JORGE SOLEY
La Gaceta, 20-10-14
El cambio climático
(primero fue el calentamiento global, ¿recuerdan?, pero tras varios años de
heladas se pasó al más general cambio climático) es uno de los dogmas más
intocables en el discurso dominante de lo políticamente correcto. Que el clima
cambia no es ninguna novedad: siempre lo ha hecho. Lo nuevo es atribuir en
exclusiva este cambio a las acciones del ser humano y proclamar el deber de
corregir nuestro comportamiento para evitarlo. El único problema es que el
supuesto “consenso científico” no es tal y cada vez hay más datos y científicos
que advierten de que las cosas no son tan sencillas.
No obstante, tras
esto del cambio climático hay algo más, algo que supera el mero debate
científico. Si no fuera así, no se entienden las pasiones que levanta, las
excomuniones fulminantes que provoca en todo aquel que se atreve a dudar de las
consignas catastrofistas y demasiado a menudo antihumanas de personajes como Al
Gore y su coro de fans malthusianos. En un mundo relativista, el cambio
climático se presenta como un dogma intocable.
La Iglesia, por su
parte, siempre ha recordado que la Creación es un don de Dios al hombre y que,
en consecuencia, éste debe servirse de ella, cuidarla y entregarla a sus hijos
en las mejores condiciones posibles. Las presiones para que la Iglesia católica
adaptase su discurso a las máximas políticamente correctas han sido fuertes, pero
hasta ahora sin éxito: en la encíclica de Benedicto XVI “Caritas in Veritate”
no se recoge el concepto de “desarrollo sostenible” y sí el de “desarrollo
humano integral”, que para fastidio de los ideólogos del “cambio climático”
mantiene al hombre en el centro de la Creación y no lo reduce a una factor más
de la vida del planeta.
Dos recientes
intervenciones de los cardenales Parolin, en la ONU, y Maradiaga, en la Cumbre
de las religiones sobre el clima, parecen indicar que algunos en la Iglesia
quieren plegarse al discurso dominante en materia climática. La revista
Science, comentando un congreso organizado por la Pontificia Academia de las
Ciencias Sociales, ha podido escribir que la Iglesia, por fin, había abrazado
el concepto malthusiano de sostenibilidad.
No es tampoco nada
nuevo: desde hace años algunos episcopados (sobre todo en Francia y Alemania) y
ONGs católicas promueven la inclusión del concepto de “desarrollo sostenible”
en la Doctrina Social de la Iglesia. El problema, repetimos, es que este concepto,
relativamente nuevo (aparece en el Informe de la Comisión Brundtland, Our
Common Future, en 1987) considera que el mundo está superpoblado y que
consumimos muchos más recursos de los que la naturaleza puede ofrecernos. Para
evitar las catástrofes que de ello se derivan, sería indispensable el control
mundial de la población.
El cardenal Parolin
basó su intervención en la ONU en la asunción del dogma del cambio climático
antropogénico, esto es, causado por el hombre, del que dijo que existe consenso
científico. Esta afirmación le habrá valido la sonrisa y la palmadita en la
espalda de los organizadores del acto, lo cual siempre es muy agradable, pero
por desgracia es falsa. La verdad es que no hay consenso científico. De hecho,
decenas de miles de científicos (que entre ellos tienen, a su vez,
discrepancias) se han puesto de acuerdo en denunciar la histeria de la
ideología del calentamiento global y han mostrado su apoyo al Global Warming
Petition Project. Más allá de que las verdades científicas no dependan del
número de científicos que las sostienen, la asunción de esa postura como propia
de la Iglesia católica es una muestra de imprudencia e hipoteca la credibilidad
de la Iglesia en un asunto que no es de su directa incumbencia.
Más problemáticas son
las palabras del cardenal Maradiaga, que sostiene que “los cambios climáticos
son el principal obstáculo para erradicar la pobreza”. Inconsistente científica
y económicamente, esta teoría culpabiliza a las industrias emisoras de CO2 de,
por ejemplo, la malnutrición de los países pobres. Conozco Honduras, tierra
natal del cardenal Maradiaga, y los problemas que sufre, y les aseguro que si,
en mi próximo viaje a aquellas bellas y acogedoras tierras, cuando algunos
amigos me hablen del problema del narcotráfico, de las maras, de la corrupción,
del fracaso escolar, les respondo que todo eso es lo de menos, que el problema
que tienen, en el fondo, es el cambio climático y que si los países del primer
mundo cambian su tecnología de producción o pagan unas tasas en forma de
derechos de emisión de gases ellos dejarían atrás la pobreza, me tomaran por un
majadero o, como me conocen, creerán que estoy de broma.
Una vez más, no
parece lo más adecuado ni prudente que la Iglesia tome parte en una discusión
científica que no le compete. Eso no significa que la Iglesia no tenga nada que
decir: William Patenaude, que trabaja como regulador climático y es
moderadamente favorable a la teoría de que el cambio climático antropogénico es
real, propone en The Catholic World Report algunas ideas. Como por ejemplo que
la reflexión ecológica debe referirse a la Ley Natural. O que “el papel de la
Iglesia en el mundo no es ser como el mundo, ni siquiera ser apreciada, sino
penetrar y elevar el mundo”. O que siempre hay que proclamar el Evangelio.
Claro que hablando así quizás no recibimos tantas sonrisas ni palmaditas en la
espalda.