Estrucplan, 28/3/2014
No es poca la
gente–incluso gente muy joven– que sustenta la idea de que existió un tiempo en
el pasado donde la gente vivía felizmente, hasta libremente, en una especie de
mundo bucólico y sencillo sin las preocupaciones, presiones y condicionantes
del presente. Unos pocos (cada vez menos) siguen creyendo que todo tiempo
pasado fue mejor, mientras otros consideran que en algún punto de nuestra
historia existió una época dorada, un paraíso terrenal estropeado por nosotros
mismos, por nuestra codicia, nuestra cerrazón o nuestra maldad. Algunos aprovechan
para arrimar el ascua a su sardina política, tratando de asimilar ese periodo
arcádico a algún momento del pasado en que sus ideas eran dominantes; la
mayoría, se limitan a referirse a él como un modelo ideal hacia donde
deberíamos caminar, pero no lo hacemos por ambición, ceguera y orgullo.
Disiento
profundamente de todos ellos. Más allá de vanos idealismos, el pasado era un
lugar donde ni tú ni yo querríamos permanecer más de una semana, en plan
turista temporal, ni por asomo. Ni por broma, vamos. El pasado era un lugar
horrible para vivir, un tiempo de mugre, piojos, dolor de muelas, tiranía,
superstición, ignorancia, plagas, niños muertos y mamás adolescentes muertas
con ellos. El pasado era una mierda.
Vidas breves
Hasta la llegada de
la medicina moderna, la tasa de mortalidad infantil en todo el mundo oscilaba
entre el 20% y el 30%, llegando al 40% en épocas de hambruna, guerra o plaga.
Estas cifras se mantuvieron así hasta entrado el siglo XX en lugares de orden
social tradicional donde la ciencia médica tardó en penetrar. Las causas más
frecuentes eran las infecciones otorrinolaringológicas, la difteria, el
sarampión, la viruela y la rubéola, con ayuda de la anemia. Me gustaría que
reflexionaras un instante sobre esta cifra.Uno de cada cinco niños nacidos
vivos no llegaba a la adolescencia en el mejor de los casos, y normalmente uno
de cada tres. Esta es una cifra peor que la del peor infierno del Tercer Mundo
presente, donde al menos llega algo de penicilina y algunas vacunas de vez en
cuando.
Vamos a expresarlo
gráficamente. Toma una hoja de papel y escribe en ella los nombres de diez
niños que conoz-cas. Ahora tacha dos. O tres. O hasta cuatro, en un año malo.
Ese era el riesgo de nacer hasta aproximadamente la segunda mitad del siglo XIX
en el mundo más desarrollado, y mediados del XX en el resto. Un motivo central
de la tendencia a tener muchos hijos presente en todas las culturas es que al
menos un porcentaje de ellos sobrevivie-ran para mantenerte cuando fueras
viejo, antes de que existieran las pensiones de la Seguridad Social.
Si lograbas
sobrevivir a estas tasas de mortalidad infantil, causadas por la poca diversidad
y seguridad alimentaria, la falta de higiene y asepsia y la ausencia de
antibióticos y vacunas, entonces era posible que llegaras a vivir hasta los 60
o 70 años; incluso, en algunos casos, hasta avanzada edad. Pero si eras chica,
tus probabilidades de que tal cosa sucediera sufrían un nuevo hachazo: las
probabilidades de morir en el parto oscilaban entre el 1% y el 40%, normalmente
de hemorragia, obstrucción o fiebre puerperal, cuando no de aborto casero. Esto
es, a partir de los 12 o 13 años, en cuanto llegaba la pu-bertad, porque eso de
empezar a reproducirse con 18 o más años es otra modernez, una excepción en la
historia humana que habría hecho mearse de risa a nuestros antepasados. Menudas
viejas, dirían.
Hablando de chicas,
el pasado fue un mal momento para nacer con una raja entre las piernas. Ya te
digo yo que esas idílicas sociedades matriarcales bajo la tutela de la diosa
Gaia que pretenden algu-nas (y algunos) jamás existieron. En las menos pa
triarcales y machistas de todas, a lo mejor que podías aspirar era a pudrirte a
la misma velocidad que tus herma-nos, pero además, pariendo hijos. Lo más
normal es que fueses alguna clase de propiedad de los hombres de tu familia, en
distintos grados de sumisión. No hay ningún indicio de que las amazonas fuesen
mucho más que una fantasía erótica de los escritores griegos, inspirada en
mujeres guerreras –de eso siempre ha habido en mayor o menor medida–, pero
jamás hubo ninguna sociedad amazónica. Y la diosa esa tan enrollada, según
donde te pillase, igual esperaba que le sacrificases algún hijo. O hija.
Si sobrevivías a la
infancia y no te mataba la guerra o la peste o la fiebre puerperal o cualquier
mal aire, es posible que vivieras un buen puñado de años. Cómo los vivirías es
otra cuestión.
Piojos, malaria, tos
sangrienta y dolor de muelas
Se oye con frecuencia
que la caries es una enfermedad de la civilización, vinculada a las dietas que
asumimos cuando inventamos la agricultura y nos sedentarizamos. Es cierto que
la agricultura y la sedenta-rización, aunque dieron lugar a las civilizaciones,
fueron una muy mala idea para quienes las padecieron: la esperanza de vida
media de 33 años que habíamos gozado cuando éramos nómadas, en el Paleolítico
Superior, colapsó a menos de 30, más bien 25 o 28 y a veces 18, como en la Edad del Bronce. Es incluso
probable que las poblaciones nómadas tuvieran que ser sometidas y
sedentarizadas por la fuerza, como siervos o esclavos agrícolas, a manos de los
aspirantes a convertirse en reyes y emperadores. Otros creen que el proceso
pudo ser más voluntario, cambiando una mayor seguridad en el suministro
alimentario por un em-pobrecimiento se su variedad y una menor esperanza de
vida. Ocurriera como ocurriese, hacinarse en esas marismas insanas que llamamos
tierras fértiles empeoró la mortalidad y la calidad de vida de casi todo el
mundo, hasta aproximadamente el siglo XX.
Pese a ello, la
caries no es estrictamente una enfermedad de la civili-zación relacionada con
esta menor variedad alimentaria de las comunidades sedentarizadas, como se ha
dicho muchas veces. Y no lo es porque está presente en numerosos cráneos
recuperados de periodosanteriores, como el Paleolítico; incluso se ha
encontrado en dientes del neandertal. Sin embargo, su incidencia era mucho
menor. La caries, ciertamente, se multiplicó y agravó enormemente durante el
Neolítico, con la agricultura y la sedentarización. Y nadie sabía cómo
combatirlas, porque para comprender la necesidad de la higiene bucal (en
realidad, de cualquier clase de higiene) hay que comprender primero la teoría
de los gérmenes. La única posibilidad era arrancar el diente, pero quedarse
desdentado en aquellos tiempos tampoco era una idea muy buena, así que muchas
veces se retrasaba hasta que dejaba de doler, conduciendo a infecciones maxilares
mucho más severas. La historia de la humanidad es una historia de gente
desdentada, con constantes dolores de muelas y graves abscesos faciales, a la
que el aliento le olía peor que una alcantarilla. Sin analgésicos, ni
antibióticos, ni nada parecido a la cirugía dental y maxilofacial
contemporánea.
Nómadas o
sedentarios, los piojos vienen acompañándonos desde que surgimos, y despiojarse
mutuamente ha sido una de las actividades familiares y sociales más corrientes
hasta el surgimiento de los actuales tra-tamientos químicos. La familia que se
des-pioja unida permanece unida, o algo así. El caso es que hemos vivido
siempre comidos por los piojos, al menos en los lugares con pelo abundante;
llamamos ladillas a los que se dan en el vello púbico. Para terminar de
arreglarlo, la invención de la ropa permitió la evolución y especialización de
una tercera clase de estos parásitos, el piojo corporal, que se nos come de
cuello a pies. A dife-rencia de los dos primeros, incapaces de transmitir
ninguna enfermedad en particular más que las molestias cutáneas asociadas a su
presencia (picor, irritación, con consecuencia de insomnio y debilidad), este
último es un vector conocido del tifus, la fiebre de las trincheras y la
borreliosis. Las pieles y ropas resultaron ser un gran avance para... las
epidemias.
Otra consecuencia
perversa de la sedentarización fue el surgimiento de la tuberculosis, en este
caso gracias a un bacilo frecuente en la ganadería. Probablemente se trate de
la primera enfermedad de que tuvimos conciencia como un estado específico: en
Egipto ya tenían hospitales especializados en su tratamiento allá por el 1.500
a.C. Con dudo-so éxito, pues parece que tanto el faraón Akenatón como su esposa
Nefertiti murieron por causa de la tisis, su nombre tradicional en castellano;
si unos emperadores conside-rados como dioses morían así, puede imagi narse lo
que esperaba al pueblo llano. En la
India , los brahmanes tenían prohibido casarse con ninguna
mujer cuya familia tuviera un historial de tuberculosis, lo que tampoco
resultaba muy eficaz. En Europa, el tratamiento más avanzado consistía en una
imposición de las manos del rey, con el resultado que cabe suponer. Paracelso,
en otra de sus chaladuras –el mérito de Paracelso no está en lo que creó, sino
en lo que destruyó: las supercherías aún mayores de su antepasado Galeno, el de
las sangrías–, opinaba que la tuberculosis se debía a algún órgano incapaz de
cumplir adecuadamente sus funciones alquímicas, ni más ni menos. Durante el
siglo XIX, la llamada Peste Blanca se comía a las jovencitas y no pocos
jovencitos y no tan jovencitos por millones, dando lugar a uno de los temas más
característicos en el Romanticismo. Tuvo que venir Robert Koch a decirnos que
se trataba de un microbio, y únicamente entonces fuimos capaces de combatirla.
La malaria es otra
vieja compañera, sólo recientemen-te erradicada en los países desarrollados,
vinculada también a las aguas estancadas y sus mosquitos, los campos de cultivo
y la sedentarización. En la Roma
clásica, la malaria, la tuberculosis, el tifus y la gastro-enteritis se
ventilaba cada año a unos 30.000 ciuda-danos en los meses enfermizos de julio a
octubre. Por no mencionar la tiña (foto de la derecha) u otros ma-les comunes
(e incurables) en su tiempo, incluyendo, por supuesto, las enfermedades
venéreas de la Anti-güedad ,
que ya te puedes imaginar cómo iba el tema.
Las alternativas para
nuestros antepasados eran simples. O permanecer como nómadas
cazadores-recolectores, atrapados en el primitivismo Paleolítico y cada vez más
rechazados y expulsados por las comu-nidades sedentarizadas, o sumarse a la
sedentariza-ción total o parcialmente, convirtiéndose en súbditos, cuando no
siervos y esclavos, de las civilizaciones agrícolas y ganaderas en ascenso.
Inseguridad
alimentaria
Por otra parte, ni
nómadas ni sedentarizados tenían garantía alguna sobre la seguridad de su
comida y su agua. Las comunidades nóma-das eran pequeñas y dispersas porque
dependían de lo que la tierra quisiera dar, imposibilitadas para evolucionar y
desarrollarse. Las comunidades sedentarias no sólo produjeron durante largo
tiempo comi-da abundante pero poco variada y de ínfima calidad, sino que
estaban sometidos a toda clase de plagas y putrefacciones. Esas estupendas
mazorcas de maíz, ese trigo perfectamente seguro o esa carne con garantías
veterinarias son el resultado de generación sobre generación de hibridaciones,
cultivo selectivo y progresos en las ciencias agropecuarias y médicas. En el
pasado tenían que apañarse con cosas más parecidas al farro, la escaña y la
cebada, que son básicamente un asco como alimentos (cuando no lo que ahora
llamamos mala hierba), y con carnes y pescados obtenidos y conservados de
maneras real-mente creativas. En la imagen puedes ver cómo era el trigo antiguo
(derecha) en comparación con el moderno (centro e izquierda).
Hoy en día nos
quejamos de que a la comida y al agua le echan cosas y de que es todo
artificial. Lamentablemente, las alternativas son el cólera, la
gastroenteritis, el carbunco (ántrax), la triquinosis, la salmonelosis, la
listeriosis, el botulismo, el síndrome de Guillain-Barré, la gangrena gaseosa,
la hepatitis, la diarrea mataniños y otras delicias por el estilo que en el
pasado constituían una permanente ruleta rusa. Las epidemias de los cultivos y
el ganado no sólo los mataban, provocando constantes hambrunas, sino que
incluso cuando no los mataban podían contaminarlos de manera invisible para un
mundo sin microscopios. Son especialmente curiosos los casos de ergotismo, un
hongo de los cereales con efectos muy parecidos al LSD, que además pasa a los
bebés mediante la leche materna.
La potabilidad del
agua merece párrafo aparte. Antes de que aprendiéramos a separarla de las aguas
fecales y echarle cloro y otros productos químicos, beber agua era tan peligroso
como una caja de bombas. De hecho, la gente, si podía evitarlo, no bebía agua.
Ni tampoco mucha leche, excepto la materna, pues antes de que aprendiéramos a
pasteurizarla (por si no te diste cuenta, pasteurizar viene de Luis Pasteur, el
padre de la microbiología moderna) provocaba masivamente tuberculosis bovina,
neuropatía inflamatoria desmielinizante, enteritis, carbunco (ántrax) y demás.
Así pues, hasta los niños bebían vino, cerveza o aguardientes si podían
permitírselo, que no eran mucho más seguros pero un poquito sí, por la
presencia de alcohol: el alcohol es un conocido antiséptico.
Por cierto. Para
comer mínimamente bien había que ser rico. Pero rico, rico de narices. La
comida era muy cara de producir, conser-var, transportar y comercializar, y
estaba sujeta a numerosos imprevistos. El precio del pan fue una cuestión de
estado durante milenios, sabiendo que un aumento excesivo debido a la escasez o
la especulación podía ocasionar revueltas y subversión, dado que la gente no
tenía mucho más para comer. Libros revolucionarios clási-cos como La Conquista del Pan del
anarquista Pyotr Kropotkin, o incluso textos como el Lazarillo de Tormes,
Rinconete y Cortadi-llo o el mismo Sancho Panza en el Quijote nos transmiten
una idea de lo muy complicado que era alimentarse para la gente de a pie, y la
miseria general en que vivían. Con frecuencia, una familia no podía pagarse las
calorías necesarias para alimentar a todos sus miembros; hacerlo de forma
saludable o al menos variada era una fantasía de aristócratas, arzobispos,
reyes y papas. Estar gordo era la moda y el referente estético de belleza y
éxito social, porque sólo los muy adinerados y poderosos podían permitírselo;
las perso-nas corrientes estaban flacas como espartos por simple desnutri-ción
y exceso de trabajo físico. Estar flaco era cosa de pobres. Ahora son los
pobres los que están gordos, al menos en el mundo desarrollado, debido a la
mala nutrición pese al exceso de calorías; y los más acomodados pueden
permitirse alimentos, cuidados y tratamientos que les permiten... estar
delgados.
Mugre, ignorancia,
superstición, tiranía
El pasado era un
sitio sucio y maloliente, con ratas y parásitos por todas partes. Donde había
alcantarillado, solía estar abierto; sólo los ricos podían pagarse termas,
baños y cosas por el estilo. En la mayor parte de lugares, la higiene era un
concepto desconocido e innecesario, porque no sabíamos nada de microbios.
Qué demonios. Éramos
ignorantes como piedras: una turba vil y analfabeta presa de tiranos,
demagogos, clérigos, santones y toda clase de supersticiones. La alfabetización
era un secreto gremial de escribas, monjes y sabios; la mayor parte de la gente
no sabía leer o escribir ni su propio nombre y no digamos ya cualquier
rudimento de cultura general. Los niños no comenzaron a ir a la escuela
siste-máticamente hasta mediados del siglo XIX. Hasta los nobles, y a veces los
reyes, eran más brutos que sus caballos. El príncipe del cuento era un asno
palurdo y brutal. Y el venerable sabio local, un analfabeto desdentado y
maloliente, supersticioso y machista has-ta el ridículo que se lo pasaba pipa
cuando mandaban brujitas gua-pas a la hoguera. Las brujitas y en general
cualquier hembra, por su parte, tenían exactamente las mismas luces que un
trozo de carbón en una habitación a oscuras. En cuanto a los niños, no eran más
que una boca que alimentar, una carga tratada a palos que ocupaba el último
lugar de la casa, frecuentemente por debajo del ganado en el orden social. Eso
de protejamos a los niños es otra modernez buenista; en el pasado, nadie habría
puesto a un niño por encima de un adulto capaz de ganarse su propio pan. En
cuan-to a las niñas, si no te violaban de pequeña era sólo por respeto al honor
de tu padre, suponiendo que tu padre fuera hombre libre y ya hubiéramos llegado
a ese grado de civilización. Si naciste escla-vita, o en una sociedad que no
hubiera alcanzado ese punto, mejor no te lo cuento.
En un mundo así, toda
clase de supercherías, miedos, religiones y tiranías calaban sin más en amplias
masas sociales, desprovistas de las más tenues bases intelectuales para
desafiarlos. La forma co-mún de gobierno era garrotazo y tentetieso. No existía
nada pare-cido a la justicia; la idea de que tuvieran que juzgarte con un juez
imparcial y un abogado defensor bajo el imperio de la ley sólo se extiende al
pueblo a partir de los procesos revo-lucionarios del siglo XVIII. La vendetta y
la ordalía eran formas de justicia común, así como castigar hasta los delitos
más leves con tormentos infames. Para los partidarios de volver al
endurecimiento de las penas, recordaré que hubo un tiempo en que podían
desmembrarte en la rueda hasta por robar gallinas, sobre todo si el dueño de la
gallina pertenecía a las castas superiores, y nunca dejó de haber ladrones,
violadores o asesinos. De hecho, había muchos más que ahora: la miseria, el
hambre, la opresión y la incultura propulsaban constantemente a grupos de
población hacia la delincuencia, desde el pequeño robo hasta el bandolerismo y
la piratería. En realidad, no había justicia ninguna, en el sentido actual del
término: sólo la voluntad de los poderosos.
Hay quienes, por
absurda idealización, creen que estos mundos del pasado podían ser mejores que
el mundo presente. No lo fueron, jamás lo fueron: para la inmensa mayoría de
quienes vivieron allí, constituían un infierno sólo aceptable porque no
conocían nada mejor y porque creían a machamartillo en paraísos religiosos.
Pero si a cualquier padre o madre del 300.000 a.C., del 30.000 a.C., del 3.000
a.C., del 300 a.C., del 300 d.C., y hasta del 1.900 d.C., le hubiesen dicho que
llegaría un tiempo en que podría llevar a su hijo enfermo a un hospital con
médicos científicos, antibióticos, TACs, analgésicos, de todo, y que luego se
lo podría llevar curado a casa para bañarlo con agua calentita que sale de un
grifo a precio ridículo –sí, ridículo: la leña y el carbón costaban el sueldo
de un mes–, meterlo en una cama sin piojos, chinches o pulgas y darle de comer
toda clase de alimentos y agua que no lo pone más enfermo... si hubiera podido
comprenderlo, si hubiera podido vislumbrarlo, habría pensado que éste debía ser
el paraíso de los dioses benevolentes prometido en sus profecías. Y desde luego
habría firmado cualquier cosa con tal de estar aquí, no allí. Aunque no podía.
No sabía firmar.
Pese al fatalismo de
los pesimistas, la humanidad ha demostrado constantemente su capacidad de
mejorar, de evolucionar, de progresar hacia un futuro mejor. Para ello tuvimos
que deshacernos de un montón de rémoras del pasado, estudiar profundamente y
transformar la realidad de maneras radicales, a veces pacíficas y a veces
violentas. Y tendremos que seguir haciéndolo si queremos ir aún a mejor. En
todo caso, mereció la pena y sigue mereciendo la pena. Puestos a malas, yo
prefiero morir con morfina en el más infame hospital de nuestro tiempo que sin
morfina en cualquier palacio de aquella Arcadia infeliz. ¿Y tú? .
Fuente: Mitos y
Fraudes