunciar todos los abusos cometidos contra él, fueran quienes fuesen sus responsables. Ningún temor reverencial cuando está en juego la dignidad de la persona. En África, por ejemplo, condenó la esclavitud, pero también los odios tribales que siembran la guerra y frenan el desarrollo. En Australia defendió los derechos de los aborígenes y en América latina los de los habitantes de las degradadas periferias urbanas. A su Polonia le confió una tarea y después la recriminó por no haberlo llevado a término plenamente. Defendió el derecho de los pueblos al desarrollo y también el de la pareja a una procreación libre y responsable, criticando las doctrinas ecologistas que temen la superpoblación como el cáncer del planeta.
Celebró el genio femenino y el derecho de las mujeres a participar en la vida social, pero también subrayó que éste no debe tener lugar a costa de su papel de mujer y madre. En Sicilia tronó contra la Mafia y en Campania pidió "estructurar" la esperanza. Defendió los derechos del mundo del trabajo, sin contraponerlos nunca a la responsabilidad de los empresarios. Se puso muchas veces el casco en la cabeza para visitar fábricas, siderurgias y minerías, atestiguando su cercanía a los trabajadores y su apoyo a las reivindicaciones legítimas de sus derechos. Pero también dijo que hay que alargar el concepto de trabajo y de derecho al trabajo, incluyendo también el trabajo familiar, el inmaterial, el de los empresarios y el de la sociedad civil.
Sería demasiado largo enumerar las intervenciones del papa Juan Pablo II en apoyo de los derechos humanos. Pero es indispensable subrayar dos aspectos no marginales: la defensa de los derechos de los más pobres entre los pobres, los niños concebidos que viven en el seno materno aunque aún no han nacido, y la enseñanza sobre los fundamentos morales de los derechos y, por tanto, de los deberes.
En la Evangelium vitae, Juan Pablo II compara a los niños no nacidos con los obreros a quienes defendía León XIII: entonces los pobres eran los obreros, hoy hay otros pobres, entre ellos los niños a quienes con el aborto legalizado el Estado les niega el derecho a la vida. De este modo, Juan Pablo II proponía una visión de los derechos entendidos no en sentido subjetivo e individualista sino como fundados en la objetividad de la naturaleza humana y, en último término, en Dios creador. El tema de la vida estuvo siempre ampliamente presente en el magisterio de Juan Pablo II y él repetidamente sostuvo que el primero entre los derechos es el derecho a la vida. Diciendo así, pretendía indicar que si no se respetaba ese derecho no se pueden respetar los demás y que, antes o después, la negación de ese derecho tendría repercusiones negativas también sobre el respeto de todos los demás derechos, conduciendo a la sociedad, incluso democrática, hacia formas manifiestas u ocultas de totalitarismo. Juan Pablo II hizo de la vida un tema plenamente social y político.
La insistencia de Juan Pablo II sobre el deber de respetar la vida y sobre la existencia de una gramática natural que hace de base para la sociedad pertende insertar los derechos humanos en un marco de objetividad, con el fin de sustraerlos al libre arbitrio. Este es el segundo aspecto fundamental al que me refería antes. Y es también en elemento que más pone de manifiesto la confrontación abierta por el Papa con la modernidad. Confrontación en algunos aspectos nueva, en cuanto que pretende mostrar que es la Iglesia y no la modernidad el verdaderi paladín de los derechos humanos. Esto es lo que todos han percibido durante el largo magisterio de Juan Pablo II: la Iglesia defiende y promueve al hombre en cuanto que no aparta sus derechos del cuadro de sus deberes, no los aísla de la complejidad de la persona y, sin absolutizarlos, también los refuerza, porque los sustrae al arbitrio de un individuo o de una mayoría.
ROMA, viernes 22 de abril de 2011 (ZENIT.org).-