La Gaceta, 29
marzo, 2018
Jaime Revés
Los cristianos no podemos permitirnos el lujo de
privar a la sociedad de nuestra medicina social.
Peter Maurin es un personaje al que la historia no ha
prestado todavía la atención que merece. Nació en el sur de Francia en una
familia de granjeros pobre y profundamente católica. Fue el menor de veintiún
hermanos. Pronto tuvo que emigrar para ganarse la vida. Dio algunas vueltas por
Canadá y Estados Unidos hasta que se acabó instalando en los suburbios de Nueva
York. En los años veinte malvivía leyendo como un poseso y trabajando como
profesor de francés. En esa época dejó de cobrar a sus alumnos y les pidió que
le pagaran el precio que ellos considerasen adecuado. Parece ser que Maurin
tomó esta decisión influido por sus lecturas de San Francisco de Asís.
Maurin fundó, junto con Dorothy Day, el movimiento The
Catholic Worker en el periodo de entreguerras. En un mundo que sufría los
excesos del capitalismo, eran muchos los que buscaban protección en los brazos
del comunismo o del fascismo. Igual que Chesterton y Belloc en Inglaterra,
Maurin y Day buscaron en Estados Unidos una tercera vía inspirada en la
doctrina social de la Iglesia.
En esta aventura crearon un periódico para
difundir sus ideas y fundaron varias granjas autogestionadas. Alrededor de
estas granjas crecían pequeñas comunidades cristianas que rezaban, se formaban
y trabajan la tierra (cult, culture and cultivation). Maurin y Day tenían una
firme vocación política y social. Eran capaces de estar plantando tomates a las
siete de la mañana y repartiendo octavillas en Times Square a las siete de la
tarde.
Peter Maurin era, de alguna forma, el guía intelectual
del movimiento. Maurin era una especie de filósofo despegado de los bienes
terrenales. Prestaba sus libros a cualquiera que le preguntara por ellos y
vestía ropas tan viejas que muchas veces le confundían con un vagabundo. Podía
pasarse horas hablando a los suyos sobre la dignidad del trabajo, el
cooperativismo, la justicia social, la doctrina tomista del bien común o la
encíclica papal Rerum Novarum. Maurin era una especie de Jeremías con un fuerte
acento francés capaz de combinar la ortodoxia en la fe con un sano espíritu
revolucionario. Podía denunciar en una misma arenga el conformismo de los
cristianos que se beneficiaban de un orden económico injusto y las falsas
soluciones del socialismo.
Maurin resumió para sus alumnos decenas de obras que
él consideraba esenciales para todo activista social católico. Sin embargo, apenas
puso por escrito sus propias ideas. Muchas de sus palabras nos han llegado
gracias a las personas que vivieron con él. El periódico The Catholic Worker
publicó algunos de sus ensayos fáciles (easy essays). Eran una especie de rimas
pegadizas que resumían sus principales argumentos en materia política. Uno de
ellos se llamaba “Detonando la dinamita de la Iglesia”.
Maurin era pacífico y antibelicista, pero quería
inspirar a los jóvenes con una imagen potente. En este pequeño ensayo exhortaba
a su gente a dar a conocer el pensamiento social cristiano. Con esta referencia
explosiva Maurin quería decir que la doctrina de la Iglesia es revolucionaria y
radical en el verdadero sentido de las palabras. No exageraba. El Papa León
XIII denunció el sometimiento de los obreros a “a la inhumanidad de los
empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores”. Pío XI señaló que
“han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e
íntegramente a dicha dictadura [económica], es decir, la justicia social y la
caridad social”. Juan Pablo II constató que “la solución marxista ha fracasado,
pero (…) existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo
capitalista”. Hoy el Papa Francisco nos alerta frente a las “ideologías que
defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera” y
que conducen a una “economía que mata”.
Un modelo económico coherente con una visión cristiana
debe estar orientado a la justicia social y el bien común. Su fundamento lo
encontraremos en la solidaridad y la subsidiariedad (principio conforme al cual
una unidad económica no debe hacer algo que pueda hacer otra unidad de tamaño
más reducido y más cercano a la persona). Y respetará los principios de
propiedad privada (limitada por su función social y el destino universal de los
bienes), el acceso de la mayoría a esa propiedad privada, la dignidad de la
persona y la preeminencia del trabajo sobre las rentas o el capital como fuente
de generación de riqueza.
La Iglesia no propone un modelo económico único, sino
que ofrece orientaciones. Los modelos verdaderamente eficaces sólo pueden ser
el resultado de adaptar estas orientaciones a las realidades históricas,
políticas, sociales y culturales de cada pueblo. Y aquí es donde falla el
invento.
Peter Maurin apuntaba que la doctrina de la Iglesia
tenía el potencial suficiente para volver ser la dinámica social dominante.
Pero que si los cartuchos no llegan a estallar es porque los pensadores
católicos han cogido la dinamita, la han envuelto en una palabrería vistosa, la
han metido en una caja hermética y se han sentado encima de la tapa.
El pensamiento social católico tiene potencial para
cambiar el mundo, pero los cristianos han olvidado que puede llevarse a la
práctica. La mayoría de los profesores, periodistas y políticos católicos
desconocen los fundamentos básicos de la doctrina social.
Quienes tienen la
suerte de conocerlos, los contemplan como un ideal digno de admiración pero que
no se puede aplicar en la práctica. El pensamiento social cristiano no se
enseña en los colegios ni parroquias. Es muy difícil distinguir el suplemento
de economía de un periódico católico del de otro rotativo cualquiera. Los
programas de estudio de las escuelas de negocios dirigidas por entidades
religiosas son prácticamente idénticos a los de cualquier otro centro no
confesional. Como mucho podemos encontrar alguna mención a los valores en la
gestión de la empresa o una asignatura de ética basada en una antropología
coherente con el cristianismo. Pero no se pone en cuestión con todo el rigor
necesario la lógica del beneficio, la visión del trabajador como gasto de
empresa o la legitimidad de los beneficios obtenidos por el puro oportunismo
especulador.
En estos días de Semana Santa volveremos a ver con
felicidad cómo la fe popular y la tradición toman las calles. La Iglesia
seguirá realizando su encomiable labor asistencial en hospitales, comedores
sociales y casas de acogida. A la vuelta de las vacaciones, la Iglesia seguirá
educando y formando a los jóvenes para el futuro. Pero no basta. Los cristianos
no podemos permitirnos el lujo de privar a la sociedad de nuestra medicina
social. Es necesario insistir en la idea de que existen alternativas a un
modelo cuyas múltiples carencias se han puesto de manifiesto en esta crisis
económica.
La Iglesia no cumple bien su misión si se limita a
denunciar los excesos de los diferentes sistemas económicos que pueden darse en
una determinada época. Como dice Harold Robbins en The sun of justice, la
diferencia entre lo que la Iglesia tolera en economía y lo que la Iglesia
propone es enorme. Sin embargo, pocas veces se realiza esta distinción en el
debate público.
La doctrina social puede aportar soluciones que
sienten las bases de una economía más sana e inclusiva. Sólo hace falta una
generación de valientes que se atreva a desprecintar, de una vez por todas, esa
pequeña caja de explosivos.