Observatorio Cardenal Van Thuan, 21 febbraio 2018
El “cambio” en la actual legislación contra la vida
El Observatorio Cardenal Van Thuân ha dedicado mucha
atención a la evolución negativa del cuadro legislativo, nacional e
internacional, concerniente al tema de la vida. Lo ha hecho dedicando a este
tema en particular uno de sus informes anuales sobre la Doctrina social de la
Iglesia en el mundo, precisamente el del año 2013, titulado: “La crisis
jurídica o la injusticia legal”[1]. Después ha continuado con la publicación de
un fascículo del “Boletín de Doctrina social de la Iglesia”, centrado en la
lucha contra las leyes injustas correspondientes a la vida y la familia[2]. Se
han hecho otras muchas intervenciones, pero he querido recordar estas dos
porque tienen un enfoque homogéneo con la investigación llevada a cabo por el
Centro de Estudios Livatino.
Este análisis de la evolución (negativa) de la
reciente legislación sobre la vida nos ha llevado a algunas conclusiones que me
gustaría recordar de manera resumida, para proceder luego a su profundización.
La primera y fundamental conclusión es que en las
leyes que conciernen el derecho a la vida ha habido un cambio muy significativo
cuando se proclamó el “derecho” a estos nuevos derechos. Durante una larga fase
la legislación en materia había tolerado algunos comportamientos contrarios al
respeto de la vida que nace con leyes que preveían el aborto sólo en casos
particulares y excepcionales. En la praxis, la aplicación de las leyes sobre el
aborto fue, desde el principio, más amplia de lo que permitía la ley. Hay que
reconocer, sin embargo, que hasta un cierto punto de su desarrollo se
proclamaba el derecho a la vida en los primeros artículos de los textos
legislativos sobre la disciplina del aborto voluntario para pasar, después, a
prever la posibilidad de algunas excepciones. Es famoso lo que declaró la
ministra francesa Simone Veil al día siguiente de la aprobación de la ley sobre
el aborto en su país, el 29 de noviembre de 1974, a saber: que según su
interpretación la ley toleraba el aborto sólo en caso de peligro de muerte de
la madre. No fue así, pero esto confirma que hubo una primera fase de la
legislación que toleraba algunos comportamientos contrarios a la vida, pero no
reconocía el derecho al aborto.
Seguidamente, las leyes iniciaron a contemplar el
aborto como un derecho. La ley francesa cambió la expresión “a todas las
mujeres embarazadas que se encuentran en una situación de sufrimiento a causa
de su estado”, por “a todas las mujeres embarazadas que no desean un embarazo”.
En consecuencia, desde hace dos años una ley francesa multa a quien intente, en
la red, disuadir a las mujeres de abortar.
El reconocimiento del derecho al aborto cambia
totalmente el panorama. Si el aborto es un derecho humano y el estado protege y
desarrolla los derechos humanos, entonces el estado debe promover el aborto
para que se realice un derecho humano, debe favorecer que se acceda a él, debe
incluso educar en este nuevo derecho a las nuevas generaciones y la objeción de
conciencia se convierte en algo inadmisible.
Este paso estratégico se ha verificado recientemente
en otras intervenciones legislativas distintas al aborto y que, directa o indirectamente,
atañen a la vida, confirmando así que se trata de una tendencia general y que
se está consolidando, aunque nuevas experiencias en los Estados Unidos y en
Europa del Este dejan espacio a alguna esperanza de inversión de tendencia.
Pensemos, por ejemplo, en la sentencia con la que el Tribunal Supremo de los
Estados Unidos ha abolido la ley federal según la cual el matrimonio es el que
tiene como protagonistas a un hombre y una mujer, obligando así a los Estados a
reconocer por ley el matrimonio homosexual. O en la ley Taubira sobre el
“matrimonio para todos”[3], que no prevé el derecho a la objeción de conciencia
de los alcaldes. En Italia hemos tenido la sentencia del Tribunal
Constitucional sobre la fecundación artificial, con la proclamación del derecho
constitucional de una pareja a tener un hijo, para llegar, al final, a dos
leyes recientes del Parlamento italiano: la ley Cirinnà y la denominada ley
sobre la DAT (Disposición Anticipada de Tratamiento), que tampoco admiten la
objeción de conciencia.
En todos estos casos se ha superado un límite: el
estado no sólo tolera comportamientos contra la vida, sino que se apropia de
ellos y los impone. Si las relaciones homosexuales gozan de reconocimiento
público y, por lo tanto, contribuyen al bien común, el estado las debe enseñar
en los colegios, como enseña la igualdad en dignidad de todas las personas
contra el racismo.
De esta característica derivan después las otras, que
contribuyen a definir la peligrosidad de la situación. Me refiero a los caracteres
sistémico e institucional de las leyes contra la vida. El primero es
particularmente preocupante: si un ciudadano recurre a los tribunales de
justicia internacionales contra el propio ordenamiento estatal, en general no
encuentra satisfacción, dada la homogeneidad del espíritu que conforma las
decisiones de los tribunales internacionales y el que conforma los
ordenamientos nacionales. Es más, como es bien sabido, a menudo son los
tribunales internacionales de justicia los que elaboran el procedimiento en los
ordenamientos jurídicos de los estados miembros cuando estos no prevén una
legislación contra la vida. Esto en lo que atañe al aspecto “sistémico”. El
segundo aspecto, el “institucional”, nos dice que todo esto se ha convertido en
una “maquinaria” que, procediendo por inercia en virtud de los actos debidos
dentro del aparato burocrático, permea unívocamente la administración pública.
Los casos italianos de la Oficina Nacional Antidiscriminación Racial (UNAR sus
siglas en italiano) y de los proyectos nacionales y regionales de educación
para la sexualidad en la escuela pública han demostrado ampliamente la
existencia de una institucionalización de la lucha contra la vida y la familia.
El moderno Leviatán y su nacimiento de la angustia
Teniendo presente este cuadro bastante preocupante,
intentamos proponer algún análisis de sus causas, desde el punto de vista del
pensamiento jurídico y político y, también, según la visión de la Doctrina
social de la Iglesia. Lo primero que hay que examinar es el largo recorrido por
el cual el poder político y el poder jurídico se han emancipado de los
contenidos, situándose en un plano de “neutralidad” respecto los mismos. Se
trata del largo proceso de secularización de nuestra civilización jurídica, que
insignes juristas como Carl Schmitt o Wolfgang Bökenförde han descrito muy bien
desde puntos de vista diferentes.
Carl Schmitt ha ilustrado de una manera tal vez
insuperable la perspectiva jurídico-política de Thomas Hobbes y como ésta está
en la base de cualquier forma de “positivismo jurídico”. El Leviatán de Hobbes
es, al mismo tiempo, Dios, hombre, animal y máquina. El proton pseudos, el
error inicial del pensamiento político moderno, como recordaba Marino
Gentile[4], ha sido confiar al consenso originado en un pacto los mismos
fundamentos de la comunidad política. Esto es lo que hizo Hobbes, según la
interpretación que dio Schmitt: “Este pacto no concierne a una colectividad ya
dada, creada por Dios, y tampoco a un orden natural preexistente; el Estado es,
más bien, –como orden y como colectividad– el resultado del intelecto humano y
de la capacidad creadora humana, y tiene su propio origen únicamente en el
pacto”[5]. Obsérvese que, según Hobbes, también en el estado de naturaleza se
pueden hacer pactos, pero serían pactos sociales anárquicos, mientras que el
Leviatán se origina más allá de estos pactos, no se constituye a través de un
acuerdo, sino más allá de éste y, por consiguiente, es algo incomparablemente
superior. A causa de esta superioridad, el Leviatán es como un Dios en la
tierra, dada su artificialidad funcional es una máquina, y como Descartes había
dicho que el hombre es un “intelecto en una máquina”, el Leviatán de Hobbes es
el gran hombre que coincide con la gran máquina[6].
De esta manera se llega a la neutralidad del Estado
respecto a los contenidos. Si el Estado es magnun artificium, entonces es un
instrumento técnico-neutral[7] cuyo valor está en ser una buena máquina
“independiente de cualquier contenido de fines o de convencimientos políticos,
y adquiere la neutralidad respecto a los valores y a la verdad propia de un
instrumento técnico”[8]. Schmitt distingue correctamente entre “tolerancia” y
“neutralización”: en la primera, el Estado tolera el mal porque se siente
colmado por el bien; pero, en la segunda, el Estado es neutro respecto al bien
como al mal. En la neutralidad, auctoritas y potestas coinciden. ¿Acaso no es
verdad que las leyes actuales contra la vida presuponen esta concepción del
poder y de la ley? También hoy estamos ante un Estado “neutral” y una máquina
tan eficaz como formal y puramente relacionada con el procedimiento.
Sin embargo, no debemos obviar un aspecto del análisis
del Leviatán realizado por Schmitt. Los hombres están obligados a inventar el
Leviatán dada la situación de desesperación en la que se encuentran en el
estado de naturaleza. Sólo un hombre desesperado puede ponerse en manos de un
poder que es Dios, hombre, animal y máquina. El pensamiento político y jurídico
moderno de Hobbes o de Bodin nace no sólo de la desesperación del hombre del
siglo XVII ante las guerras de religión, sino de la desesperación del hombre
solo y desnudo en el estado de naturaleza, un hombre tan desesperado por poder
gozar de paz que confía la acción no a un Defensor pacis, como sonaba aún en el
siglo XIV la obra de Marsilio que, sin embargo, iniciaba este largo proceso de
reductio ad unum por parte del Estado, sino de un Creator pacis como es, de
hecho, el Leviatán. Ese hombre está desesperado porque el Dios-Estado que le
garantiza la paz no puede garantizarle también la esperanza.
Con el Estado-máquina de Hobbes se funda de manera
lúcida y trágica la “neutralidad”, según la cual el “Estado tiene el propio
orden en sí mismo y no fuera de él”, pudiendo pretender la obediencia
incondicional; si hoy el Estado no permite la objeción de conciencia –como
recordaba al inicio–, es porque el Leviatán no puede admitir un “derecho de
resistencia”, del que la objeción de conciencia es expresión.
El moderno “Estado de derecho”
La neutralidad del Estado respecto a contenidos y
verdades establecidas de manera tan determinante por Hobbes y expresadas de
manera tan gráfica en la síntesis de Dios, hombre, animal y máquina, alimenta
también al Estado liberal constitucional y parlamentario del siglo XIX, al que
normalmente llamamos “Estado de derecho”. Es la situación en la que, como dijo
Max Weber, la legalidad coincide con la legitimidad y el Estado es un “sistema
de legalidad estatal que funciona de manera calculable, sin miramientos hacia
contenidos de fines, de verdad o de justicia”[9].
Habitualmente, el Estado burgués de derecho se
contrapone al Leviatán de Hobbes. Precisamente por esto es digna de atención la
versión de Schmitt que, en cambio, lo ve como su prolongación. En el Estado de
derecho “el guardián último de cualquier derecho, garante último del orden
constituido, fuente última de toda legalidad, tutela y defensa última contra la
injusticia, es el legislador y el procedimiento legislativo que éste
utiliza”[10]. Cuando, además, la voluntad del Estado se identifica con la
voluntad del pueblo, cada ley que es fruto de la voluntad popular expresada por
el Parlamento tiene la autoridad y la dignidad que le deriva de su relación con
el Derecho. Llegamos, así, a la noción actual de ley: “La ley en una democracia
es la voluntad contingente del pueblo dada caso por caso; es decir, en
práctica, la voluntad de aquella que, en cada caso, es la mayoría de los
ciudadanos electores”[11].
El principio de “neutralidad” fundado por Hobbes
continúa y se hace específico en el Estado constitucional y democrático en el
que derecho y legalidad se convierten en formas de procedimiento, indiferentes
y disponibles a cualquier contenido. La neutralidad entre derecho e injusticia
hace posible que el hecho jurídico del “tirano” esté presente también en el
Estado burgués de derecho. Tirano es quien ha obtenido el poder de manera
ilegal o quien, una vez obtenido de manera legal, lo ejerce de forma ilegal.
Quien tiene la mayoría no pertenece a ninguna de estas dos tipologías y, por lo
tanto, no puede ser un tirano. La mayoría “no cometerá nunca injusticias, sino
que transformará cada acción suya en derecho y legalidad”[12]. Pero
precisamente, ésta es la peor tiranía.
Insuficiencia de la fórmula de Böckenförde
Es fácil encontrar en la actual legislación contra la
vida la perfecta aplicación de estas concepciones de la legalidad coincidentes
con la legitimidad. La “neutralidad” hobbesiana y weberiana de la máquina pasa
a ser la neutralidad de la máquina legislativa, parlamentaria y democrática.
También las democracias liberales entran en el caso del Leviatán.
Sin embargo, aquí nace un problema de importante
alcance. Al principio de mi intervención he indicado un umbral más allá del
cual el Estado, que se presume tolerante, asume como propio un compromiso
sistémico e institucional contra los principios no negociables, entre los que
el derecho a la vida se sitúa en primer lugar. Carl Schmitt explica bien cómo
se ha llegado a la “neutralidad” de la política y de la ley en cuestiones de
verdad y de contenido. Pero esta fase –como decía antes–, hoy ha sido superada
porque la ley ya no es neutral respecto a la naturaleza, sino que se pone al
servicio de la contra-naturaleza. En la actualidad, el Estado exige como
obligatorios los principios contrarios a los principios naturales, es decir,
los innaturales. Hoy no es negociable el derecho al aborto, o el derecho al
matrimonio para todos, o el derecho a tener un hijo a través de la fecundación
artificial. Es evidente que ya no se trata de simple neutralidad.
Puede ser útil recordar, en este punto, la conocida
fórmula de Böckenförde según la cual “el Estado liberal secularizado vive de
supuestos que no puede garantizar”. Es una frase que podríamos extender al
capitalismo, el cual, según Schumpeter, destruye valores que no es capaz de
reconstruir, y a la democracia, fundada sobre valores, come decía Maritain en
contraste con Kelsen, que debe suponer para funcionar.
La fórmula de Böckenförde plantea el problema de la
secularización, en este caso, de la secularización del Derecho, y concluye con
una posición que podríamos llamar, de manera provocadora, ratzingeriana: el
Estado secularizado debería vivir “como si existiese Dios”, etsi Deus
daretur[13]. Pero todos ven que se trata de una posición insostenible.
Organizarse como si existiera Dios significaría organizarse como si fuera una
hipótesis, basándose en una hipótesis operativa, que no se asumiría en sí, sino
en las consecuencias de funcionalidad que permite. Significaría dar crédito al
carácter de hipótesis y deducción del pensamiento político y jurídico moderno,
que en la hipótesis del estado de naturaleza planteaba el inicio de un
razonamiento deductivo impecable y, a la vez, artificial. Es más: impecable
precisamente por su artificialidad. Böckenförde plantea el problema de la
secularización del Derecho, pero piensa que en un determinado momento –no se
conoce por qué motivo–, el Estado secularizado debería arrepentirse y,
considerando los efectos devastadores de la secularización, vivir como si
existiera Dios, recuperando ya no el fundamento, sino la hipótesis compartida
y, por lo tanto, convencional, del fundamento. Es una propuesta de origen
kantiano. También el filósofo de Königsberg decía que Dios y el alma no son
cognoscibles, pero que es necesario vivir como si (als ob) lo fueran. La
actitud recuerda también a Jürgen Habermas, el cual siente la falta del
concepto de “naturaleza” para orientarse en campo bioético, pero en la
imposibilidad de conocer verdaderamente la naturaleza humana pide, por lo
menos, que se proceda, hipotéticamente, como si aquella existiera.
Esta visión de la secularización es insostenible, dado
que no explica por qué dicho proceso debería, a un cierto punto, detenerse,
buscando un probable punto de equilibrio. Por otra parte, la solución de
Böckenförde no explica cómo se atraviesa el umbral que he indicado al comienzo
de mi intervención. Puede, tal vez, explicar la “neutralidad”, pero no la
pretensión del Estado de convertirse en Dios imponiendo, y no sólo tolerando, el
mal, y prohibiendo la objeción de conciencia como expresión del derecho de
resistencia hacia el tirano.
Respecto al proceso de secularización, el pensamiento
católico ha expresado, al mismo tiempo, una sumisión poco justificable, vista
como una corrosión de lo indisponible, pero pensando –como hace, por ejemplo,
Böckenförde–, que en un determinado momento el Estado podrá decidir vivir como
si dicha corrosión de lo indisponible no hubiera sucedido. Esto, entre otras
cosas, comporta que la corrosión de lo indisponible, en un determinado momento,
no se sabe por qué motivo, se detenga y cree un sistema de libertad favorable
también al cristianismo. Pero el escenario que he descrito al inicio desmiente
todo esto: hoy, la legislación contra la vida quiere volver a plasmar la
naturaleza humana anulando la presencia de Dios en el mundo. En la
secularización hay, por lo tanto, un alma coherente e imparable que, sin el
freno de un Kathecon, tiende a la solución final[14]. También la desesperación
tiene una lógica de la que no se puede huir. Es necesario comprender que la
fase de la “neutralidad” era el prólogo da la fase sucesiva de la
sistematicidad y la institucionalización del mal. Primero el pensamiento
político renuncia a Dios, pero después lo combate para eliminarlo; primero
renuncia a la naturaleza, pero después la combate para eliminarla y volverla a
plasmar. Normalmente se considera que el positivismo, incluido el positivismo
jurídico tipo el de Kelsen, por ejemplo, es paradigma de neutralidad. En
cambio, cuando la razón, en este caso la razón jurídica, se separa de la
religión no puede no transformarse en antirreligiosa. Augusto Del Noce y
Cornelio Fabro nos habían puesto en guardia ante este posible equívoco,
invitándonos a no caer en el engaño[15].
Algunas consideraciones de futuro
Cuando Joseph Ratzinger, en su inolvidable discurso de
Subiaco del 1 de abril de 2005[16], invitó a los no creyentes a vivir como si
existiera Dios, todos captaron el carácter provocador de dicha afirmación. Con
esta provocación, el cardenal y futuro pontífice quería criticar la
secularización de la razón que, una vez separada del fundamento religioso, sólo
puede acabar en una continua corrosión del sentido, portadora de desgracia. La
crítica de Ratzinger al proceso de secularización es más profunda de cuanto se
suele pensar. Nos dejó muchos ejemplos, desde el Discurso en la Universidad de
Ratisbona de septiembre de 2006, hasta el Discurso al Bundestag alemán del 22
de septiembre de 2011 que, dado el tema, nos concierne de cerca en esta
ocasión.
Centrándonos brevemente en este último texto,
observamos una condena despiadada de la democracia de la mayoría, que retoma
las afirmaciones de Schmitt. Sentencia de condena de la equiparación entre
legalidad y legitimidad que no puede detenerse sólo en la neutralidad del
Estado, sino que necesariamente evoluciona en el Estado creador de un nuevo
derecho: la injusticia legal. La visión positivista de la naturaleza, observa
Ratzinger, no sólo no consigue captar en la naturaleza un discurso sobre la
justicia que pueda dar legitimidad a la legalidad, sino que incluso pone las
bases para volver a plasmar la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre.
La posición positivista no es sólo de neutralidad, como ya hemos dicho en
diversas ocasiones, sino que es contra natura, una violación de la naturaleza
de la que el Estado se apropia y que fomenta en primera persona.
La invitación, por lo tanto, es volver plenamente a la
naturaleza como expresión de una ley moral natural y de un derecho natural. En
el Discurso al Bundestag, Benedetto XVI aclaró que “el cristianismo nunca ha
impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento
jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza
y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía
entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que
ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”[17]. Hay que prestar
atención a las dos partes de este importante pasaje. Se dice que el terreno de
la justicia es, ante todo, el del derecho natural, pero se añade inmediatamente
después que esto no puede sostenerse solo, sin el fundamento transcendente en
Dios creador. Y no puede ser suficiente fundar el derecho natural en la
hipótesis del Dios creador –etsi Deus daretur–, mientras es posible, mediante
el reconocimiento de la existencia del derecho natural, recuperar su fundamento
en Dios creador, como garantía de la misma laicidad del derecho natural. Con el
que el proceso de secularización es combatido hasta el fondo.
He aquí, entonces, el resumen conclusivo de mi larga
intervención. La secularización ha producido, primero, la neutralidad del
Estado; y, después, ha hecho del Estado el primer sujeto comprometido en la imposición
de una contra-verdad. La respuesta debe ser confirmar el valor universal y
puramente racional del derecho natural[18], pero como vía para una recuperación
también de su fundamento transcendente, sin el cual también el derecho natural
es concebido como neutral y, por lo tanto, incapaz de sostenerse e incline,
siempre, a ser manipulado en la contra-naturaleza.
S.E. Mons. Giampolo Crepaldi
Centro de Estudios Livatino – Milán, 19 de febrero de
2018
[1] Observatorio Cardenal Van Thuân, La crisis jurídica
o la injusticia social, Quinto Informe sobre la Doctrina social de la Iglesia
en el mundo, por G. Crepaldi y S. Fontana, Cantagalli, Siena 2013.
[2] “Boletín de Doctrina social de la Iglesia” XI
(2015) 3, con artículos de G. Crepaldi, S. Cecotti, R. Frullone, G. Cerrelli,
J. A. Treglia, B. Blanco, M. Pinton.
[3] T. Collin, Le marriage sans limite, “Liberté
politique”, n. 59, marzo-abril 2013, pp. 29-36.
[4] M. Gentile, Prefazione a D. Castellano (editado
por), Rivoluzione francese e coscienza europea oggi: un bilancio, Edizioni
Scientifiche Italiane, Nápoles 1991, p. 14.
[5] C. Schmitt, Sul Leviatano, introducción de G.
Galli, Il Mulino, Bolonia 2011, p. 68.
[6] Ivi, pp. 65-74.
[7] Ivi, p. 76.
[8] Ivi, p. 77.
[9] Ivi, p. 108.
[10] C. Schmitt, Legalità e legittimità, introducción
de C. Galli, Il Mulino, Bolonia 2018, p. 53.
[11] Ivi, p. 58.
[12] Ivi, p. 62.
[13] En Joseph Ratzinger la invitación tenía un claro
carácter de sana provocación.
[14] M. Cacciari, Il potere che frena. Saggio di
teologia politica, Adelphi, Milán 2015.
[15] El Padre Cornelio Fabro siempre ha indicado el
proceso de secularización como secularismo y ha demostrado el carácter
radicalmente ateo del proceso de secularización. Augusto Del Noce sostiene que
la religión cristiana contiene en sí una metafísica y la razón no debe salir de
ella para desarrollarla; si lo hace se convierte en positivismo, es decir, no
neutralidad sino negación de la religión. También H. De Lubac había demostrado
que el positivismo es la forma más radical del ateísmo anticristiano. No es
posible, por lo tanto, salvar una presunta neutralidad del positivismo
pidiéndole vivir como si existiera Dios.
[16] J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi
delle culture, Cantagalli, Siena 2005. p. 61.
[17] Benedetto XVI, Discurso en ocasión de la visita
al Parlamento federal de Alemania, 22 de septiembre de 2011.
[18] Benedetto XVI lo ha hecho en muchísimas
ocasiones. Se puede ver una recopilación en: Benedetto XVI, Il posto di Dio nel
mondo. Potere, politica, legge, editado por S. Fontana, Cantagalli 2013.