Dr. Carlos Daniel Lasa
[Fuera los Metafísicos/Centro Pieper] 4-6-18
El progresismo, fiel a su principio de “amar siempre
lo nuevo”, no es más que la expresión de un sociologismo, producto derivado de
la descomposición del marxismo. El progresismo es la manifestación de aquella
conciencia para la cual toda afirmación es expresión de un tiempo determinado:
nada posee un valor intemporal (excepto, claro está, su propia afirmación la
cual tiene un carácter dogmático y eterno).
En la actual circunstancia, el hecho de sostener la
despenalización del aborto sería la expresión de una conciencia puramente
epocal que está dispuesta siempre a asumir lo nuevo como sinónimo de progreso.
Legalizar el aborto equivaldría a una “conquista” en el camino de la conciencia
humana hacia la total emancipación, la cual coincidiría con la entronización de
un sujeto absolutamente auto-referente que ha llegado al cenit en su
desvinculación con todo lo que no sea él mismo.
En este camino hacia la pura libertad negativa como
ideal de vida, todo (incluida la mismísima vida humana) debe ser considerado
como un obstáculo a ser superado. De esta manera, un ser humano en el vientre
de su madre puede ser considerado un obstáculo para que esa mujer ejerza sus
derechos sobre su propio cuerpo (léase: mi voluntad, auto-referente, no debe
nada a nadie).
Este narcisismo en estado puro, potenciado por el
poder de la tecno-ciencia, se manifiesta hoy en la elección del ser de mi hijo,
al cual puedo elegir “a la carta”; o también en el deseo de prolongar mi vida
biológica más allá de lo esperable, etc. Dado, entonces, que el querer se
considera una instancia sagrada, todo debe ser sometido a sus dictámenes,
incluida la sentencia de muerte dada a una vida inocente. De allí se entiende,
entre otras cosas, la desaparición del uso del término “deber”. Un ser
absolutizado, acaso, ¿puede ser deudor de alguien? La vida buena, por lo tanto,
no consiste ya en obrar conforme a un modelo previo a la voluntad, sino,
primordialmente, en la generación del modelo mismo por parte de mi voluntad. El
hombre carece de naturaleza, de un ser y una finalidad dadas: su ser es lo que
él mismo quiere hacer de sí.
La lógica del denominado “sentido histórico” que
sustituye la distinción ética bueno-malo por la de nuevo-viejo, nada nos enseña
acerca de los valores. En consecuencia, el abandono de un verdadero principio
moral hace que los juicios de valor queden privados de todo soporte objetivo.
En este caso, como muy bien lo señala el gran filósofo de la política Leo
Strauss, llevando la tesis referida al absurdo, “los valores de la barbarie y
del canibalismo serían tan defendibles como los de la civilización” [1]. La
lógica nihilista pretende, una vez más, servir de fundamento a una organización
jurídica “progresista”, consistiendo el progreso, en este caso, en la
materialización, en nuestro orden jurídico, de la pérdida del sentido de la
dignidad de la persona humana.
¿Qué posición toman los partidos políticos frente a
esta situación? Los mayoritarios sostienen que, en estas cuestiones, debe
permitirse que cada legislador obre de acuerdo a sus propias convicciones. Como
puede advertirse, detrás de esta formulación se esconde la afirmación
siguiente: para el partido son más importantes, en lo que hace al bien común de
la Argentina, los impuestos que deben cobrársele a los granos que la mismísima
vida humana. Sólo respecto de esas cuestiones el partido debe tener una
posición unánime y no sobre problemas ajenos al bien de la ciudad (¡sic!).
¿Cómo resulta posible que un partido no asuma una posición clara frente a las
grandes cuestiones de la vida de la polis?, ¿cómo puede, un partido político,
quedar al margen del gran problema de la vida política, cual es el de la vida
buena?
Todos sabemos que los ciudadanos estamos
representados, en la República, por los legisladores. También sabemos que cada
ciudadano tiene, explícita o implícitamente, una concepción global de la
realidad y, como consecuencia de ello, una visión del hombre, de la ética, de
la política, etc. Ahora bien, pareciera que algunos ciudadanos tienen pleno
derecho para hacer valer sus concepciones en la discusión de las leyes; por el
contrario, otros no gozan de las mismas facultades. En este sentido, el hecho
de expresar que el aborto es dar muerte a un inocente (y que, por lo tanto,
jamás debiera ser legalizado), es visto como una maniobra de imposición de una
perspectiva, aplicable sólo a los católicos o creyentes en general. Los
creyentes, en consecuencia, deberían abstenerse de defender su posición,
calificada de provinciana y anticuada; los laicistas (y digo laicismo, no
laicidad), sin embargo, tienen todo el derecho para imponer urbi et orbi su
posición a la que auto-califican de universal.
Respecto de esta curiosa forma de justicia y de
apertura democrática, el mismo Jürgen Habermas, quien negaba la necesidad de la
fundación del Estado en valores éticos, advertía al totalitarismo laicista: “La
neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades
éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización
política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en
cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por
principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a
los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje
religioso a las discusiones públicas” [2].
El sociologismo relativista, pues, ha llevado a que el
derecho pierda su fundamento. El desplazamiento de la razón moral trae como
consecuencia un hecho: el derecho ya no puede referirse a una idea fundamental
de justicia, sino pasa a convertirse en el espejo de las ideas dominantes. Por
eso, sostenía el por entonces Card. Joseph Ratzinger, “la cuestión fundamental
acerca de la restauración de un consenso moral fundamental en nuestra sociedad
es una cuestión de supervivencia de la sociedad y del Estado” [3]. Por el
momento, vivimos dentro de aquel mundo vislumbrado por Charles Péguy: el “mundo
de los que no creen en nada, que se glorían y enorgullecen de ello”.
Lo nuevo no es sinónimo de bueno y, por eso, no
equivale necesariamente a progreso. El imperativo de la Escritura “No matarás
al inocente” significó un progreso fundamental para la conciencia moral de la
humanidad. Y esto fue posible gracias a que el yo fue capaz de alcanzar,
mediante su inteligencia, una perspectiva universal, abandonando la idea de una
razón instrumental al servicio de los instintos de un empobrecido yo.
Lamentablemente, la barbarie retorna periódicamente:
el siglo XX, y el nuestro propio, son testigos de la misma. Y cuando esta
barbarie se entroniza en el individuo y en la sociedad, reinan el exceso, la
esterilidad y la ruina. Su furor la conduce a destruir todo lo que es elevado:
no trata de recrear la cultura sino, más bien, de sumergirla en la nada de los
valores. Como refiere Mattei, “A imagen del búho de la sabiduría, dedicado a
Atenea, que no se levanta más que a la caída del día, la barbarie despliega sus
alas por la noche; pero son las alas de un ave de rapiña” [4].
Notas
[1] ¿Progreso o retorno? Bs. As., Paidós, 2005, p.
171.
[2] ¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático?
En Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Madrid,
Ediciones Encuentro, 2006, pp. 46-47.
[3] Église, Oecuménisme et Politique. París, Lib.
Arthème Fayard, 1987, p. 276.
[4] Jean-François Mattéi. La barbarie interior. Ensayo
sobre el inmundo moderno. Bs. As., Ediciones Del Sol, 2005, pp. 43-44.