exige desarrollo
Eduardo Levi-Yeyati
LA NACION,
JUEVES 07 DE ABRIL DE 2016
De qué hablamos cuando hablamos de eliminar la
pobreza? Desde un punto de vista estrictamente estadístico, casi circular,
solemos pensar la pobreza como el porcentaje de la población que está por
debajo de la línea de pobreza, con ingresos diarios por debajo de un umbral
arbitrario que en 2015 el Banco Mundial estimó en 1,9 dólares ajustados por
poder adquisitivo. Según esta definición, para eliminar la pobreza bastaría con
garantizar el acceso universal a una canasta básica de bienes y servicios,
aumentando subsidios y transferencias a la población que se encuentra bajo la
línea de pobreza.
Esta "pobreza de ingresos" no es
perfectamente comparable entre países (mucho menos en el caso de la Argentina,
donde la distorsión de los datos hizo que esta medida fuera primero desestimada
y luego discontinuada). Más importante aún, los ingresos corrientes, si bien
son esenciales, suelen ser una brújula insuficiente a la hora de orientar la
política social. Para dar cuenta del problema de la pobreza, la definición
debería ser ampliada al menos en dos dimensiones: una transversal y otra
dinámica.
La primera de estas dos extensiones surge naturalmente
cuando pensamos la pobreza como la ausencia de calidad de vida, o de bienestar.
La cartera de consumo que contribuye a nuestro bienestar está en gran medida
compuesta de bienes y servicios básicos provistos por el Estado de manera
gratuita o subsidiada, como la educación, la salud o el transporte, o de uso
compartido, como la seguridad, la Justicia o el medio ambiente. Nada de esto
está incluido en las estadísticas de pobreza, pero sin esos bienes y servicios
seríamos mucho más pobres.
De hecho, una "sociedad de clase media" (esa
tierra prometida de los países en desarrollo) es aquella donde la calidad de
vida es igualada hacia arriba precisamente por estos bienes y servicios del
Estado. Por eso, un "pobre de ingresos" es menos pobre en Europa que
en la Argentina. Por eso, si el ingreso sube a expensas de la calidad de los
servicios públicos, como en la Argentina de la última década, uno se siente a
la vez más rico y más pobre. Y protesta. Con razón.
Reducir la pobreza en sentido amplio, además de la
universalización de asignaciones y jubilaciones, exige reformas en la salud y
la educación públicas, inversiones en infraestructura. Y mejoras en el hábitat,
ese rubro huérfano de la política pública del que nadie suele hacerse cargo:
cloacas, iluminación, seguridad, agua potable, son algunos de los rubros
esenciales para eliminar la verdadera pobreza.
Por último, un programa contra la pobreza no puede
pasar por alto la diferencia entre transferencias y empleo, entre la asistencia
y el salario. El trabajo, además de ingresos, suma en la mayoría de los casos
beneficios psicosociológicos innegables. Como decía Martin Luther King en su
discurso más celebrado, hay que sacar a la gente de la pobreza de cualquier
modo, pero luego hay que darle un trabajo.
Lo que nos lleva a la segunda extensión de la gesta
contra la pobreza, la dinámica, crucial en una economía errática como la
nuestra. La protección que dan los programas sociales es estática, y por lo
tanto frágil, reversible. La renta fiscal le pone un techo para seguir
avanzando, techo que, en un país con un déficit fiscal del 6% del producto como
el nuestro, es más bajo de lo deseable. Además, al definir sus logros sobre la
base del ingreso corriente, la protección social es más sensible a los ciclos
económicos y fiscales. Eliminar la pobreza de manera dinámica también es evitar
la tentación proselitista de repartir lo que no se tiene.
Con perdón del tecnicismo, el bienestar, para ser
permanente, no puede ser sólo flujos corrientes; necesita, fundamentalmente, de
la acumulación de stocks.
Desde un punto de vista dinámico, la protección social
es apenas el remedio transitorio contra el fracaso de la gesta contra la
pobreza; el mal menor. Centrar el desarrollo social en la protección social es
casi una capitulación. Un regreso al asistencialismo de entreguerras, a
expensas del Estado benefactor de posguerra.
El objetivo del desarrollo social es, como su nombre
lo indica, esencialmente dinámico: la movilidad social ascendente. Para salir
de la pobreza, hay que entrar en la riqueza. Promoviendo el ahorro del
gobierno, la estabilidad fiscal necesaria para completar el consumo de los
individuos y convertir beneficios sociales en derechos sostenibles.
Y, sobre todo, promoviendo el ahorro de los
individuos.
Algo que a veces suelen pasar por alto las políticas
sociales es que una mejora en la distribución del ingreso (por ejemplo, por
aumento del empleo o de las transferencias) puede derivar rápidamente en un
deterioro de la distribución de la riqueza. Por ejemplo, si los trabajadores
consumen todo el aumento de su ingreso, éste terminará eventualmente en las
manos concentradas de los proveedores de sus consumos. Del mismo modo, si las
tasas pierden contra la inflación, el ahorro financiero subsidiará al deudor
(los sujetos con acceso al financiamiento: clase media alta, empresas,
gobierno) a expensas del ahorrista de cuenta sueldo y plazo fijo deprimido.
Así, un incremento del ingreso relativo de los que menos tienen puede
traducirse en un incremento de la riqueza relativa de los que más tienen.
Por eso, cuando hablamos de reducir la pobreza,
también hablamos de educación, de vivienda, de inclusión financiera. Más
precisamente, de una reforma de la educación pública que no se desentienda del
valor económico de la acumulación del capital humano; de un programa de acceso
o autoconstrucción de viviendas que apunte a los sectores que no tendrán acceso
al crédito en el futuro cercano; de un sistema financiero que no defina ahorro
como gasto subsidiado ni base su negocio en la erosión inflacionaria del
ahorrista.
Dejo para lo último la pelea de fondo: la eliminación
dinámica de la pobreza sería impensable sin la creación de empleo sustentable.
Y en un país que aspira a integrarse a un mundo donde el empleo en todos los
sectores está siendo lentamente reemplazado por la máquina, la generación de
empleo probablemente sea el escollo más arduo en la lucha contra la pobreza.
Como pronosticaba el Nobel de Economía Wassily
Leontief, "el rol de los humanos como insumo de la producción disminuirá
como disminuyó hasta desaparecer el rol de los caballos en la producción
agrícola con la introducción de los tractores". A diferencia de las
revoluciones previas, esta vez las opciones parecen ser el estancamiento de la
productividad o la maquinización del trabajo. Y la máquina que sustituye
trabajo aumenta la productividad (y el ingreso del dueño de la máquina, y de
los trabajadores remanentes) a expensas de la destrucción del empleo más
"reemplazable" (y de la equidad). Razón de más para pensar la
política contra la pobreza en términos amplios que incluyan, también, la
formación técnica, y un nuevo contrato entre trabajadores y empresarios
orientado a amortiguar los costos del desempleo tecnológico.
Ingreso universal, infraestructura, educación,
hábitat, inclusión financiera, empleo productivo. Cuando hablamos de eliminar
la pobreza estamos hablando, en definitiva, de desarrollo.
Presidente del consejo de administración del Cippec