Por Eduardo
Fracchia
Desde que comenzó la
recuperación económica en abril de 2002, el crecimiento del producto y el
derrame han eclipsado parcialmente la preocupación por consolidar un proceso de
desarrollo que siente las bases para la inclusión social de largo plazo.
En primer lugar, hay
que reconocer que la cuestión social ha sido uno de los ejes centrales del
relato y en forma parcial de la agenda de los Kirchner. Podemos enumerar una
larga lista de logros, más allá del debate acerca de si fueron alcanzados
gracias a la generosa coyuntura del mercado de granos.
Medidas que
contribuyeron al bienestar fueron, entre otras, la universalización de los
beneficios para la niñez y para los jubilados. Específicamente, esto se refiere
a la instauración de la
Asignación Universal por Hijo (AUH), derecho humano básico y
no subsidio según Kliksberg, y a la extensión e indexación de las jubilaciones
a aquellos inactivos que no habían contribuido al sistema previsional. Fueron
positivos también los aumentos de salario mínimo y las paritarias.
El marco laboral
mejoró y mucho. Inicialmente, la fuerte devaluación del peso generó un cambio
de precios relativos favorable al mercado laboral, lo que alentó la creación de
empleos gracias al incremento de la competitividad cambiaria. De este modo,
desde el 20,4% de desocupación observado a comienzos de 2003, la tasa se ubica
hoy en torno al 7%, con 3,4 millones de empleos creados en el período. Esta
recuperación tuvo un impacto innegable en el consumo y, por lo tanto, en el
bienestar. La bonanza se reflejó en las urnas.
La pobreza, otro
indicador social clave, cayó parcialmente en este mismo período, sobre todo en
el primer mandato K. Mientras que en el primer semestre de 2003, 54% de los
individuos eran pobres y alrededor de 27,7% eran indigentes, las últimas cifras
no oficiales y confiables nos hablan de valores cercanos a un triste 22% para
la pobreza (guarismo de 6,5% si se toma el Indec).
Sin embargo, debemos
también señalar deudas pendientes con la sociedad y, en especial, con los
excluidos. Son cuestiones que todavía no han sido abordadas en forma integral y
que apuntan a la esencia misma de la política económica.
Una primera deuda es
la tergiversación de los indicadores sociales. En primer lugar se comunica en
forma inapropiada desde 2007 la inflación, y en forma derivada se altera el
dato de la pobreza. Mientras que el organismo oficial registra 2,6 millones de
pobres y 680.000 indigentes, mediciones alternativas como las del Observatorio
de la UCA , que
consideran otra tasa de inflación, presentan la cifra creíble de
aproximadamente 8,7 millones de pobres y 2,2 millones de indigentes.
No se han establecido
planes B que protejan a los pobres en una potencial fase recesiva. En términos
sociales, se echa en falta un seguro a la chilena (ellos lo armaron con el
cobre; el nuestro podría estar basado en los precios elevados de la soja), que
suministre, como muchos analistas advierten, recursos en tiempos de recesión.
Los temas de esta
importante agenda pública social podrían incluir, entre muchos otros aspectos,
las siguientes consideraciones que procuran contribuir al debate:
La sintonía fina y el
gradualismo en temas sociales son peligrosos. Las reformas estructurales como
la de la AUH para
disminuir indigencia son clave, por ejemplo, para cambiar la realidad social.
La inversión arrastra
empleo y éste supone mejores condiciones de vida. La buena macro es fundamental,
y por eso, el descenso de la inversión que se advierte en 2012 es perjudicial
para la pobreza.
Falta sumar más clase
media y recuperar nuestra histórica movilidad. Brasil fue un ejemplo de
inclusión al incorporar 40 millones de personas a este segmento desde 2002
hasta 2012.
A partir de la
democracia somos más desiguales los argentinos y no por culpa de ella. La
desigualdad genera mayor delito, que es lo que más preocupa a la sociedad.
Es clave una reforma
impositiva en favor de los pobres y un aumento en la calidad de la educación,
utilizando los recursos más generosos que están disponibles.
La percepción
generalizada es que los planes sociales atentan contra la cultura del trabajo,
hay que reorientarlos para que no pierdan validación social.
Es un gran activo de
este Gobierno que no haya habido recesión en casi 10 años, porque la pobreza
crece con las caídas fuertes del PBI. Hay que cuidar la volatilidad macro.
El populismo
cambiario proporciona bienestar de corto plazo, hasta que una corrección brusca
del dólar fuerce un ajuste con crisis social.
La inclusión como
política de Estado se complementa con la acción de las ONG, con la
responsabilidad social empresaria y con el rol de la familia como eje de la
política social, pero nunca las tres últimas pueden sustituir la acción del
gobierno.
Como conclusión, se
ha hecho bastante pero hay que actuar sin piloto automático porque el derrame
del crecimiento no es suficiente para cambiar la matriz social..
La Nación, 29-4-12