Santiago MARTÍN, sacerdote
catolicos-on-line, 19-3-16
Las últimas horas antes de la firma por el Papa de la
exhortación apostólica postsinodal sobre la familia, han sido un fiel reflejo
de lo que ha sucedido en la Iglesia durante los dos últimos años. Exactamente
igual que el primer día, las dos posturas opuestas han esgrimido sus argumentos
y han mostrado su confianza en que el Papa le va a dar a cada una de ellas la
razón.
Mientras el cardenal Müller expresaba en su último
libro por qué no se puede dar la comunión a los divorciados vueltos a casar, el
cardenal Kasper aprovechaba la invitación que le habían hecho en la diócesis de
Lucca para afirmar. “Dentro de pocos días saldrá un documento en el que el Papa
Francisco se expresará definitivamente sobre los temas de la familia afrontados
durante el pasado Sínodo, y en particular sobre la participación de los fieles
divorciados vueltos a casar en la vida activa de la comunidad católica. Este
será el primer paso de una reforma que hará pasar la página a la Iglesia
después de 1700 años”. “No debemos repetir fórmulas del pasado, sino vivir
nuestros tiempos y saberlos interpretar”, añadió el cardenal alemán.
Así están las cosas en los días previos a que sea
publicado el documento eclesial más esperado de las últimas décadas y, quizá,
el más controvertido. Todos están de acuerdo en que la última palabra la tiene
el Papa y, como decía el superior general de los jesuitas, el padre Nicolás, el
Sínodo le ha dejado al Pontífice la puerta abierta, pero ahora es él quien
tiene que decir hacia qué lado la cruza.
En cualquier caso, me da mucha pena que alguien
considere que es bueno “pasar la página” a casi toda la historia de la Iglesia
-1700 años ha dicho Kasper-, por no decir a toda ella, pues en los primeros 300
años, la Iglesia vivió en las catacumbas y fue sólo a partir del 313, con el
Edicto de Milán, cuando empezaron los grandes debates cristológicos que
desembocaron en los sucesivos concilios. 1700 años, o los 2000 ya que nos
ponemos, echados a la basura alegremente, como si nada, como si no importaran.
Y con ellos, arrumbados no sólo los principios teológicos, doctrinales y
morales, sino también aquellos que los hicieron carne y sangre, como los
santos. Ni Santa Teresa, ni San Ignacio, ni San Francisco, ni ninguno de los
muchísimos grandes, desde los Padres de la Iglesia hasta los más recientes
mártires, tienen nada que enseñarnos a nosotros, los cuales, según palabras del
cardenal Kasper, “no debemos repetir fórmulas del pasado, sino vivir nuestros
tiempos y saberlos interpretar”. Y vivir nuestros tiempos, por lo que se ve, es
echarnos en brazos de la ideología de género, de la dictadura del relativismo,
de lo políticamente correcto, de la traición absoluta a todo lo que la Iglesia
ha enseñado y defendido durante toda su historia, muchas veces al precio de la
sangre. Y eso lo dice un cardenal y, además, aquí no pasa nada.
Soy un pecador. No me siento mejor que nadie y, desde
luego, no me siento mejor que el cardenal Kasper. Necesito la misericordia de
Dios para vivir con esperanza. Pero no quiero interpretar los tiempos, como
dice él, para que me den la razón y me permitan hacer lo que quiera. Prefiero
ser un pecador que sabe que lo es, a uno que se cree justo, pero está en
pecado. Es la verdad la que nos hará libres, y la primera misericordia que
quiero recibir de la Iglesia es la de que me diga la verdad. ¿Cómo voy, sino es
así, a pedir perdón? ¿Y cómo lo voy a recibir si no lo pido? ¿Y cómo voy a
cambiar si no soy consciente de que estoy obrando mal?
No quiero que la Iglesia
pase la página y se adapte al mundo. Sería lo peor que podría hacer, empezando
por ese mundo al que supuestamente estaría agradando con el abandono de lo que
Cristo enseñó y ella ha enseñado desde el inicio.