Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica, – 13/05/20
Estamos en cuarentena. El
diccionario de la Real Academia Española (RAE) define: «Aislamiento preventivo
a que se somete durante un período de tiempo, por razones sanitarias a personas
o animales». Todos estamos «cuarentenados», y oficialmente también la Iglesia:
los templos cerrados, sin funciones litúrgicas; los fieles, sin posibilidad de
recibir los sacramentos, deben contentarse con misas por internet. Muchos
piensan que se ha incurrido en una exageración. En la Argentina el Estado
muestra siempre una inclinación al autoritarismo, por no decir un gusto apenas
reprimido por el totalitarismo, cualquiera sea el signo político del gobierno
de turno. El avance actual sobre la Iglesia, justificado en la argumentación
oficial -gubernativa y eclesiástica- en razón de la pandemia del Covid - 19, ha
sido tolerado con una benevolencia que no pocos consideran excesiva; es una
mala señal. ¿Qué pasará después?. Algunos sacerdotes, haciendo uso del sentido
común y la libertad cristiana, encontraron la manera de zafar parcialmente de
la encerrona con beneplácito de los fieles, y sin descuidar las precauciones
necesarias para evitar los posibles contagios.
Pero la palabra cuarentena
registra otro sentido, figurado este y familiar: «Suspensión del asenso a una
noticia o hecho, por algún espacio de tiempo, para asegurarse de su
certidumbre». De acuerdo con este significado, se podría esquivar el claro
rigor de la verdad, porque se duda de ella; se la pone en cuarentena. Podemos
asumir este sentido del término para interpretar algunos fenómenos eclesiales;
solo que tendríamos que poner entre paréntesis, o sencillamente omitir, aquello
de «por algún espacio de tiempo».
La definición cabe entonces
para designar al relativismo, para los intentos de descartar con subterfugios
una tradición que presuntamente debería probar su pertinencia según los
criterios predominantes en la cultura mundana. Se ha difundido una hermenéutica
de la ruptura, sobre la afirmación de que el Concilio Vaticano II fue una
revolución. A veces se intenta aliviar la gravedad de esa sentencia añadiendo
«en cierto modo», pero la grieta que se abre con ella manifiesta igualmente su
efecto conflictivo. También se repite en algunos ambientes que el Evangelio
debe ser releído a la luz de la cultura contemporánea. ¿Qué significa esta
proposición?. Estimo que denota una concepción evolucionista de la historia;
esta se encontraría siempre en progreso hacia lo mejor. En tal contexto
historicista es difícil sostener que la religión católica -sin negar valores
que pueden hallarse en otros sistemas religiosos- es la única que posee la
Verdad total, y que es una religión universal. Además, asistimos a una especie
de redivinización del orden temporal, deslizamiento que hace tiempo ya observó
el filósofo Augusto del Noce.
Que la Iglesia es una fuerza
capital de civilización, y que en el desarrollo de su vida crea cultura, y al
cristianizar humaniza, es una doctrina tradicional. Sin embargo, para algunos
círculos eclesiales, esta función parece reducirse a promover, en paridad con
las otras religiones, la fraternidad universal. Existen instituciones, de orden
mundial, que se atribuyen la facultad de convocar a las diversas religiones y
expresiones culturales -como si estuvieran por encima de estas- a realizar el
ideal antedicho. Ahora bien, aunque lo que me siento compelido a decir parezca
una antigualla, tal ha sido el ideal clásico de la Masonería (¡Yo no creo en
las brujas, pero que las hay, las hay!). En 1884, en su encíclica Humanum
genus, el Papa León XIII advertía que la Masonería siempre ha contado con
instituciones afines (n. 10). Hoy en día nadie habla de estas cosas, «se deja
cancha libre».
Podemos afirmar, sin duda,
que la fraternidad universal es una finalidad de la misión de la Iglesia, pero
otra fraternidad que la masónica, unida indisolublemente al mandato de anunciar
el Evangelio, y comunicar la gracia que este contiene como Novedad absoluta:
hacer que todos los hombres de todos los tiempos sean hijos de Dios, y hermanos
entre sí, unidos por el suave vínculo del amor; es la unión de los hombres en
Cristo, por la fe en Él. Dios envió a su Hijo, que se hizo hombre, para que
recibamos la hyothesía, la filiación adoptiva, como enseña San Pablo (Gál 4,
5). En la economía de la plenitud de los tiempos, Dios ha recapitulado todo en
Cristo, y eso debe ir realizando la Iglesia en cada época, conduciéndola al
plēroma de su auténtica realización. «Recapitular», anakephalaiōsasthai : poner
bajo una sola cabeza, un solo jefe (Ef 1, 10). La Iglesia está comprometida con
la verificación incesante de esta realidad en las cosas terrenas: tà epí tes
ges. ¿Sería legítimo poner en cuarentena esta aspiración, cuando se la ha
enviado a predicar el Evangelio a toda la creación (páse te ktísei, Mc 16, 15
s); a todas las naciones (pánta tà éthnē , Mt 18, 19?). Procurando, con respeto
hacia todos los que viven en otras culturas y practican otras religiones, que
Cristo sea conocido, aceptado y amado, la Iglesia está trabajando por la
fraternidad universal. Según leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «el
que cree en Cristo es hecho hijo de Dios» (1709); se trata de una
transformación (cf. ib.) de la que surge una nueva fraternidad; es la que
procede del cumplimiento apostólico del mandato del Señor.
Tampoco es posible, en una
visión de fe, someter a cuarentena el encargo de procurar que todos los pueblos
cumplan los mandatos de Cristo. Cumplir, en el texto griego de Mt 28, 20, se
dice terûm: observar, conservar, guardar, practicar. Por su libertad, el hombre
es un sujeto moral, que debe buscar en el bien su realización. Esta afirmación
elemental implica que existen normas objetivas de moralidad, en las que se
enuncia el orden racional del bien y del mal. El Concilio Vaticano II enseñaba:
«En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da
a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón» (Gaudium et spes, 16). El drama de la
cultura vigente, que se extiende arrasándolo todo, es que esa voz ya no resuena
en muchos de nuestros contemporáneos, que han perdido el sentido objetivo del
bien y del mal; se imponen sus pasiones o sus intereses.
Una de las áreas de
moralidad más expuesta a la deformación es la del amor, la sexualidad y su
ejercicio; consiguientemente el matrimonio y la familia. Estas realidades son
manoseadas diariamente por la televisión, por no hablar del universo
incontrolable de «las redes». Los escritos apostólicos del Nuevo Testamento son
claros acerca de los vicios paganos que asediaban a las primeras comunidades
cristianas, y se filtraban en ellas. San Pablo habla de los «enemigos de la
cruz de Cristo, cuyo fin es la perdición, su Dios es el vientre (koilía, el
bajo vientre), y su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza»; no
aprecian sino «las cosas de la tierra» (Flp 3, 19). Es el materialismo
práctico. Denuncia también el Apóstol los deseos de la carne (epithymía
sarkós), y sus excesos, contrarios al Espíritu (Gál 5, 16 ss). En la Primera
carta a los Corintios hace una lista de esas desviaciones que cierran la
entrada al Reino de Dios: inmorales (pórnoi, se refiere a la fornicación y a la
prostitución), adúlteros (moijói), afeminados (malakói), pervertidos (arsenokóitai,
literalmente: varones que tienen coito entre ellos), borrachos (méthysoi). Una
denuncia análoga se encuentra en la Carta a los Romanos (1, 21-32), donde se
refieren también otros vicios. No es difícil calcular el daño que provoca el
mundo de la farándula y sus desvergonzadas confesiones, y comentarios, que se
deslizan hacia la curiosa opinión general; se ha ido perdiendo el pudor más
elemental, y con él el sentido objetivo del bien y del mal en ese ámbito tan
sensible de la conducta humana.
Un gran poeta del siglo XX,
Paul Claudel, escribió en una carta dirigida a Jacques Rivière: «Es por la
Virtud que se es hombre. La castidad lo hará vigoroso, pronto, alerta,
penetrante, claro como un golpe de trompeta y espléndido como el sol de la
mañana. La vida le parecerá plena de sabor y de seriedad, el mundo de sentido y
de belleza». ¡Magnífica descripción antropológica!; algo de ello podría
desearse de la predicación, que calla absolutamente estos temas.
Con ocasión de la encerrona
debida a la pandemia, el Ministro de Salud de la Nación, que en una gestión
anterior del mismo cargo fue un entusiasta promotor de condones, promueve ahora
el sexting, intercambio de fotos y mensajes eróticos por medios digitales, para
evitar el aburrimiento, y lo hace con apoyo presidencial. ¡Irrisorio!. Es una
práctica habitual entre mucha gente, jóvenes especialmente; no hacía falta el
estímulo del Estado. Este disparate evoca el carácter perverso de una actitud
oficial más amplia, que se manifiesta en los programas de Educación Sexual
impuesto en los colegios. En la Provincia de Buenos Aires se proclama el
derecho de niños y adolescentes a recibir ese servicio estatal, una intromisión
abusiva fundada en la Ley 14.744, que es inconstitucional, contraria a las
libertades de educación y de conciencia, sancionada sin la amplitud de
consultas y debates que la importancia del tema merecía, y que favorece la
corrupción de menores, al inducir desde la primera infancia a conductas reñidas
con el orden natural. En su momento he protestado por todos los medios contra
semejante arbitrariedad.
Señalo otro elemento: una
marca muy conocida de dentífrico hace propaganda por televisión de la sonrisa
que supuestamente se obtendría mediante su uso; aparecen: un chico con síndrome
de down, una mujer que juega al fútbol, otra que rompe los cánones
estandarizados de belleza, todos sonriendo, y finalmente una pareja gay, que
dice: «Cuando me preguntan por mi novia, yo sonrío». Así se intenta hacer pasar
por normal la nueva versión del amor. Recientemente, el Papa emérito Benedicto
XVI comentó en una entrevista: «Hace cien años a todo el mundo le hubiera
parecido absurdo hablar de matrimonio homosexual. Hoy todo el que se oponga a
él queda excomulgado socialmente». Y añade: «La sociedad moderna está formulando
un credo del anticristo, y el que se opone a él es castigado con la excomunión
social...». Se trata de «una dictadura mundial de ideologías aparentemente
humanistas».
El desarreglo de la función
sexual tiene consecuencias en el equilibrio pleno de la personalidad, sin
excluir la dimensión religiosa, y el orden debido en la sociedad a través del
protagonismo de la familia. El pecado contra el orden del espíritu en la
sexualidad, no es el peor de los pecados, pero ¿cómo puede compaginarse con él el
afianzamiento y crecimiento de un amor verdaderamente humano?. La entrega a ese
comportamiento desordenado impone al alma, absorbida en sus funciones
inferiores, esclavizada por la materia, la dificultad para elevarse hacia Dios;
su espiritualidad queda cercenada en el ejercicio de sus funciones superiores.
No es de extrañar, entonces, que en una sociedad en la que se alienta la
separación del sexo del amor de amistad, Dios desaparezca del horizonte
cultural.
El uso desordenado del sexo
es una fuerza destructiva, de las peores que pueden afectar a una comunidad. Se
naturaliza la idea de que el matrimonio -entre hombre y mujer- ya no es el
ámbito que corresponde a aquella relación íntima; ahora se lo remplaza por la
«pareja», hasta el lenguaje cotidiano registra el cambio. La sexual revolution,
con origen en Estados Unidos, ha ganado sociedades enteras, en las que el sexo
es el centro del interés; en su versión oficializada de la ideología de género
arrasa las convicciones naturales de los jóvenes, y del común de las personas
honestas, que justifican el comportamiento desordenado en virtud de un
subjetivismo egoísta que los medios de comunicación difunden como si fuera la
inspiración normal de la conducta humana. El cuerpo y los placeres gozan de
todos los derechos; el orden objetivo y la naturaleza que lo establece no son
espontáneamente reconocidos y aceptados como principios de conducta.
La antropología cristiana
incluye una enseñanza amplia, positiva y bella sobre el cuerpo, el sexo, y el
amor. Juan Pablo II ha dedicado dos años a catequesis semanales sobre esa
temática. Pero, indudablemente, no es fácil convertirla en experiencia vivida en
una sociedad pansexualizada y erotizada artificialmente. Peor aún, por temor a
quedar desubicados, los pastores de la Iglesia no asumen esas verdades en la
predicación y la formación permanente de los fieles. No advierten la necesidad
y la urgencia de desarrollar una contracultura, difundiendo los valores
naturales y cristianos, y prestando su apoyo a los grupos que se empeñan en
hacerlo.
Parece que todo eso ha
entrado en cuarentena.
Mons. Héctor Aguer,
Arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico Correspondiente de
la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la
Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).