Alberto Buela (*)
Como
hace muchos años que venimos escribiendo sobre el tema de los derechos humanos
y lo hemos encarado desde distintos ángulos: a) derechos humanos de primera,
segunda y tercera generación, b) derechos humanos e ideología, c) derechos
humanos o derechos de los pueblos, d) derechos humanos: crisis o decadencia.
En
esta ocasión vamos a meditar sobre los derechos humanos como un disvalor o, si
se quiere para que sea más comprensible, como una falsa preferencia.
Es
sabido que la
Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por
las Naciones Unidas a finales de 1948,
afirma en su artículo 3 que: Todo
individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su
persona.
Con
lo cual los legisladores correctamente nos vinieron a decir que los derechos
humanos proclamados alcanzan al hombre en tanto que individuo, esto es, formando
parte de un género y una especie: animal
rationale o zoon lógon éjon, como
gustaban decir griegos y romanos.
Pero,
al mismo tiempo, nos dicen que estos derechos son inherentes al hombre como
persona, esto es, en tanto ser único, singular e irrepetible. Y acá está
implícita toda la concepción cristiana del hombre.
Es cierto
que se han producido éticas ateístas de la persona como la de Nicolai Hartmann,
pero eso no dejó de ser un mero ejercicio filosófico vacío de contenido y sin
ninguna consecuencia político práctica. Una ética atea de la persona es
estéril, es un simple flatus vocis.
No
obstante cabe destacar que este magistral artículo 3, que ha sido merecedor de
una exégesis abundantísima,[1] se
apoya y tiene su basamento, en una concepción sesgada o parcial del hombre: como sujeto de derechos. Y es acá donde
comenzamos a barruntar lo que queremos decir.
El
hombre durante toda la antigüedad clásica: greco, romano, cristiana nunca fue
pensado como sujeto de derechos, y no porque no existieran dichos derechos,
sino porque la justicia desde Platón para acá fue pensada como: dar a cada uno lo que corresponde. Con
lo cual el derecho está concebido desde
el que está “obligado” a cumplirlo y no desde los “acreedores” del derecho.
Es por ello que la justicia fue concebida como una restitutio, como lo debido al otro.
Esto
es de crucial importancia, pues sino se lo entiende acabadamente, no puede
comprenderse la
Revolución Copernicana , que produjeron los legisladores
onunianos en 1948.
Al
ser lo justo, dar a cada uno aquello que
le corresponde y no el obtenerlo para uno, la obligación de realizarlo es del
deudor. Y ello está determinado por el realismo filosófico, jurídico,
político y teológico de la mencionada antigüedad clásica. Así el peso de
realización de lo justo recae sobre aquel que puede y debe realizarlo, el
acreedor de derechos solo puede demandarlo.
Al
respecto relata Platón cómo respondió Sócrates cuando le proponen fugarse de la
cárcel al ser condenado a muerte: Nunca
es bueno y noble cometer injusticia (Critón, 49ª5) En cualquier caso es malo y vergonzoso cometer injusticia (Critón,
49b6). Nunca es correcto retribuir una
injusticia por una injusticia padecida, ni mal por mal (Critón 49 d7), pues
es peor hacer una injusticia que padecerla. Qué lejos que están los postulados
socráticos de la talmúdica ley del Talión, del ojo por ojo y del diente por
diente.
Así,
Sócrates no ignora que tiene “derecho humano a conservar su vida”, pero prima
en él, el “derecho humano de los atenienses”, de los otros. Pues si se fuga
realiza un acto de injusticia, peor aún que la recibida.
Hoy la teoría de los derechos humanos
invirtió la ecuación y así viene a sostener la primacía del acreedor de
derechos por sobre la obligación de ser justos. Y, entonces, termina privilegiando el bien privado al
bien común, que es fue grave error del personalismo.[2]
Viene
entonces la pregunta fundamental: ¿A qué debe el hombre otorgar primacía en el
ámbito del obrar: a ser justo o a ser acreedor de derechos?
Sin
lugar a dudas todo hombre de bien intenta ser justo en su obrar, sin por ello
renunciar a sus derechos pero, si el acto justo implica posponer algún derecho,
es seguro que el justo lo pospone.
Ello
nos está indicando la primacía y la preferencia axiológica de lo justo sobre el
derecho.
Si
invertimos esta relación los derechos humanos terminan siendo concebidos como
un disvalor, como una falsa preferencia.
De
modo tal que, obviamente, no estamos en contra del rescate que los derechos
humanos han realizado en cantidad de campos y dominios. Estamos en contra que
la vida del hombre se piense limitada y girando exclusivamente sobre los
derechos humanos concebidos como un crédito y no como un débito.
Y
así como el bien tiene una primacía ontológica sobre el deber porque el hombre
no es bueno cuando realiza actos buenos, sino que el hombre realiza actos
buenos cuando es bueno. Analógicamente, lo justo=ius la tiene sobre el derecho y la lex.
(*)
buela.alberto@gmail.com arkegueta, aprendiz constante
[1] Se ha criticado que este artículo hable del
derecho a la vida y a la libertad cuando tanto la vida como la libertad son una
inherencia al ser del hombre. Mal se puede hablar del derecho a la vida cuando
quien no existe no puede exigir que se le confiera la existencia y del derecho
a la libertad cuando ésta es un rasgo constitutivo del hombre y no un derecho.
Lo que existe es el derecho del hombre a permanecer en su ser, esto es a restar
vivo desde el momento en que comienza a vivir. Así como el derecho a la
ejecución libre de sus actos y expresión de sus pensamientos y creencias.
[2] Existe abundante bibliografía al respecto, sobre
todo a partir de la polémica desastada sobre el personalismo cristiano de los
Mounier y Maritain por la década del 30 y sus críticos como de Koninck,
Leopoldo E. Palacios y Julio Meinvielle.