“En la Argentina el castellano fue gradualmente
reemplazado por el francés; el francés por el inglés, y el inglés por la
idiotez”. (Borges)
Alfil, 9 agosto, 2016
Por Daniel Gentile
“Argentinos y argentinas….” Demasiadas veces hemos
escuchado estas palabras en los últimos ocho de los doce años más largos de
nuestra historia. La voz que las pronunciaba era una de las menos gratas que
mis oídos hayan registrado. Pero, ciertamente, aquella Presidenta no tiene el copyright
de esa ridícula forma de dirigirse a un auditorio.
Allá por el 2001, el múltiple gobernador y
vicegobernador de Córdoba Juan Schiaretti anunciaba el Plan Primer Paso “para
los chicos y las chicas”, y repetía el latiguillo con la contundencia sonora de
un taladro.
Siempre es difícil establecer el origen de las cosas,
pero es evidente que, para cada uno de nosotros, nacen con el primer recuerdo
que tenemos de ellas. De tal manera, tuve conocimiento de esta extraña manera
de comunicar en los albores del siglo veintiuno.
No sabía yo que esta jerga se llamaba “lenguaje
igualitario” o “no sexista”.
Tampoco había tomado conciencia de que era una de las
tantas imposiciones del feminismo.
Simplemente me preguntaba si era necesario alargar y
afear de esa forma el discurso para que fuera entendido por quienes lo
escuchaban. Si se anuncia un programa gubernamental para los jóvenes, ¿es
necesario, en lugar de decir “los chicos”, decir “los chicos y las chicas”,
para que quede claro que la propuesta es para varones y mujeres? No, no es
necesario.
Si el presidente (o presidenta) de la República se
dirige “a los argentinos”, ¿no es ello suficiente para que nadie se sienta
excluido del discurso? Sí, claro que es suficiente.
Quienes hablan de esta manera pretenden ser “igualitarios”.
Acatan y agachan la cabeza ante uno de los tantos dogmas del feminismo, que
sostiene que utilizar el genérico masculino equivale a “invisibilizar” a la
mujer.
Como lo ha señalado Arturo Pérez Reverte, académico de
la RAE, la utilización del genérico masculino gramatical guarda directa
relación con una premisa de cualquier idioma: economía verbal. Hasta por
cuestiones de estética sonora, es preferible decir en dos palabras lo que puede
decirse en cuatro.
Este tema adquiere más importancia en el español que
en otros idiomas en los que son muy pocos los sustantivos, adjetivos y
artículos que tienen género. Un angloparlante no será acusado de
“invisibilizar” al sexo femenino si dice the children. En cambio, en nuestra
lengua, ahora nos obligan a decir “los niños y las niñas”.
Alguien podría preguntar por qué no se utiliza en
estos casos el genérico femenino. “Argentinas” o “las chicas” o “las niñas”
para referirse a varones y mujeres.
Se trata, seguramente, de una huella que dejó en el
idioma la preeminencia que en otros tiempos de la civilización tuvo el sexo
masculino. Esa preeminencia ha desaparecido, excepto en algunos países del
mundo árabe (sospechosamente no acusados de discriminación por la filosofía
“progresista”). Hoy, varones y mujeres somos iguales ante la ley. La guerra que
en la actualidad libra el feminismo en occidente al amparo del código de la
corrección política, no es para igualar sino para obtener privilegios.
Ejemplos: la figura del “femicidio”, que quebranta el principio de igualdad
ante la ley, y los cupos femeninos, que otorgan ventaja a uno de los sexos,
independientemente de la capacidad.
Este feminismo actual, también conocido como
“neofeminismo” o “feminazismo” (por su talante totalitario), pretende dejar su
impronta en el idioma, bastardeándolo a su antojo.
Sin embargo, lo hace con incoherencia. Si respetaran
la “ideología de género”, de la que son tributarios, los feministas propondrían
que el discurso incluyera no sólo una palabra para el sexo masculino y otra
para el femenino, sino otras tantas para los diversos y múltiples géneros que
ellos mismos han elaborado desde que proclamaron que “nadie nace varón o mujer,
sino que el sexo es una construcción social”. Así, si fueran consecuentes,
deberían también obligarnos a decir “los chicos, las chicas, los chicos
homosexuales, los chicos transexuales, los chicos intersexuales, los chicos
asexuales, los chicos con disforia de género”… etcétera, etcétera, etcétera…
El problema puede no parecer tan grave, pero ensuciar
el idioma no es un asunto menor. Leo con frecuencia la expresión “tod@s”,
“ciudadan@s”, “argentin@s”. Una vez leí en un periódico un artículo firmado por
una señora que se autodenomina “feminista”, como si fuera un título
profesional. En cada sustantivo, adjetivo o artículo genérico ponía una “x” en
lugar de una “o”. Para eludir el “lenguaje machista”. Como a todo idioma
escrito corresponde un idioma oral, he preguntado reiteradamente cómo se
pronuncian esos mamarrachos. Nadie ha sabido responderme.
Si bastardear el idioma es malo, mucho peor es
convertir en obligatoria esa adulteración. En algunas regiones de España, ya se
aplican sanciones a los maestros y profesores que no se someten al “lenguaje no
sexista”. Eso sí que es un avance muy serio sobre la libertad de expresión.
Aquellos a los que nos importa cuidar el idioma
debemos eludir esta jeringoza que se ha enquistado en nuestra forma de decir.
Hay que resistir este avance que Pérez Reverte ha denunciado, lisa y
llanamente, como un manoseo ideológico de la lengua.