Reproducimos a continuación un artículo publicado en la fecha, y más abajo una réplica de la Cátedra Juan Pablo Magno.
Dios o Galileo, ¿una falsa oposición?
Roberto Rovasio*
El antiguo dilema “ciencia o religión” pareció renacer con la visita de un egresado de la Universidad Nacional de Córdoba y actual director del Observatorio Astronómico del Vaticano, el sacerdote jesuita José Gabriel Funes; el cura Funes, como gusta autodenominarse.
Este reflotar de una antinomia que vio sus mejores luces en pleno positivismo decimonónico no deja de llamar la atención, ya que se inscribe en un comienzo del siglo 21 que parece no poner límites al avance científico, como tampoco a la consolidación del “diseño inteligente”, con sus defensores mediáticos a la moda.
Con modestia jesuítica, en cursos, conferencias y reportajes, Funes sostiene que sólo le gustaría hablar de astronomía, pero que su posición lo conmina a hablar de “la ciencia y la Iglesia como madres del conocimiento”.
Esta argucia retórica intenta ubicar ciencia e Iglesia, ciencia y religión, ciencia y fe, en un sistema coordinado de análisis y síntesis que no se sostiene más allá del discurso.
Todos sabemos (Funes también) que existen numerosas preguntas de la ciencia que la religión no puede contestar, así como preguntas de la religión que la ciencia no responde.
Cuando además se pretende que “lo científico y lo religioso se complementan a la perfección”, con un claro intento de extrapolar un sentimiento personalísimo hacia una cuasi doctrina general, es algo no sólo inexacto sino rayano en lo poco serio.
Experimentación, no dogma. Al contrario de lo que suele escucharse desde la religión, los científicos de diferentes disciplinas rara vez hacen referencia a la necesidad de un acercamiento a la fe o a la Iglesia, en relación con sus trabajos específicos.
El método científico, en su sentido más amplio, pretende contestar propuestas concretas mediante respuestas provisorias que tienen como punto de partida (y de llegada) los resultados de observaciones o de experimentos.
Estos deben ser reproducibles y verificables y tienden a delinear una aproximación a la eventual verdad que nunca es absoluta. Nada más lejos de la centralidad dogmática de las religiones, de las doctrinas de fe o de los fundamentos de la Iglesia.
Lo cual no significa que un científico, como cualquier ser humano, no pueda sentirse amparado por un concepto trascendente o metafísico, en tanto no interfiera o perturbe su razonamiento como científico.
Esto último no debe ser fácil de lograr, probablemente por el sesgo mesiánico que tienen las religiones.
Extraña propuesta. Por otra parte, se observa una global y creciente ansiedad de los responsables de la Iglesia por tratar de confluir la idea de religión con la idea de ciencia en un mismo andarivel.
Si dejamos a un lado una maniobra subalterna de pura estrategia, no es fácil encontrar una respuesta coherente y aceptable para esta propuesta.
Tampoco lo pudo responder el cura Funes cuando se le preguntó en sus recientes conferencias: ¿se piensa de verdad que la razón dará respuestas a la fe? ¿La fe puede ser la base para el razonamiento científico?
Parece que la hipótesis “estratégica” es la más probable de todas. ¿Cómo puede afirmarse que “la vida extraterrestre sería otra prueba de la grandeza de Dios”, si no es en el contexto del “no me dejen afuera...”? ¿Cómo no tomarse en el mismo sentido el perdón de la Iglesia a Galileo, 300 años después de su condena?
Al pretender recordarnos que “Galileo murió de muerte natural en su villa cerca de Florencia... y que no murió en la hoguera, ni en la cárcel”, nuevamente asistimos a un acercamiento difícil de comprender. Cuando Galileo fue obligado en Santa Maria sopra Minerva a retractar su pensamiento copernicano, no fue este el argumento real de persecución, sino su toma de posición materialista.
También se sabe del trágico destino de su contemporáneo Giordano Bruno , quemado en la hoguera en Campo dei Fiori, no por negar la existencia de Dios sino porque sostenía la coextensividad de Dios y el mundo y situaba el espíritu en el nivel físico de los átomos.
En una época donde la defensa del heliocentrismo era castigada por la reclusión domiciliaria a perpetuidad y la defensa de la teoría atómica llevaba derecho a la hoguera, era muy conveniente confesar (y abjurar) el primero de los pecados.
Otras preguntas. Desde el rechazo a la teoría atómica hasta la condena de la ingeniería genética, la humanidad acumula muchos siglos de atraso y, aunque ya no se condena a la hoguera, hay sutiles castigos para los que se arriesgan a no estar de acuerdo con el canon ideológico del Vaticano.
Cuando se sostiene que “... el Big Bang es la mejor teoría sobre el origen del universo...”, enseguida se aclara “... pero no explica el misterio de la existencia, por qué y para qué estamos acá; para eso está Dios”.
Vamos a ver: hasta donde conocemos, la ciencia no se plantea el misterio de la existencia, ni por qué estamos acá, ni mucho menos para qué estamos.
Este tipo de planteo teleológico está fuera de lugar en el razonamiento científico. Y la pretendida explicación a esos interrogantes no podría formularse por fuera del criterio científico básico y aceptado, sino como resultado de miles de millones de años de evolución.
Nos guste o no, somos el producto de un proceso evolutivo largo y complejo y no de una voluntad superior.
Somos la consecuencia de un devenir histórico y no la obra de un mandato director. Si se comprende esa clara diferencia, quizá no sería necesario seguir insistiendo en “razonar la fe” ni en “dogmatizar la razón”.
Y respondiendo al interrogante del título, habremos de concluir que la oposición entre los dos simbolismos emerge de sus propósitos, métodos y resultados, que, si no son opuestos, son al menos muy diferentes.
*Investigador principal de Conicet, FCEFN-UNC rrovasio@efn.uncor.edu
La Voz del Interior, 13-11-11
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Réplica: