El demonio de Piketty
ANTONIO MARTÍNEZ
El Manifiesto, 5 de junio de 2015
A principios del siglo XIX, Pierre Simon de Laplace
imaginó lo que luego se llamaría “el demonio de Laplace”: una mente tan
poderosa, que, dentro de una visión estrictamente mecanicista del universo,
podría conocer todo el futuro y todo el pasado a partir de los datos existentes
en un momento dado, siempre que los conociéramos con suficiente precisión.
A principios del siglo XXI, diríase alumbrado un
cierto “demonio de Piketty”: una mente esta vez tan sagaz, que ha descubierto
en su célebre fórmula r > g la razón oculta de la intrínseca perversidad del
capitalismo. El demonio de Piketty desenmascararía y denunciaría al demonio
capitalista de la desigualdad: cuando la tasa de retorno del capital es mayor
que la tasa de crecimiento de la economía, ese mal originario que es la
desigualdad tiende inexorablemente a crecer. Los socialdemócratas europeos y
los fustigadores del capitalismo parecen haber encontrado a su nuevo faro, a su
nuevo gurú, a su nuevo Marx. En la persona de Thomas Piketty, que, levantando
el Velo de Maya de la Economía, les ha revelado una de las grandes leyes
ocultas de la historia.
Sin embargo, el propio Piketty ha reconocido
recientemente que las cosas no son tan simples. Supongamos por un momento que
la desigualdad es algo intrínsecamente perverso e indeseable (una idea
apriorista que, por ejemplo, combatiría el aristocrático Nietzsche, amante de
la desigualdad). Bien, de acuerdo; pero resulta que el crecimiento de tal
desigualdad no descansa de manera única en factores económicos, sino, más allá
de éstos, en razones de índole psicológica, muchas veces inconscientes, que
atañen al Zeitgeist de una determinada época. Y es que, en efecto, la
desigualdad se ha incrementado a lo largo de las últimas décadas también en
ámbitos muy alejados de la pura economía.
Pondremos algunos ejemplos. En el mundo de la
Literatura, está desapareciendo la “clase media” de los escritores, de manera
que ahora existen unos pocos autores superventas y una masa de escritores que
venden muy poco, obtienen escaso reconocimiento y apenas pueden vivir de sus
libros. Lo mismo pasa con las tiradas medias de éstos: o bien ediciones
monstruosas de cientos de miles de ejemplares, a lo Dan Brown o Stieg Larsson,
o bien irrelevantes, por debajo de los tres mil. En cuanto al mundo de la
educación, cada vez aparece más clara la brecha entre instituciones académicas
de élite -colegios, institutos, universidades- y otras casi asistenciales,
destinadas a la masa de alumnado que no puede acceder a los centros de alta
cualificación. En cuanto al mundo del deporte, también aquí la separación entre
la élite y la masa resulta cada vez más evidente: o equipos multimillonarios, o
equipos de clase baja que a duras penas consiguen sobrevivir. Hace 30 años, un
Nottingham Forest podía ganar la Copa de Europa. Algo así resulta hoy
completamente impensable.
Podría realizarse todo un análisis cultural y
sociológico de nuestra época, referido a los más distintos ámbitos, y
comprobaríamos, fascinados y con estupor, que esta ley se cumple de manera casi
universal: que los segmentos medios menguan y, en cambio, crecen los extremos.
La tan comentada decadencia de la clase media, en beneficio de una elitista
clase alta -el olimpo social- y de una masa depauperada de trabajadores en
precario, constituye sólo un caso particular dentro de una fenomenología que,
como decimos, es mucho más amplia. Cuando -un ejemplo más- en el mundo de la
televisión nos encontramos con programas que son “buques insignia” y que
producen un decisivo efecto arrastre en las audiencias de la respectiva cadena,
junto a otros espacios casi irrelevantes en términos de share, tal vez añoramos
las épocas en que aún existían programas “de clase media”. Lo mismo ocurre hoy,
por cierto, en el ámbito cinematográfico, que se divide, cada vez más, entre
blockbusters y películas de bajos coste, taquilla y difusión.
De modo que hace bien Thomas Piketty cuando corrige a
la baja el poder explicativo de su famosa fórmula. La desigualdad crece,
ciertamente; pero diríamos que lo hace por motivos casi metafísicos, operantes
en los estratos más profundos de la psique occidental contemporánea, de manera
que la creciente desigualdad económica sólo sería un efecto más de un fenómeno
de índole general. Y, ¿dónde estaría la raíz psíquico-metafísica de tal
tendencia? Responder cumplidamente esta pregunta exigiría un desarrollo que
desborda los límites de un simple artículo; pero creo que, al menos, es posible
ofrecer un atisbo de ese motivo oculto: la desigualdad crece en la medida en
que el universo espiritual, psíquico, cultural, social y económico de Occidente
es cada vez menos un “cosmos”, un todo unitario cuyas diversas partes están
todas ellas vinculadas a un eje central que mantiene su cohesión. En efecto: la
desigualdad sólo constituye una consecuencia visible de una creciente desunión
invisible. Y esa desunión se identifica con el pathos de la posmodernidad, que
concibe el mundo como una nube amorfa de átomos que se mueven al azar. Cuando
ya no existe un círculo cohesionado por la común referencia a un centro
irradiador y vertebrador, entonces la desorientación y el miedo conduce a un
desarrollo hipertrófico de los extremos. Es lo que sucede, por ejemplo, con la
creciente ansiedad de los padres occidentales por la formación académica de sus
hijos. Hace unas décadas, podían confiar en que el sistema público de enseñanza
les proporcionaría las capacidades necesarias para acceder a las clases medias
ilustradas y, por vía meritocrática, tal vez también más arriba, ascendiendo en
la escala social. Hoy en día la situación es mucho más dramática. La carrera
empieza en el parvulario, y cualquier retraso puede producir efectos
perturbadores. De manera que o el paraíso de arriba, o la ciénaga del empleo
precario de abajo, de los sueldos de 600 euros. La zona intermedia se encuentra
cada vez más despoblada.
Entonces, ¿qué se puede hacer? Si la desigualdad nos
parece indeseable (aunque tal vez no lo sea: podemos entenderla, simplemente,
como una saludable consecuencia de la libertad individual), entonces, ¿cómo
luchar contra ella? Desde luego, creo que no debe hacerse por vía coactiva.
Hace unos años, los suizos rechazaron en referéndum la limitación legal de las
diferencias salariales entre los sueldos más altos y más bajos de una empresa
-se habló entonces de una proporción máxima de doce a uno-, e hicieron bien al
votar en tal sentido. Hayek nos lo recordó en su momento: en esa dirección sólo
hay un camino de servidumbre. La fiscalidad fuertemente progresiva, que tanto
gusta al socialismo francés de Hollande y a la demagogia que demoniza a los
ricos, es injusta e ineficaz a este respecto. Y el Estado del Bienestar puede hacer
ciertas aportaciones al respecto, pero tampoco es la solución.
¿Cuál es, entonces, esa “solución”? Una vez más, la
pregunta, compleja, no puede responderse de manera simple. Sin embargo, me
parece que un ejemplo bien conocido puede clarificar bastantes cosas. Supongo
al lector enterado de que, en fechas recientes, la Liga inglesa de fútbol ha
firmado un suculento contrato de televisión que va a convertir a los equipos de
la Premier League en los más ricos del mundo. Y lo más interesante es que el
reparto de los derechos económicos se encuentra bastante equilibrado, con
diferencias no demasiado grandes entre los equipos de arriba y los de abajo.
¿Por qué se ha hecho esto así? ¿Es socialdemócrata la
Premier League, “no le parece justo” que el Chelsea o el Manchester United
cobren mucho más que el Everton o el Southampton? No: resulta, simplemente, que
todos los equipos de la Premier forman parte de un mismo universo, el “universo
del fútbol inglés”, y que el atractivo irresistible de la Liga inglesa reside
justamente en que constituye un cosmos completo, del mismo modo que, por
ejemplo, los deportes gaélicos lo son en Irlanda. Esa común pertenencia a un
único universo es lo que limita las desigualdades a múltiples niveles, incluido
el económico. Y tal es el modelo que deberíamos copiar a gran escala.
Convirtamos el mundo en una tupida red de microcosmos integrados todos ellos en
un gran universo total integrador. En vez de una nube, hagamos de él un árbol.
Y, entonces, las desigualdades subsistentes cambiarán de naturaleza de una
manera radical.
Thomas Piketty no es el Isaac Newton de la economía
socialdemócrata. La Naturaleza ama las desigualdades, como manifestación de la
variedad dionisíaca del mundo; pero, a la vez, las integra en un gran todo
orgánico. Y ése es el desafío que también nosotros debemos afrontar.