Edmundo Geloch Villarino
Está
claro que la “violencia de género” es una herramienta de propaganda ideológica
de la ideología de género, una de las más perversas y antihumanas de las
ideologías, que avanza sobre el mundo como una ola imparable, impulsada por los
Poderes que gobiernan el Mundo (incluído el “Principe de este Mundo”), para
destruir lo que del orden natural dejó el pecado.
Como
en toda dialéctica, no se puede defender lo que hay de verdadero en una
postura, sin imponer a la vez una mentira infame, por eso es imperioso escapar
de la opción dialéctica que plantea la ideología. En uno de mis libros, al hablar
de la cultura nacional que nos identifica, explico la aparición de la actitud
“machista”, propia de las costumbres bestiales del hampa prostibularia
importada con las esclavas sexuales por “El
Camino de Buenos Aires”. Las letras del tango suelen documentar ese mundo
de vicios, esclavitud, infidelidades, venganzas y tristezas, en uno de los
géneros musicales más patéticos, que al difundirse mereciera ser llamado “la lloradera del cabrón” (Ortega y
Gasset) o “lamento dos cornudos” (en
Brasil).
No es
novedad en el mundo, que el amante traicionado reaccione violentamente contra
los traidores y los mate. Si se justifica o no, es asunto casuístico propio de
la justicia penal, a pesar de haber sido tratado al paso por algunos santos. Lo
que es evidente es que pertenece al reino de las pasiones dominantes, aquellas
que anulan la razón y la libertad, en una anomalía psíquica que asemeja al
hombre a una bestia manejada por impulsos y estímulos sensibles, como si
hubiera perdido la dimensión espiritual.
Cuando
ese modo de vida bestializado se hace costumbre y aún cultura de masas, no son
extrañas las conductas brutales obedientes al celo y a los celos. Géneros
musicales y espectáculos para las masas, exhiben un modo de vida que intoxica a
mujeres y varones: cada vez son más quienes viven como en las telenovelas, sin
otro sentido que seguir el instinto y el impulso sensible.
Es
que no se muestra al pueblo otro modo de vida más humano, hasta el extremo de
que se han olvidado las costumbres tradicionales que llegaron hasta padres y
abuelos. La oleada de la cultura triunfante en la Segunda Guerra Mundial, desde
la difusión del “existencialismo” a la supresión del sentido del pecado con la
“revolución sexual” justificada por el psicoanálisis, y en particular, de la
moralidad de la violencia. “Sexo y violencia” en el cine, en la TV, y… ¿por qué
no en la vida corriente?
Lo
que nadie dice es que todo eso es nuevo, y que aún vivimos los que fuimos
educados en otra cultura, con otros valores y otras costumbres. El retorno al
salvajismo es una novedad que surge de las ideologías y las propagandas de los
medios. La violencia criminal contra la mujer, no es más que una de tantas
costumbres cuya extensión es novedosa.
La
tradición recoge, desde las mitologías y el teatro de capa y espada, casos de
violencia pasional, porque siempre hubo personas que se dejaban inclinar a
vicios que eran rechazados por la sociedad y eran dominados por la pasión
irracional. Y no se trata de hipocresía, como creen los ignorantes, sino de la
propensión al pecado que arrastramos los pecadores desde Adán y Eva: como los
expresa San Pablo: “en vez del bien que quiero, hago el mal que no quiero”.
Para eso el Señor puso el remedio de la penitencia; y a empezar de nuevo,
poniendo los medios de la espiritualidad para no volver a caer.
Pero
la tradición criolla no es el “machismo”, sino la caballerosidad de nuestros argentinos, hijos
de indios y de hidalgos. A la explotación de la mujer entre los indios, la
corrigieron señores segundones de nobles familias, y misioneros, en una
sociedad matriarcal, como había sido la Cristiandad europea, donde el hombre
ausente cabalgaba en largas guerras, mientras la esposa gobernaba y
administraba en su ausencia. Y así en nuestras huestes fundadoras.
Cuando
mi abuelo repetía “El hombre que le pega a una mujer es un cobarde”, con dicho frecuente
entre los gauchos y soldados criollos, sería porque algún caso real habría
ocurrido. Pero nada más deshonroso que la cobardía, para nuestros antepasados,
educados en la valentía propia de la caballería que no retrocede ante la
muerte. El dicho funcionaba como una vacuna para los niños, que nos
horrorizábamos de ser cobardes y de pegar a una mujer.
Una
tarde en la que un perro persiguió a una mujer muy delgada, algún gracioso
quiso compararlo con la persecución de un hueso. La reacción fue tremenda:
Genta explotó contra alguien tan poco caballero que pudiera insinuar y reír de
un defecto en la mujer. La vergüenza corrió al torpe y los demás repudiamos su
dicho.
Es
que para un caballero nada hay superior a la mujer: desde Amadís o Don Quijote
a Pancho Ramírez por “la Delfina”, la vida no tiene sentido si no es para
servir y defender a la Mujer. Fue la Cristiandad la que rescató el valor
femenino, por el ideal de la pureza y la virginidad. Nadie superior a María ha
salido de las manos de Dios: la primera de las creaturas, Reina de los Ángeles
y Reina y Señora de todas las cosas creadas, “más que Tú, sólo Dios”.
Ya no
son la matrona y la cortesana las mujeres que ejercen el poder en el paganismo.
La virginidad cristiana subraya la independencia respecto del varón, el valor
femenino que brilla de por sí. Las mismas grandes reinas de la Cristiandad,
muchas de ellas Santas y escritoras y
tratadistas ilustres, sobresalen ante todo por ser Damas. Cualquier dama puede
ser entronizada para la veneración de un caballero, y aún sin la prosapia ni el
cetro, honrarla era la tarea del varón. La distancia entre nobleza y villanía
podía medirse por el culto a la Mujer. Y algo así perdura en el pueblo que,
cuando un varón da el asiento a una mujer, dice: “¡Qué caballero!”
Lamentablemente,
la nobleza y la caballería han dejado de ser ideales para la educación y la
cultura popular, mientras de la mujer se estima cualquier cosa menos la
virginidad. Son las medidas del contorno
corporal las que buscan destacarse, y muchas creen que están para mostrar “lo
mejor que tienen”, lo mejor que les queda, después de haber perdido todo lo
demás. Mercadería sexual. Y así se viste y posa, en la imagen popular.
Es la
cultura de la presunta igualdad femenina
la que destronó a la mujer, hasta entonces superior, por encima del varón, y la
rebajó al papel de una hembra en celo, como si la impureza sexual fuera un
derecho que “eleva la mujer a la altura del varón”, y no una pobre muestra de
nuestra condición pecadora. La mujer, desde las alturas de las vírgenes y madres
que le hacían digna de rodear a María, renuncia a sus valores, a la virginidad
y a la maternidad que la asemejan a la Señora. Y cuando es tratada como a esa
pobre cosa, quiere rebelarse contra los varones, tan rebajados como ella, como
si fuera la única víctima de estas costumbres. ¿Por qué, cuando se mencionan
cifras de “femicidios”, no se dice cuántos varones han sido asesinados?
El
laicismo que suprimió la enseñanza religiosa y el igualitarismo democrático que
denostó a la nobleza y la caballería, están en la raíz del maltrato a la mujer.
El ideal femenino cae a la par en que cae la caballerosidad. Cuanto menos
caballeros sean los varones, menos respetadas serán las mujeres.
San Rafael, 3 de junio de 2015, Día de las
marchas “Ni una menos”.