LA FIDELIDAD A LA ESTUPIDEZ
P. Miguel A.
Fuentes, IVE
30 de julio de
2016
Herodes Antipas, que juzgó a Cristo y decapitó a su
Precursor, fue un personaje cargado de problemas. Sin embargo, el principal de
ellos no coincide con ninguno de los que nos saltan a la mente cuando pensamos
en su siniestra figura. Que tuvo pocos escrúpulos a la hora de derramar sangre,
pocos lo dudan; Juan menos que nadie.
Que le gustaban las mujeres prohibidas,
lo testimonia el haberle robado la suya a su medio hermano, que era, además
sobrina suya, y las delirantes promesas que lanzó al ver bailar a la hija de
esta, sobrina segunda, indudablemente no movido por el arte del Lago de los
cisnes sino por los borbotones de carne que la muchacha se esforzó en mostrar
interpretando un espectáculo de cabaret ante aquella asamblea de viejos verdes.
En política no tenía reparos en ensuciar a quien fuera, ni en hacerse amigo de
sus enemigos cuando le convenía, ni en traicionar a los aliados si le venía
bien. Jesús lo llamó “zorra”, describiéndolo como un astuto ladrón de gallinas.
Y estos son sólo algunos de sus defectos. Importantes, pero demasiado bien trazados;
por eso, quizá de ellos nos sentimos un tanto inmunes, hasta el punto de
creernos muy lejos del funesto monarca. Sin embargo, su principal problema
puede estar más cerca de muchos de nosotros de cuanto pensamos. Porque el
caracú de toda su alma podrida radicaba en otro pecado que me gustaría llamar
“fidelidad a la propia estupidez”.
Todos decimos y hacemos tonterías de vez en cuando.
Unos más que otros, pero sin excepciones. No es esto lo que distingue a los
hombres. Lo que los diferencia es lo que hacen después. En un segundo momento,
tras haberse deslenguado, unos vuelven sobre sus pasos y otros se consolidan en
ellos. Los primeros tienen la oportunidad de corregirse y enderezar el camino
para acertar. Los segundos dejan fraguar la estupidez hasta que se vuelve
indestructible: “Aunque machaques al necio en el mortero no se apartará de su
necedad” (Pr 27,22).
Las formas de Salomé, movidas al compás del baile,
revolvieron las fibras voluptuosas del adultero e incestuoso tetrarca,
arrancándole una promesa irreflexiva y temeraria, ofreciendo darle cualquier
cosa que le pidiera. Y la muchacha, que no tenía reparo en vender su cuerpo
ante esos viejos, le pidió un homicidio.
Otras piden un tapado de visón, o un
anillo de diamantes; las más modestas un helado de limón y pistacho. A ella –o
a su madre o a las dos– les gustaba la sangre de los inocentes. O más bien el
silencio de los jueces que les decían –como Juan– que tenían un pie en este
mundo y el otro, con pulseras y brazaletes incluidos– en la boca del infierno.
A Herodes, Juan le molestaba –y de hecho lo tenía
enjaulado–, pero como supersticioso que era, también le agradaba oírlo de vez
en cuando, salvo las veces que le recordaba las cosas de sexto y nono, o sea,
aquello de que con las sobrinas y cuñadas hay que ser honestos y limpios.
Además, era un político, y como tal, la demagogia le interesaba bastante,
incluso si su poder no dependía de los votos del pueblo sino de los lengüetazos
al César. Sabía que a algunos chupamedias, por más que, de tanto lamerlos, le
habían desteñido los calcetines al Emperador, les había ido mal por las quejas
del pueblo.
Y el pueblo amaba a Juan. Por eso a Herodes no le convenía degollar
al profeta que tenía en la cárcel. Pero... pero... pero... era increíblemente
fiel a su estupidez. Y por eso, como todos los que han tenido un destello de
luz que les dice que pifiaron de camino, también él lo tuvo, envuelto en esa
tristeza que sintió al oír a la desvergonzada pedirle lo que pidió. Pero...
rechazó ese rayito de luz y en lugar de decirle a la cabaretera que las
promesas debían entenderse “de materia buena o indiferente”, como le habría
aconsejado hasta el más corto de los hombres con medio centímetro cúbico de
seso, le dijo que recibiría su bandeja con cabeza de profeta como postre y
premio de haberlo divertido superlativamente. Si hay que matar, se mata;
cualquier cosa antes que reconocer que uno se fue de boca y quedar mal ante esa
honorable asamblea de corruptos.
La cabeza del santo Precursor se la despachó a las
vampiresas de su concubina y sobrinastra, pero al mismo tiempo se la incrustó
para siempre en su propia conciencia hasta el punto de que de todo quidam a
quien la gente atribuía hechos prodigiosos, pensaba que era el Degollado que,
vuelto a vida, venía a reclamarle nuevamente que dejara de vivir revolcado en
el merengue de sus pecados.
Y Antípas fue perdiendo los pelos, los dientes y la
vista; pero la fidelidad a su estupidez no la perdió ni cuando tuvo la
oportunidad de juzgar al Salvador del mundo, a quien consideró un pobre
demente. Porque los estúpidos que son fieles a su estupidez gozan de una
estabilidad notable y no harán una cosa sensata ni equivocándose.
A esto lo llamo “the Herodian way”, el estilo
herodiano, que hoy es el último grito de la moda.