DON BOSCO

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"BUENOS CRISTIANOS Y HONRADOS CIUDADANOS"

El caso de gabinete: Norberto Oyarbide



Armando S. Andruet (h)

(Vocal del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia)

Es común escuchar en ciertos ámbitos de las ciencias normativas hablar de la existencia del “caso de gabinete”. Con dicha expresión, se encierra algo así como el paradigma o la quintaesencia de una cuestión con la cual se ha querido prever una conducta, que se puede o no producir, aunque la mayoría de las veces, por ser de gabinete, es sólo modélica.

En muchas ocasiones hemos discutido con doctrinarios y jueces algunas conductas públicas o privadas de los magistrados con trascendencia pública, que bien pueden ser nombradas como propias de las virtudes judiciales y que, como tales, muestran en su entorno esa delimitación que todo ciudadano aspira ver reflejada en la judicatura.

Son las virtudes judiciales, ese deber ser por el cual tantas veces todos –jueces y no jueces– nos angustiamos al advertir que ciertos magistrados no lo engalanan. Mediante ellas –las virtudes– la sociedad civil sólo desea que los jueces escojan una vida sana, aun cuando no sea ella tampoco lo impoluta que pueda desearse.

Dichas conversaciones nos han traído amarguras y también alegrías. En tiempos donde todo parece fluir por el mismo resumidero –siguiendo a Zygmunt Bauman–, puede parecer no muy templado decir que el juez nacional Norberto Oyarbide ha sido, con su conducta, el “caso de gabinete”. Por tal razón, no es su persona sino la tipicidad de su obrar el que vale.

Hemos conocido por los diarios que ha comprado un hermoso anillo, valuado –según se informa– en una suma que equivale a varios departamentos y que lo luce sin pudor alguno y sin esconderlo tampoco, dado que pagó por él.

Austeridad republicana. No es mi preocupación indagar si ha tenido entre sus ahorros dinero suficiente para adquirirlo o si ha tenido que poner en la fragua de fundición regalos de amigos, parientes, conocidos o litigantes, pues de eso se ocupará el Consejo de la Magistratura Nacional y la Ley de Ética Pública.

El caso de gabinete se ubica en lo que, dentro de la ética judicial y según los estudiosos de la deontología judicial, se nombra como “austeridad republicana”. Austero es quien se desenvuelve sin ninguna clase de alarde y que, siendo funcionario o magistrado, le corresponde el adjetivo propio de dicha forma de gobierno.

Dice Santiago Finn que, bajo el sintagma “austeridad republicana”, “las conductas referidas a la tenencia, uso, goce o exhibición de bienes de los funcionarios y de los recursos puestos en sus manos deben tener cierta proporcionalidad o adecuación con la situación económica del Estado al que pertenecen”.

El cuestionamiento personal, que a tal virtud judicial siempre formulamos, se ha centrado en sostener que si el juez puede demostrar con claridad que ha podido adquirir el bien de que se trate con sus ahorros, herencia o lotería, y quiere pasearse en un Rolls-Royce como el que hemos visto días pasados en Villa Carlos Paz –en el cual se movilizaba un hombre de la farándula y del espectáculo–, pues ¿por qué no podría hacerlo? Una tal tesis, prima facie , es digna de atención y es igualmente seductora.

La austeridad republicana invita a que el juez –no a quien precisa del público para poder venderse mejor, porque ese es su oficio– se muestre en todo tiempo y lugar bajo un manto de probidad, que guarde un estilo de vida que trasunte la habitualidad social, además de la seriedad y honestidad que hacen confiable su labor judicial.

Poder simbólico. El ciudadano puede confiar en los jueces, aun cuando no lo haga en la institución integral del Poder Judicial, sólo porque al menos en algunos de ellos todavía vislumbra aquel poder simbólico que hace que la figura inadvertida del juez se perciba paradójicamente como totalizadora.

El juez no es quien llama la atención por su automóvil, vestimenta u otros ornatos, sino quien se visualiza por su prudencia, moderación, honorabilidad y decoro. Y nada tiene que ver ello con un comportamiento propio de andrajoso, pues tampoco eso ayudaría a fortalecer la confianza pública.

La república es un lugar de todos y la vida en común exige a veces sacrificios mayores para algunos que para otros.

Sin duda que quienes bien cobran por lo que hacen pueden vivir de manera más confortable, pero ello no autoriza a mostrarse excéntrico en los lucimientos personales de los afeites que artificialmente pueda dotarse.

Hacerlo siembra de inmediato la duda no sólo por el origen de los fondos para lograrlo, sino por la natural perturbación que en el umbral de concordia cívica con ello se propone.

Vuelve a relucir que el ser y el parecer son del mismo hombre: si se parece lo que no se es, en realidad se es un impostor; y quien siendo no ostenta, sólo se disculpa en función de la austeridad republicana.

La Voz del Interior, 7-2-12