Autor: Santiago MARTÍN,
sacerdote FM
Católicos-on-line, abril
2020
Era inevitable que, más
pronto o más tarde, saltara la polémica de si la pandemia que padecemos es o no
un castigo divino. Destacadas personalidades de la Iglesia lo han rechazado
categóricamente, no sé si refiriéndose a este problema en concreto o porque
consideran imposible que Dios castigue. Otros, en cambio, acuden a las
Escrituras para rebatir esa afirmación.
Creo que conviene aclarar
algunos términos para no confundirse. En primer lugar, el Dios revelado por
Jesucristo es uno y trino. El Dios uno es amor. Es amor como Padre Creador, es
amor como Hijo Redentor y es amor como Espíritu Santificador. Al ser uno, todo
lo que hace lo hace ese único Dios. El Dios único, decimos para entendernos,
crea a través del Padre, redime a través del Hijo y santifica a través del
Espíritu. El Dios único es también juez, sin dejar de ser amor, lo mismo que es
creador o redentor sin dejar de ser amor. Es un juez justo, no caprichoso, y de
ningún modo es vengativo y cruel. Es el Dios de la misericordia infinita, lo
cual es muy útil recordar cuando estamos en vísperas de la fiesta de la Divina
Misericordia.
Pero este Dios de la
Misericordia sigue siendo juez, aunque cuando el pecador está arrepentido la
misericordia, como dijo Jesús, se ría del juicio. El Dios amor, por lo tanto,
no va a tomar venganza, porque la venganza no cabe en Él, pero sí va a aplicar
justicia. Eso supone que puede dar un castigo como advertencia, como lo da un padre
a un hijo: para corregirle y ayudarle a que mejore algo que está haciendo mal.
Pero también puede dar un castigo que sea definitivo, lo cual ocurre cuando el
hijo querido, llegada la hora de la muerte, haciendo uso de su libertad,
rechaza la misericordia que le ofrece gratuitamente su Padre. Negar esto es
negar la revelación, y no sólo el Antiguo Testamento -al cual muchos
desprecian-, sino también el Nuevo. Por ejemplo, es olvidar la gran cantidad de
ocasiones en las que Jesús habla del infierno, como aquella vez en la que,
describiendo lo que ocurrirá cuando se produzca su venida gloriosa para juzgar
al mundo, dijo que pondrá a unos a su izquierda y les dirá: “Id malditos de mi
Padre, porque he tenido hambre y no me habéis dado de comer”.
Pero quizá el problema sea
mucho más profundo y grave que saber si la pandemia es o no un castigo de Dios.
Quizá el problema está en que muchos en la Iglesia -no me refiero
necesariamente a los que niegan que la epidemia sea un castigo divino- han
perdido la fe y ya no creen que la Biblia sea Palabra de Dios, que los
Evangelios sean históricos, y que el mensaje de Jesucristo recogido en ellos
siga teniendo valor, porque es posible que para ellos Jesucristo haya dejado de
ser alguien real y se haya convertido en un ser mítico, tan falso, aunque más
simpático, que Zeus, Júpiter u Odín.
Es
muy significativo, además, que algunos de estos que rechazan airadamente y como
si fuera la mayor blasfemia la posibilidad de que Dios castigue, no duden en
afirmar que la pandemia es una venganza de la Pachamama, como si ésta fuera una
persona real, con capacidad para tomar decisiones.
Realmente, como decía Chesterton, cuando uno deja de creer en Dios es capaz de
creer en cualquier cosa. Han dejado de creer en el Dios revelado por Cristo y
terminan adorando a una vengativa diosa que no existe y que reclama su dosis
diaria de sangre inocente. Castigo de Dios, no, pero venganza de la Pachamama,
sí. A ese desvarío han llegado.
Volviendo al debate sobre la
posibilidad o no de que lo que nos está pasando sea un castigo divino, habría
que ver no sólo si Dios es juez, que está claro que lo es, sino también si hay
o no motivos para el castigo. Por ejemplo, los
datos del día 14 de abril decían que ese día se llegó en el mundo a 125.000
víctimas del coronavirus desde que estalló la pandemia; pero tan sólo en ese
día, se llevaron a cabo 125.000 abortos. Inocentes las víctimas de la epidemia,
pero también inocentes los niños asesinados en el vientre de sus madres. Y
esa cifra pavorosa se alcanzó en un solo día, porque en muchos sitios las
clínicas de la muerte no han dejado de trabajar ni han puesto sus camas al
servicio de la causa común de luchar contra la epidemia, y nadie ha protestado
por eso. Más aún, en plena guerra contra el virus, en el Estado norteamericano
de Virginia se ha aprobado una ley aún más permisiva a favor del aborto, en
Nueva Zelanda se ha hecho lo mismo llegando incluso a permitir el aborto por
decapitación, y en Nueva York, la ciudad más castigada por el virus, tienen una
de las leyes más favorables al aborto del mundo. Y eso sólo por fijarnos en el
tema del aborto.
Podríamos ver lo que sucede
con la eutanasia, sobre todo aplicada a ancianos, que están siendo rechazados
de muchos hospitales sin analizar siquiera si tienen o no posibilidades de
curarse. O lo que pasa con la injusta distribución de la riqueza, que mantiene
a millones bajo el umbral de la pobreza mientras muy pocos, como el rico
Epulón, banquetean todo el día.
¿Hay o no motivos para el
castigo divino? Prefiero pensar que Dios está mandando una advertencia, que
está permitiendo algo malo para sacar un bien mayor -es Santo Tomás quien lo
dice- o, como decía San Agustín: “Dios juzgó más conveniente sacar bienes de
los males que impedir todos los males”. Dios nos está avisando, como Jesús
avisó a aquel paralítico, que después de ser curado le denunció a los
sacerdotes, y al que el Señor le dijo: “Ten cuidado no sea que te ocurra algo
peor”.
Estamos a punto de celebrar
la fiesta de la Divina Misericordia. Obtendrán misericordia los que confían en
Dios y la piden. Pero para pedir misericordia hay que creer en Dios, creer en
el poder de Dios, creer en el amor de Dios y también ser consciente de que se
ha obrado mal y se necesita esa misericordia. Escuchemos el aviso que Dios nos
da a través de esta terrible epidemia. Quitemos de sus ojos nuestras malas
acciones, como pedía Isaías en el primer capítulo de su libro, y así habremos
aprovechado este tiempo de mal para sacar un bien mayor. El aviso habrá surtido
efecto y habremos dejado que el Dios de la infinita misericordia nos salve. De
lo contrario, puede ser que lo que nos ocurra sea peor.