Mensaje de papa
Francisco para la
Jornada Mundial de la Alimentación (Ciudad del Vaticano, 16 de octubre
de 2014)
Al Señor José Graziano da Silva
Director general de la FAO
1. Un año más, la Jornada Mundial de
la Alimentación
se hace eco del grito de tantos hermanos y hermanas nuestros que en diversas
partes del mundo no tienen el pan de cada día. Por otra parte, nos hace pensar
en la enorme cantidad de alimentos que se desperdician, en los productos que se
destruyen, en la especulación con los precios en nombre del dios beneficio. Es
una de las paradojas más dramáticas de nuestro tiempo, a la que asistimos con
impotencia, pero a menudo también con indiferencia, «incapaces de compadecernos
ante los clamores de los otros, [...] como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe» (Evangelii Gaudium, 54).
A pesar de los
avances que se están realizando en muchos países, los últimos datos siguen
presentando aún una situación inquietante, a la que ha contribuido la
disminución general de la ayuda pública al desarrollo. Pero más allá de los
datos, hay un aspecto importante del problema que no ha recibido todavía la
debida consideración en las políticas y planes de acción: quienes sufren la
inseguridad alimentaria y la desnutrición son personas y no números, y
precisamente por su dignidad de personas, están por encima de cualquier cálculo
o proyecto económico.
También el tema
propuesto por la FAO
para la presente Jornada – Agricultura familiar: Alimentar al mundo, cuidar el
planeta – pone de relieve la necesidad de partir de las personas, como
individuos o como grupos, a la hora de proponer nuevas formas y modos de
gestión de los diferentes aspectos de la alimentación. En concreto, es
necesario reconocer cada vez más el papel de la familia rural y desarrollar
todas sus potencialidades. Este año dedicado a la agricultura familiar, que
ahora concluye, ha servido para constatar de nuevo que la familia rural puede
responder a la falta de alimentos sin destruir los recursos de la creación.
Pero, para ello, hemos de estar atentos a sus necesidades, no sólo técnicas,
sino también humanas, espirituales, sociales y, por otra parte, tenemos que
aprender de su experiencia, de su capacidad de trabajo y, sobre todo, de ese
vínculo de amor, solidaridad y generosidad, que hay entre sus miembros y que
está llamado a convertirse en un modelo para la vida social.
La familia, de hecho,
favorece el diálogo entre diversas generaciones y pone las bases para una
verdadera integración social, además de representar esa deseada sinergia entre
trabajo agrícola y sostenibilidad: ¿quién se preocupa más que la familia rural
por preservar la naturaleza para las próximas generaciones? ¿y a quién le
interesa más que a ella la cohesión entre las personas y los grupos sociales?
Ciertamente las normas y las iniciativas en favor de la familia, en el ámbito
local, nacional e internacional, distan mucho de colmar sus exigencias reales y
esto es un déficit que hay que atajar. Está muy bien que se hable de la familia
rural y que se celebren años internacionales para recordar su importancia, pero
no es suficiente: esas reflexiones tienen que dar paso a iniciativas concretas.
2. Defender a las
comunidades rurales frente a las graves amenazas de la acción humana y de los
desastres naturales no debería ser sólo una estrategia, sino una acción
permanente que favorezca su participación en la toma de decisiones, que ponga a
su alcance tecnologías apropiadas y extienda su uso, respetando siempre el
medio ambiente. Actuar así puede modificar la forma de llevar a cabo la
cooperación internacional y de ayudar a los que pasan hambre o sufren
desnutrición.
Nunca como en este
momento ha necesitado el mundo que las personas y las naciones se unan para
superar las divisiones y los conflictos existentes, y sobre todo para buscar
vías concretas de salida de una crisis que es global, pero cuyo peso soportan
mayormente los pobres. Lo demuestra precisamente la inseguridad alimentaria: si
bien es cierto que, en diversa medida, afecta a todos los países, la parte más
débil de la población mundial recibe sus efectos antes y con más fuerza.
Pensemos en los hombres y mujeres, de cualquier edad y condición, que son
víctimas de sangrientos conflictos y de sus consecuencias de destrucción y de
miseria, entre ellas, la falta de casa, de atención médica, de educación.
Llegan incluso a perder toda esperanza de una vida digna. Para con ellos
tenemos la obligación, en primer lugar, de ser solidarios y de compartir. Esta
obligación no puede limitarse a la distribución de alimentos, que puede
quedarse sólo en un gesto “técnico”, más o menos eficaz, pero que se termina
cuando se acaban los suministros destinados a tal fin.
Compartir, en cambio,
quiere decir hacerse prójimo de todos los hombres, reconocer la común dignidad,
estar atentos a sus necesidades y ayudarlos a remediarlas, con el mismo
espíritu de amor que se vive en una familia. Ese mismo amor nos lleva a
preservar la creación como el bien común más precioso del que depende, no un
abstracto futuro del planeta, sino la vida de la familia humana, a la que le ha
sido confiada. Este cuidado requiere una educación y una formación capaces de
integrar las diversas visiones culturales, los usos, los modos de trabajo de
cada lugar sin sustituirlos en nombre de una presunta superioridad cultural o
técnica.
3. Para vencer el
hambre no basta paliar las carencias de los más desafortunados o socorrer con
ayudas y donativos a aquellos que viven situaciones de emergencia. Es
necesario, además, cambiar el paradigma de las políticas de ayuda y de
desarrollo, modificar las reglas internacionales en materia de producción y
comercialización de los productos agrarios, garantizando a los países en los
que la agricultura representa la base de su economía y supervivencia la
autodeterminación de su mercado agrícola.
¿Hasta cuándo se
seguirán defendiendo sistemas de producción y de consumo que excluyen a la
mayor parte de la población mundial, incluso de las migajas que caen de las mesas
de los ricos? Ha llegado el momento de pensar y decidir a partir de cada
persona y comunidad, y no desde la situación de los mercados. En consecuencia,
debería cambiar también el modo de entender el trabajo, los objetivos y la
actividad económica, la producción alimentaria y la protección del ambiente.
Quizás ésta es la única posibilidad de construir un auténtico futuro de paz,
que hoy se ve amenazado también por la inseguridad alimentaria.
Este enfoque, que
deja ver una nueva idea de cooperación, debería interesar e implicar a los
Estados, a las instituciones y a las organizaciones de la sociedad civil, así
como a las comunidades de creyentes que, con múltiples iniciativas, viven a
menudo con los últimos y comparten las mismas situaciones y privaciones,
frustraciones y esperanzas.
Por su parte, la Iglesia católica, a la vez
que continúa su actividad caritativa en los diversos continentes, está
dispuesta a ofrecer, iluminar y acompañar tanto la elaboración de políticas
como su actuación concreta, consciente de que la fe se hace visible poniendo en
práctica el proyecto de Dios para la familia humana y para el mundo, mediante
una profunda y real fraternidad, que no es exclusiva de los cristianos, sino
que incluye a todos los pueblos.
Que Dios Omnipotente
bendiga a la FAO ,
a sus Estados miembros y a cuantos dan lo mejor de sí para alimentar al mundo y
cuidar el planeta en beneficio de todos.
Francisco
Vaticano, 16 de
octubre de 2014