los 25 años de «Evangelium vitae»
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, 11/03/20
El 25 de Marzo la Iglesia
celebra la solemnidad de la Anunciación del Señor, es decir, la Encarnación del
Hijo eterno de Dios en el seno de María Santísima, que acogió con obediencia el
mensaje del ángel.
Ese día se cumple este año un cuarto de siglo de la
publicación de la encíclica Evangelium vitae, de San Juan Pablo II. En 2018, el
25 de julio, se cumplieron 50 años desde que San Pablo VI promulgó la encíclica
Humanae vitae tradendae, sobre la regulación de la natalidad; este aniversario
pasó inadvertido, aun en Roma. Viene a propósito recordar que la decisión del
Papa Montini de señalar como inmoral el uso de métodos artificiales para evitar
los nacimientos fue resistida por vastos sectores de la Iglesia, incluyendo
Conferencias Episcopales enteras, que esperaban un pronunciamiento a favor,
sostenido por teólogos progresistas.
El comportamiento contrario a la moral católica
se instaló con fuerza en la cultura vivida, lo cual constituye un verdadero
drama en la Iglesia actual. El espíritu del mundo, contrario a la fe, y la
confusión, se impusieron en la conciencia de muchísimos fieles. Se puede temer,
entonces, que el largo, profundo y claro documento del Papa Wojtyla sufra una
suerte semejante, que no se recuerde su aniversario vigésimo quinto. La fecha
«redonda» invita a retomar ese texto fundamental, más que oportuno sobre todo
en la circunstancia crucial que enfrenta la Argentina.
El Evangelio de la vida fue
proclamado por Juan Pablo II después de considerar detenidamente los
antecedentes bíblicos, de la tradición eclesial y del magisterio precedente. Lo
hizo el Papa en términos solemnísimos, análogos a los empleados en una
definición dogmática: Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro,
y a sus sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo
que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre
gravemente inmoral (n. 57), y añade que nunca puede ser lícita ni como fin ni
como medio para un fin bueno. Lo que se afirma respecto de un embrión humano y
de un feto, vale también para un adulto, anciano, enfermo incurable o
agonizante a quienes se quiera aplicar la «buena muerte», la eutanasia. Esta es
así impugnada moralmente, lo mismo que el aborto. Ninguna autoridad puede
legítimamente imponerlo ni permitirlo. Estos crímenes tienen una presencia
ancestral en la historia de la humanidad; lo que resulta patéticamente original
en nuestro tiempo es que se los proponga como «derechos humanos».
Cada parágrafo de la
encíclica está encabezado por una cita bíblica que sirve de referencia
inspiradora. A la luz del episodio de Caín y Abel (Gén. 4, 10) se hace notar
que los atentados contra la vida humana son, de algún modo, atentados contra
Dios mismo, y que si bien han marcado repetidamente la historia, se registran
actualmente con nuevas características y pretenden ser reconocidos como
derechos, legalmente permitidos por el Estado, y que deberían ser ejercidos
mediante la intervención gratuita de los agentes sanitarios. Registra el
pontífice el «eclipse del valor de la vida», que veinticinco años después los
argentinos reconocemos a través de las noticias cotidianas. La decadencia de la
cultura nacional, la destrucción de la familia, y la inanidad de la educación,
se muestran en los casos repetidos de homicidios cometidos por jóvenes y
adolescentes, en el asesinato de mujeres por mano de sus parejas y ex parejas,
en los secuestros, abusos sexuales y muertes de niñas. El espantoso episodio de
Villa Gesell deja ver que «el eclipse del valor de la vida» se extiende en
todos los ambientes y clases sociales.
Es interesante destacar
-como aparece claro en Evangelium vitae- el intento de culpar a la Iglesia de
la difusión del aborto por condenar moralmente la anticoncepción; según esos
planteos esta podría ser una ayuda eficaz contra la tentación de eliminar al
fruto de la concepción en un embarazo no deseado. Nota el Papa que si bien
anticoncepción y aborto son males específicamente distintos, están íntimamente
relacionados. A veces surgen bajo el impulso de múltiples dificultades
existenciales, aunque estas «no pueden eximir de observar plenamente la ley de
Dios». Pero en muchísimas otras oportunidades, la raíz está en una mentalidad
hedonista e irresponsable respecto de la sexualidad, y en un concepto egoísta
de la libertad. En los últimos años se advierte la extensión de un fenómeno
cultural que es el acceso prematuro, de adolescentes, a la experiencia sexual,
favorecido por la propaganda mediática -cada vez más desinhibida- y la
mentalidad general, como resultado de la desubicación educativa de la familia y
de otros agentes tradicionales de formación de la personalidad. Súmese a estos
factores la innegable descristianización de los ambientes más diversos.
El mandamiento «no matarás»
es el quinto precepto de la Torá hebrea, ratificado y profundizado por Jesús en
el Sermón de la Montaña; ilumina la actitud que corresponde ante la vida humana
en toda circunstancia, tutela la dignidad de toda persona. Sin embargo, queda
hoy absorbido en una mentalidad relativista, según la cual todo es negociable,
y en una idea errada de legalidad en la que aun aquella dignidad resulta
sometida a la ley del más fuerte. El Estado tirano, como lo llama el pontífice
(n. 20) se oculta bajo la apariencia democrática cuando se llega a la votación
de leyes que legalizan los atentados contra la vida de los más pobres e
indefensos de la sociedad. Se atribuye entonces a la libertad democrática un
significado perverso e inicuo, un poder absoluto sobre los demás, y contra los
demás. Este criterio errado se aplica en el desprecio de la vejez y del
sufrimiento extremo invocando muchas veces una falsa piedad, que es consecuencia
de una incomprensión del sentido de la creación.
Según la encíclia de Juan
Pablo II el Evangelio de la vida abarca todo lo que la razón humana y la
experiencia afirman sobre el valor de la vida, «lo acoge, lo eleva y lo lleva a
término» (n. 30). En Jesucristo, Palabra de vida, Dios comunica el don de la
vida divina y eterna; esta gracia otorga plenitud de significado y valor a la
vida física y espiritual del hombre en su etapa terrena, ya que constituye su
fin. La evolución negativa de las costumbres, y sobre todo el distanciamiento
cada vez mayor de las leyes civiles respecto de la ley moral ha conducido a
muchas naciones a atropellar valores que «ningún individuo, ninguna mayoría y
ningún Estado pueden nunca crear, modificar o destruir, sino que deben solo
reconocer, respetar y promover» (n. 71). Puede verificarse, desgraciadamente,
una «trágica ofuscación de la conciencia subjetiva». La democracia, insiste el
texto pontificio, no puede ser mitificada de tal modo que se convierta en
sustituto de la moralidad y adopte decisiones «tiránicas» respecto del ser
humano más débil e indefenso; serían crímenes legitimados por el consenso
popular.
El Evangelio de la vida, que
es el Evangelio del amor de Dios al hombre, condena todo el espectro de
atentados que la sociedad moderna considera como orgullosas conquistas; además
del aborto se citan las técnicas de reproducción artificial, que «separan la
procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal» (n. 14), y
ciertos diagnósticos prenatales, que una mentalidad pseudoterapéutica valida
como «aborto eugenésico», con desprecio de las limitaciones que pueden preverse
en el embrión, la minusvalidez y la enfermedad (ib.). Asimismo, junto con la
eutanasia, se reprueban sus formas subrepticias, fruto de una cultura que es
incapaz de comprender el significado y el valor humano del sufrimiento. La
descristianización de la cultura priva a los hombres y a las comunidades de la
luz que procede de la Cruz del Señor. La encíclica aborda también los problemas
de conciencia y los principios sobre la cooperación en acciones moralmente
malas (n. 74).
El magisterio de Juan Pablo
II ha sido continuado por el de Benedicto XVI, quien ha destacado especialmente
la gravedad de la negación del concepto metafísico de naturaleza, y por
consiguiente del orden natural y la ley natural. El positivismo jurídico en sus
varias realizaciones fortalece esa postura inhumana de la que se sigue la
pérdida del sentido de la existencia, que aflige a tantos hombres y mujeres de
hoy en las sociedades desarrolladas. Un ficticio desarrollo económico ha
llevado en muchos casos a un subdesarrollo en humanidad, que finalmente reduce
al anterior a un privilegio para muy pocos.
La difusión de la ideología de
género, so pretexto de contribuir a la dignificación de las mujeres y a la
recuperación de derechos y de los lugares que en la sociedad les corresponden,
las menoscaba en lo esencial de su condición femenina. El parágrafo 99 exhorta
a las mujeres a promover un «nuevo feminismo» que, sin caer en la tentación de
seguir modelos «machistas», sepa «reconocer y expresar el verdadero espíritu
femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando
por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación».
Una propuesta valiosa y audaz. Bien oportuna veinticinco años después, cuando
las manifestaciones de feminismo extremo muestran a mujeres horriblemente
masculinizadas, de las que han desaparecido los rasgos naturales que deberían
caracterizarlas. Este fenómeno expresa actitudes de desprecio a la condición de
esposa y de madre, núcleo esencial de la familia que se conserva felizmente en
muchos países -de África, por ejemplo- que no se han plegado a las pretensiones
de un Occidente descristianizado y deshumanizado.
La encíclica concluye con
una bella oración a la Santísima Virgen, que me complazco en copiar: «Oh María,
aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a Ti confiamos la causa de la
vida: mira, Madre, el número inmenso de niños a quienes se impide nacer, de
pobres a quienes se hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de
violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o
de una presunta piedad. Haz que quienes creen en tu Hijo sepan anunciar con
firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo como don siempre nuevo, la alegría de
celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la valentía de
testimoniarlo con solícita constancia, para construir, junto con todos los
hombres de buena voluntad, la civilización de la verdad y del amor, para
alabanza y gloria de Dios Creador y amante de la vida».