Por Daniel V.
González
El fallo en el caso
Marita Verón le cayó como anillo al dedo a la presidenta de la Nación. Era justo lo
que ella necesitaba para encontrar una veta por la cual intentar captar el
apoyo de una franja de la opinión pública que está disconforme con la justicia
argentina.
Cristina parece
decirnos: “¡Qué horror el fallo en el caso de Marita Verón! ¿Vieron? ¡Es el
mismo problema que tengo yo con la Corte Suprema ! Son jueces que no interpretan lo
que el pueblo quiere y lo que la patria necesita. Por eso es que se hace
inevitable que tengamos una justicia que nos satisfaga. Que falle en
consonancia con el pueblo. En consecuencia… hay que democratizar la Justicia.”
Tal la secuencia
discursiva –obvia y grosera, tosca y rudimentaria- que nos plantea la
presidenta. Se queja del horror tucumano pero lo que verdaderamente le interesa
es la Corte Suprema
y su posición sobre una par de artículos de la Ley de Medios. Ahí apunta. Y a ningún otro lado.
La indignación
popular contra el fallo del caso Verón es, en un sentido, justificada. Y en
otro aspecto, no lo es en absoluto. Hay indignación porque, nuevamente, un caso
horrible como es el secuestro y la desaparición de una mujer (con fuertes
sospechas de haber sido sometida a esclavitud sexual), se desliza hacia la
impunidad. Otro crimen sin condena. La certeza pública de que, más allá de los
aspectos jurídicos del caso, el conjunto de los acusados guardan ostensible
vinculación con el submundo de la trata de personas en Tucumán, con tolerancia
de policía y gobierno. De ahí la indignación y la ira. Las piedras y los
vidrios rotos.
Pero la justicia no
necesariamente debe fallar en consonancia con las presunciones populares. De
ser así, estaríamos ante virtuales linchamientos. Conviviríamos con una
justicia que saca sus ojos de las leyes y procedimientos y los pone en el humor
del pueblo. Y esto vale para los fallos que nos gustan y para los que no nos
gustan.
Mano dura
presidencial
Se respira en la
sociedad la existencia de una exceso de tolerancia para con el delito. La
reforma Blumberg intentaba cubrir esa demanda. Fue propuesta y aprobada en un
momento en que la sociedad estaba especialmente sensibilizada por el brutal
crimen de un joven y se movilizó masivamente en búsqueda de un mayor rigor
punitivo.
Sin embargo, el
gobierno vive una contradicción. El “progresismo” del que se nutre no es partidario
de un endurecimiento de las penas para con los delincuentes. Al contrario, el
“garantismo”, cuya figura señera es el ministro de la CSJN Eugenio
Zaffaroni), tiene una visión claramente contrastante con la “mano dura” que
ahora, sorpresivamente, está pidiendo la presidenta.
Al parecer, Cristina
Kirchner percibió que el único modo en que puede lograr cierto consenso para
reformar la justicia es transformándose en abanderada del reclamo popular por
mayor rigor punitivo (tema que la gente vincula con el de la inseguridad). Ya
el domingo en el acto de Plaza de Mayo, la presidenta atacó a la justicia con
argumentos que suenan bien a los oídos populares. Habló de “jueces sin
responsabilidad que dejan en libertad a personas que vuelven a delinquir, a
matar, a violar”. No es éste el concepto de Justicia que se corresponde con la
ideología progresista del gobierno, sino más bien al contrario. Fue por eso que
el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que preside el amigo del
gobierno Horacio Verbitsky, criticó con dureza estos conceptos presidenciales.
Lo acusó de legitimar “la demagogia punitiva y el peligrosismo penal”. El CELS
dijo que "estas afirmaciones distraen del debate sobre el funcionamiento
de la justicia penal y sobre las políticas democráticas de prevención y
reducción de la violencia y el delito que deben encararse”.
En la semana
anterior, fue el propio Zaffaroni quien en una conferencia había reiterado su
conocido punto de vista respecto de que la reincidencia no debe ser un motivo
para agravar las penas.
Pero si Cristina toma
distancia de su principal referente jurídico y también de uno de sus asesores
más importantes, es por imposición de una necesidad política perentoria: meter
mano en la justicia. Con cualquier pretexto. De ahí que su saludo y solidaridad
para con Susana Trimarco tiene una lectura política inevitable: identificarse
con la sensación de injusticia que deja ese caso para usar ese sentimiento
popular genuino contra la
Corte Suprema y otros jueces díscolos.
Las quejas sociales
contra la Justicia
son tomadas en forma fragmentaria y con beneficio de inventario por la
presidenta. Ella no ignora, por ejemplo, que parte de la indignación popular
proviene de la existencia de jueces como Norberto Oyarbide, siempre favorecido
por los sorteos de las causas cuya resolución favorable es importante para el
gobierno. Tampoco ha de escapar a la perspicacia presidencial que salvo el
insustancial y estúpido caso de Felisa Miceli que olvidó una bolsa con dinero
en el baño de su oficina, ningún caso de corrupción ha sido considerado con
seriedad. Ni siquiera los más manifiestos y obvios. Nada de eso parece importar
en este momento, ni formar parte del bajo concepto que la opinión pública se ha
ido formando de nuestros jueces.
Ahora, la presidenta aparece sumamente
preocupada por un aspecto: la liviandad con que los jueces liberan a los
criminales y los fallos benignos que dictan.
¿Democratizar “a la Oyarbide ”?
No se entiende bien
qué significa, en el concepto presidencial, su propuesta de “democratizar la
justicia”. Pero podemos hacer algunas especulaciones al respecto. Ya ha dicho
la presidenta que quiere una justicia que funcione en sintonía con el pueblo.
Para ello, nada mejor que hacer que los jueces sean nombrados por el voto
popular, como es en Bolivia en este momento y como ocurre también, con algunos
cargos judiciales, en algunos estados de los EEUU.
El voto popular para
los cargos de la justicia, en nuestro país aseguraría que los jueces
pertenezcan al partido de gobierno y fallen en consonancia con el poder
ejecutivo. Y ese es el sueño de Cristina. Una justicia que haga lo que hace el
parlamento: ratificar los actos de la presidenta. Eso equivaldría a transformar
nuestro sistema hiperpresidencialista en una virtual dictadura en la que el
ejecutivo concentra los tres poderes pues el parlamento es apenas una marioneta
levantamanos.
De ser ésta la
incierta región hacia la que se dirige el gobierno, la degradación de la Justicia sería
vertiginosa. La formación técnica de los jueces pasaría a ser irrelevante pues
la lealtad política estaría en un primerísimo y excluyente lugar. Pero, además,
se correrá el riesgo de que la justicia se ejerza con las encuestas, haciendo
campaña electoral. Hay una interesante novela de de Tom Wolfe, La hoguera de
las vanidades, que muestra una circunstancia similar y pone en evidencia,
mediante el disparate, cómo funcionan un sistema que se sostiene en cargos
judiciales electivos.
Si de democratizar se
tratase, el sistema que existe en Córdoba de juicios penales con jurados
populares (escabinos) no es una opción para desdeñar, en el caso de que lo que
efectivamente se pretenda es vincular los fallos, de alguna manera, con el
“timing” del pueblo aunque con participación decisiva de los jueces técnicos.
Pero todo indica que
se apunta hacia otro lado. Que la indignación con una justicia que resulta
blanda con los criminales en realidad encubre una intención cierta de presionar
a la Corte Suprema
para que sea más permeable a los intereses del gobierno actual. Y, concretamente,
respecto del Caso Clarín – Ley de Medios. Lo demás, nos parece, es pura
demagogia “pour la galerie”. Como están las cosas, democratizar la justicia no
parece otra cosa que “oyarbidizarla”, es decir, llenarla de jueces afines al
pensamiento del poder ejecutivo.
Y eso es, ni más ni
menos, el final de la república.