Gabriel Palumbo
LA NACION, LUNES
12 DE OCTUBRE DE 2015
En junio de este año, Tim Hunt, un bioquímico inglés
que ganó el Premio Nobel en 2001, se vio obligado a presentar su renuncia al
University College de Londres tras haber declarado que, desde su punto de
vista, se generaban ciertas dificultades cuando hombres y mujeres compartían el
trabajo en el laboratorio. La presión social sobre Hunt luego de su declaración
fue tan grande que hasta la Royal Society se sintió obligada a expedirse y a
criticarlo duramente por sus opiniones. Se lo acusó de sexista, de
discriminador y hasta de incompatibilidad con la práctica científica. Hunt tuvo
que dar explicaciones públicas y pedir perdón a la comunidad científica
británica y a sus colegas mujeres.
Otro caso similar es el de Larry Summers, que hasta
febrero de 2006 fue presidente de la Universidad de Harvard. Durante el tiempo
que duró su gestión, unos cinco años, Summers sostuvo en varias ocasiones que
las mujeres carecían de habilidades innatas para las ciencias duras. El
economista, que llegó a ser secretario del Tesoro en la gestión de Bill
Clinton, argumentaba que el motivo por el cual menos mujeres llegan a puestos
altos en disciplinas como la ingeniería o las matemáticas tenía más que ver con
cuestiones biológicas que sociales. Finalmente, debió renunciar.
En agosto del año pasado, Jorge Lanata discutió al
aire la condición de madre de la travesti Florencia de la V, haciendo eje en su
condición biológica. "En todo caso serás padre", sugirió Lanata. Dio
un paso más y dijo: "No sos una mina, sos un trava con documento de
mina". El periodista fue sancionado a través de la institución estatal que
se encarga de este tipo de vigilancia. Los cargos refirieron a una equivocada
postura semántica frente a los travestis.
Podemos encontrar muchos más ejemplos de personas que
perdieron sus trabajos, su prestigio y sufrieron sanciones por opinar. Se
impone, de a poco y a veces inadvertidamente, una suerte de legitimidad
discursiva de sentido único que va construyendo lo que se entiende por
corrección política.
Los lenguajes -y sus consecuencias prácticas- se
fundan dentro de un proceso social e histórico en el que no todos los actores
tienen el mismo peso y el mismo poder. Cuando un discurso es portador de ese
poder, se convierte en un discurso legítimo. Por lo tanto, la imposición de
legitimidad de un tipo específico de discurso es un acto fundamentalmente
político. Pero situar un hecho o una actitud en lo político no implica hacerlo
dentro del universo de la democracia.
La tensión entre las construcciones discursivas
legítimas y la libertad de expresión no es una novedad, pero, en este caso,
esta limitación proviene del centro mismo de la democracia. Cada vez con mas
intensidad, la democracia consagra un tipo de corrección política que conspira
contra la libertad y consagra limitaciones al debate que discuten su propia
definición. Esta paradoja es sumamente peligrosa, dado que la corrección
política, por su capacidad de generar valoraciones de tipo moral, va armando
verdaderos cruzados que siempre están dispuestos a dar un paso más para
defender lo que creen correcto.
Estos ejercicios de corrección política que han venido
ganando espacio en todo el mundo han terminado por generar con el tiempo una
preocupante limitación de la libertad de expresión. En tiempos en donde la
democracia no tiene demasiados enemigos externos, es importante detenerse a
pensar sobre esos resquicios en donde la democracia se hiere a sí misma, allí
donde el mal surge del bien.
Las limitaciones en la discusión, el temor a la
sanción social y la naturalización acerca de que es mejor no arriesgar son
compañeros ideales del empobrecimiento de la democracia. Si es la propia
democracia la que pone límites y lo hace en función de la entronización de
posiciones hipotéticamente superiores desde el punto de vista moral o
valorativo, estamos ante una encrucijada difícil y de consecuencias
desconocidas. En rigor de verdad, estas actitudes podrían tomarse sin demasiado
complejo como antidemocráticas.
Volvamos por un segundo a los ejemplos iniciales.
Confirmemos que los dichos del profesor Hunt son una tontería, que las ideas
del señor Summers son discutibles y que Lanata tiene una visión conservadora de
género. ¿Y cuál es el problema? ¿Por qué deberíamos pagar con libertad de
expresión el hecho de que alguien, incluso un Nobel, diga una zoncera?
Finalmente, ¿por qué no hay derecho a equivocarse y por qué una sola y única
acción puede llegar a determinar el resto de una carrera o una vida? ¿Por qué
razón alguien no puede pensar que quien nació biológicamente mujer lo seguirá
siendo independientemente de su opción sexual o incluso construcción subjetiva?
Únicamente una sociedad profundamente iliberal prefiere guardar la corrección
antes que la libertad.
La relación entre libertad y democracia es tan fuerte
como problemática. Las tentaciones autoritarias nunca están lo suficientemente
lejos. La libertad se alimenta de sí misma. Nadie puede hacer uso de la
libertad si no está dispuesto a que los demás también lo hagan. Cuidar esa
libertad debería ser el principal objetivo de los demócratas, por encima de
cualquier otro bien o de cualquier convención. Cualquier cosa debería ser
preferible a censurar una opinión.
La capacidad de experimentación de la democracia
reclama la tolerancia ante el error. Más radicalmente, podría asegurarse que la
posibilidad del error es constitutiva de la posibilidad de mejorar de la
democracia. Sin esa condición, es imposible arriesgar y crear, y sin eso no es
posible imaginar la suma de graduales reformas que hacen más interesante
cualquier experiencia particular de democracia. Una sociedad vigilada y autocontenida
por una corrección política que reconoce un solo andarivel y que,
pretendiéndose progresista, es profundamente conservadora agiganta los
problemas de nuestras democracias.
Sociólogo y doctor en Ciencias Políticas