RESUMEN
CARTA ENCÍCLICA
LABOREM EXERCENS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
EN EL 90 ANIVERSARIO
DE LA RERUM NOVARUM
1981
Con su trabajo el
hombre ha de procurarse el pan cotidiano,
«trabajo»
significa todo tipo de acción realizada por el hombre, toda actividad humana
que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples actividades
de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza
misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza de Dios en el mundo
visible y puesto en él para que dominase la tierra,3 el hombre está por ello,
desde el principio, llamado al trabajo. El trabajo es una de las
características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya
actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse
trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo
a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra.
1. Si bien es
verdad que el hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos, es decir, no
sólo de ese pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también del pan
de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura, entonces es
también verdad perenne que él se nutre de ese pan con el sudor de su frente; o
sea no sólo con el esfuerzo y la fatiga personales, sino también en medio de
tantas tensiones, conflictos y crisis que, en relación con la realidad del
trabajo, trastocan la vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad.
la introducción
generalizada de la automatización en muchos campos de la producción, el aumento
del coste de la energía y de las materias básicas; la creciente toma de
conciencia de la limitación del patrimonio natural y de su insoportable
contaminación; la aparición en la escena política de pueblos que, tras siglos
de sumisión, reclaman su legítimo puesto entre las naciones y en las decisiones
internacionales. Estas condiciones y exigencias nuevas harán necesaria una reorganización
y revisión de las estructuras de la economía actual, así como de la
distribución del trabajo. Tales cambios podrán quizás significar por desgracia,
para millones de trabajadores especializados, desempleo, al menos temporal, o
necesidad de nueva especialización; conllevarán muy probablemente una
disminución o crecimiento menos rápido del bienestar material para los Países
más desarrollados; pero podrán también proporcionar respiro y esperanza a
millones de seres que viven hoy en condiciones de vergonzosa e indigna miseria.
2. En el espacio
de los años que nos separan de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la
cuestión social no ha dejado de ocupar la atención de la Iglesia. Prueba de
ello son los numerosos documentos del Magisterio, publicados por los
Pontífices, así como por el Concilio Vaticano II. Prueba asimismo de ello son
las declaraciones de los Episcopados o la actividad de los diversos centros de
pensamiento y de iniciativas concretas de apostolado, tanto a escala
internacional como a escala de Iglesias locales.
La distribución
desproporcionada de riqueza y miseria, la existencia de Países y Continentes
desarrollados y no desarrollados, exigen una justa distribución y la búsqueda
de vías para un justo desarrollo de todos.
3. la doctrina
social de la Iglesia tiene su fuente en la Sagrada Escritura, comenzando por el
libro del Génesis y, en particular, en el Evangelio y en los escritos
apostólicos. Esa doctrina perteneció desde el principio a la enseñanza de la
Iglesia misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente,
a la moral social elaborada según las necesidades de las distintas épocas.
4. El trabajo
entendido como una actividad «transitiva», es decir, de tal naturaleza que,
empezando en el sujeto humano, está dirigida hacia un objeto externo, supone un
dominio específico del hombre sobre la «tierra» y a la vez confirma y
desarrolla este dominio. Está claro que con el término «tierra», del que habla
el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del universo visible en
el que habita el hombre; por extensión sin embargo, se puede entender todo el
mundo visible, dado que se encuentra en el radio de influencia del hombre y de
su búsqueda por satisfacer las propias necesidades. La expresión «someter la tierra»
tiene un amplio alcance. Indica todos los recursos que la tierra (e
indirectamente el mundo visible) encierra en sí y que, mediante la actividad
consciente del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados. De esta
manera, aquellas palabras, puestas al principio de la Biblia, no dejan de ser
actuales.
5. Esta
universalidad y a la vez esta multiplicidad del proceso de «someter la tierra»
iluminan el trabajo del hombre, ya que el dominio del hombre sobre la tierra se
realiza en el trabajo y mediante el trabajo. Emerge así el significado del
trabajo en sentido objetivo, el cual halla su expresión en las varias épocas de
la cultura y de la civilización. El hombre domina ya la tierra por el hecho de
que domestica los animales, los cría y de ellos saca el alimento y vestido
necesarios, y por el hecho de que puede extraer de la tierra y de los mares
diversos recursos naturales.
Hoy, en la
industria y en la agricultura la actividad del hombre ha dejado de ser, en
muchos casos, un trabajo prevalentemente manual, ya que la fatiga de las manos
y de los músculos es ayudada por máquinas y mecanismos cada vez más
perfeccionados.
Aunque pueda
parecer que en el proceso industrial «trabaja» la máquina mientras el hombre
solamente la vigila, haciendo posible y guiando de diversas maneras su
funcionamiento, es verdad también que precisamente por ello el desarrollo
industrial pone la base para plantear de manera nueva el problema del trabajo
humano. Tanto la primera industrialización, que creó la llamada cuestión
obrera, como los sucesivos cambios industriales y postindustriales, demuestran
de manera elocuente que, también en la época del «trabajo» cada vez más
mecanizado, el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre.
6. El hombre debe
someter la tierra, debe dominarla, porque como «imagen de Dios» es una persona,
es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional,
capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como
persona, el hombre es pues sujeto del trabajo.
Ese dominio se
refiere en cierto sentido a la dimensión subjetiva más que a la objetiva: esta
dimensión condiciona la misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda
de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa
y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto
consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo.
La edad antigua
introdujo entre los hombres una propia y típica diferenciación en gremios, según
el tipo de trabajo que realizaban. El trabajo que exigía de parte del
trabajador el uso de sus fuerzas físicas, el trabajo de los músculos y manos,
era considerado indigno de hombres libres y por ello era ejecutado por los
esclavos. El cristianismo, ampliando algunos aspectos ya contenidos en el
Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamental transformación de
conceptos, partiendo de todo el contenido del mensaje evangélico y sobre todo
del hecho de que Aquel, que siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo,11
dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al
banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más
elocuente «Evangelio del trabajo», que manifiesta cómo el fundamento para
determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo
que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las
fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su
dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva.
En esta concepción
desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en
clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen.
7. En la época
moderna, desde el comienzo de la era industrial, la verdad cristiana sobre el
trabajo debía contraponerse a las diversas corrientes del pensamiento
materialista y «economicista».
Para algunos
fautores de tales ideas, el trabajo se entendía y se trataba como una especie
de «mercancía», que el trabajador —especialmente el obrero de la industria—
vende al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto
de los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción.
Este modo de entender el trabajo se difundió, de modo particular, en la primera
mitad del siglo XIX.
Una ocasión
sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo para este modo de pensar y
valorar está constituido por el acelerado proceso de desarrollo de la
civilización unilateralmente materialista, en la que se da importancia primordial
a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la subjetiva —todo lo que se
refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del trabajo— permanece a un
nivel secundario. En todos los casos de este género, en cada situación social
de este tipo se da una confusión, e incluso una inversión del orden establecido
desde el comienzo con las palabras del libro del Génesis: el hombre es
considerado como un instrumento de producción,12 mientras él, —él solo,
independientemente del trabajo que realiza— debería ser tratado como sujeto
eficiente y su verdadero artífice y creador. Precisamente tal inversión de
orden, prescindiendo del programa y de la denominación según la cual se
realiza, merecería el nombre de «capitalismo»
conviene reconocer
que el error del capitalismo primitivo puede repetirse dondequiera que el
hombre sea tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los medios
materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dignidad
de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, como verdadero
fin de todo el proceso productivo.
8. Precisamente, a
raíz de esta anomalía de gran alcance surgió en el siglo pasado la llamada
cuestión obrera, denominada a veces «cuestión proletaria». Tal cuestión —con
los problemas anexos a ella— ha dado origen a una justa reacción social, ha
hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres
del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores de la industria. La llamada a
la solidaridad y a la acción común, lanzada a los hombres del trabajo —sobre
todo a los del trabajo sectorial, monótono, despersonalizador en los complejos
industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre— tenía un
importante valor y su elocuencia desde el punto de vista de la ética social.
Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y
contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de
las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador.
Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada
por una gran solidaridad.
Tras las huellas
de la Encíclica Rerum Novarum y de muchos documentos sucesivos del Magisterio
de la Iglesia se debe reconocer francamente que fue justificada, desde la
óptica de la moral social, la reacción contra el sistema de injusticia y de
daño, que pedía venganza al cielo,13 y que pesaba sobre el hombre del trabajo
en aquel período de rápida industrialización. Esta situación estaba favorecida
por el sistema socio-político liberal que, según sus premisas de economismo,
reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los solos poseedores del
capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos del hombre del
trabajo, afirmando que el trabajo humano es solamente instrumento de
producción, y que el capital es el fundamento, el factor eficiente, y el fin de
la producción.
9. La intención
fundamental y primordial de Dios respecto del hombre, que Él «creó... a su
semejanza, a su imagen»,15 no ha sido revocada ni anulada ni siquiera cuando el
hombre, después de haber roto la alianza original con Dios, oyó las palabras:
«Con el sudor de tu rostro comerás el pan»,16 Estas palabras se refieren a la
fatiga a veces pesada, que desde entonces acompaña al trabajo humano; pero no
cambian el hecho de que éste es el camino por el que el hombre realiza el
«dominio», que le es propio sobre el mundo visible «sometiendo» la tierra.
No obstante, con
toda esta fatiga —y quizás, en un cierto sentido, debido a ella— el trabajo es
un bien del hombre. Si este bien comporta el signo de un «bonum arduum», según
la terminología de Santo Tomás;18 esto no quita que, en cuanto tal, sea un bien
del hombre.
El trabajo es un bien del hombre —es un bien
de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la
naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí
mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace más hombre».
la virtud, como
actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno como hombre.
Todo esto da
testimonio en favor de la obligación moral de unir la laboriosidad como virtud
con el orden social del trabajo, que permitirá al hombre «hacerse más hombre»
en el trabajo, y no degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo sus
fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable), sino,
sobre todo, menoscabando su propia dignidad y subjetividad.
10. El trabajo es
el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho
natural y una vocación del hombre. El trabajo es, en un cierto sentido, una
condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que ésta exige los
medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo.
El tercer ámbito
de valores que emerge en la presente perspectiva —en la perspectiva del sujeto
del trabajo— se refiere a esa gran sociedad, a la que pertenece el hombre en
base a particulares vínculos culturales e históricos. Dicha sociedad— aun
cuando no ha asumido todavía la forma madura de una nación— es no sólo la gran
«educadora» de cada hombre, aunque indirecta (porque cada hombre asume en la
familia los contenidos y valores que componen, en su conjunto, la cultura de
una determinada nación), sino también una gran encarnación histórica y social
del trabajo de todas las generaciones. Todo esto hace que el hombre concilie su
más profunda identidad humana con la pertenencia a la nación y entienda también
su trabajo como incremento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas,
11. Se sabe que en
todo este período, que todavía no ha terminado, el problema del trabajo ha sido
planteado en el contexto del gran conflicto, que en la época del desarrollo
industrial y junto con éste se ha manifestado entre el «mundo del capital» y el
«mundo del trabajo», es decir, entre el grupo restringido, pero muy influyente,
de los empresarios, propietarios o poseedores de los medios de producción y la
más vasta multitud de gente que no disponía de estos medios, y que participaba,
en cambio, en el proceso productivo exclusivamente mediante el trabajo. Tal
conflicto ha surgido por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus
fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios,
y que éste, guiado por el principio del máximo rendimiento, trataba de
establecer el salario más bajo posible para el trabajo realizado por los
obreros. A esto hay que añadir también otros elementos de explotación, unidos
con la falta de seguridad en el trabajo y también de garantías sobre las
condiciones de salud y de vida de los obreros y de sus familias.
Este conflicto,
interpretado por algunos como un conflicto socio-económico con carácter de
clase, ha encontrado su expresión en el conflicto ideológico entre el
liberalismo, entendido como ideología del capitalismo, y el marxismo, entendido
como ideología del socialismo científico y del comunismo, que pretende
intervenir como portavoz de la clase obrera, de todo el proletariado mundial.
De este modo, el conflicto real, que existía entre el mundo del trabajo y el
mundo del capital, se ha transformado en la lucha programada de clases, llevada
con métodos no sólo ideológicos, sino incluso, y ante todo, políticos. Es
conocida la historia de este conflicto, como conocidas son también las
exigencias de una y otra parte. El programa marxista, basado en la filosofía de
Marx y de Engels, ve en la lucha de clases la única vía para eliminar las
injusticias de clase, existentes en la sociedad, y las clases mismas. La
realización de este programa antepone la «colectivización» de los medios de
producción, a fin de que a través del traspaso de estos medios de los privados
a la colectividad, el trabajo humano quede preservado de la explotación.
A esto tiende la
lucha conducida con métodos no sólo ideológicos, sino también políticos. Los
grupos inspirados por la ideología marxista como partidos políticos, tienden,
en función del principio de la «dictadura del proletariado», y ejerciendo
influjos de distinto tipo, comprendida la presión revolucionaria, al monopolio
del poder en cada una de las sociedades, para introducir en ellas, mediante la
supresión de la propiedad privada de los medios de producción, el sistema
colectivista. Según los principales ideólogos y dirigentes de ese amplio
movimiento internacional, el objetivo de ese programa de acción es el de
realizar la revolución social e introducir en todo el mundo el socialismo y, en
definitiva, el sistema comunista.
12. se debe ante
todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de
la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se refiere
directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es
siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto
de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental.
Con el trabajo ha
estado siempre vinculado desde el principio el problema de la propiedad: en
efecto, para hacer servir para sí y para los demás los recursos escondidos en
la naturaleza, el hombre tiene como único medio su trabajo. Y para hacer
fructificar estos recursos por medio del trabajo, el hombre se apropia en
pequeñas partes, de las diversas riquezas de la naturaleza: del subsuelo, del
mar, de la tierra, del espacio. De todo esto se apropia él convirtiéndolo en su
puesto de trabajo.
Está claro
obviamente que cada hombre que participa en el proceso de producción, incluso
en el caso de que realice sólo aquel tipo de trabajo para el cual son
necesarias una instrucción y especialización particulares, es sin embargo en
este proceso de producción el verdadero sujeto eficiente, mientras el conjunto
de los instrumentos, incluso el más perfecto en sí mismo, es sólo y exclusivamente
instrumento subordinado al trabajo del hombre.
Todo lo que está
contenido en el concepto de «capital» —en sentido restringido— es solamente un
conjunto de cosas. El hombre como sujeto del trabajo, e independientemente del
trabajo que realiza, el hombre, él solo, es una persona. Esta verdad contiene
en sí consecuencias importantes y decisivas.
13. Ante todo, a
la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar el «capital»
del trabajo, y que de ningún modo se puede contraponer el trabajo al capital ni
el capital al trabajo, ni menos aún —como se dirá más adelante— los hombres
concretos, que están detrás de estos conceptos, los unos a los otros. Justo, es
decir, conforme a la esencia misma del problema; justo, es decir, intrínsecamente
verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel sistema de trabajo
que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y el capital,
La antinomia entre
trabajo y capital no tiene su origen en la estructura del mismo proceso de
producción, y ni siquiera en la del proceso económico en general.
La ruptura de esta
imagen coherente, en la que se salvaguarda estrechamente el principio de la
primacía de la persona sobre las cosas, ha tenido lugar en la mente humana,
alguna vez, después de un largo período de incubación en la vida práctica. Se
ha realizado de modo tal que el trabajo ha sido separado del capital y
contrapuesto al capital, y el capital contrapuesto al trabajo, casi como dos
fuerzas anónimas, dos factores de producción colocados juntos en la misma
perspectiva «economística».
Evidentemente la
antinomia entre trabajo y capital considerada aquí —la antinomia en cuyo marco
el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al mismo, en un cierto
sentido ónticamente como si fuera un elemento cualquiera del proceso económico—
inicia no sólo en la filosofía y en las teorías económicas del siglo XVIII sino
mucho más todavía en toda la praxis económico-social de aquel tiempo, que era
el de la industrialización que nacía y se desarrollaba precipitadamente, en la
cual se descubría en primer lugar la posibilidad de acrecentar mayormente las
riquezas materiales, es decir los medios, pero se perdía de vista el fin, o sea
el hombre, al cual estos medios deben servir.. El mismo error, que ya tiene su
determinado aspecto histórico, relacionado con el período del primitivo
capitalismo y liberalismo, puede sin embargo repetirse en otras circunstancias
de tiempo y lugar, si se parte, en el pensar, de las mismas premisas tanto
teóricas como prácticas. No se ve otra posibilidad de una superación radical de
este error, si no intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría,
como en el de la práctica, cambios que van en la línea de la decisiva
convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre
sobre el capital como conjunto de los medios de producción.
14.
El citado
principio,(de la propiedad) tal y como se recordó entonces y como todavía es
enseñado por la Iglesia, se aparta radicalmente del programa del colectivismo,
proclamado por el marxismo y realizado en diversos Países del mundo en los
decenios siguientes a la época de la Encíclica de León XIII. Tal principio se
diferencia al mismo tiempo, del programa del capitalismo, practicado por el
liberalismo y por los sistemas políticos, que se refieren a él. En este segundo
caso, la diferencia consiste en el modo de entender el derecho mismo de
propiedad. La tradición cristiana no ha
sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre
lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los
bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como
subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes.
Desde ese punto de
vista, pues, en consideración del trabajo humano y del acceso común a los
bienes destinados al hombre, tampoco conviene excluir la socialización, en las
condiciones oportunas, de ciertos medios de producción. En el espacio de los
decenios que nos separan de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la
enseñanza de la Iglesia siempre ha recordado todos estos principios,
refiriéndose a los argumentos formulados en la tradición mucho más antigua, por
ejemplo, los conocidos argumentos de la Summa Theologiae de Santo Tomás de
Aquino.
Bajo esta luz
adquieren un significado de relieve particular las numerosas propuestas hechas
por expertos en la doctrina social católica y también por el Supremo Magisterio
de la Iglesia.23 Son propuestas que se refieren a la copropiedad de los medios
de trabajo, a la participación de los trabajadores en la gestión y o en los
beneficios de la empresa, al llamado «accionariado» del trabajo y otras
semejantes.
estas múltiples y
tan deseadas reformas no pueden llevarse a cabo mediante la eliminación
apriorística de la propiedad privada de los medios de producción.
Así pues, el mero
paso de los medios de producción a propiedad del Estado, dentro del sistema
colectivista, no equivale ciertamente a la «socialización» de esta propiedad.
Se puede hablar de socialización únicamente cuando quede asegurada la
subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda persona, basándose en su
propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo
«copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete
con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser la de asociar, en
cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica
gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales:
cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos,
que persigan sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración
leal y mutua, con subordinación a las exigencias del bien común y que ofrezcan
forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos
sean considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte
activa en la vida de dichas comunidades.24
15. Las enseñanzas
de la Iglesia han expresado siempre la convicción firme y profunda de que el
trabajo humano no mira únicamente a la economía, sino que implica además y
sobre todo, los valores personales. El mismo sistema económico y el proceso de
producción redundan en provecho propio, cuando estos valores personales son
plenamente respetados. Según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino,25 es
primordialmente esta razón la que atestigua en favor de la propiedad privada de
los mismos medios de producción. Si admitimos que algunos ponen fundados
reparos al principio de la propiedad privada— y en nuestro tiempo somos incluso
testigos de la introducción del sistema de la propiedad «socializada»— el
argumento personalista sin embargo no pierde su fuerza, ni a nivel de
principios ni a nivel práctico. Para ser racional y fructuosa, toda
socialización de los medios de producción debe tomar en consideración este
argumento. Hay que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de
este sistema, pueda conservar la conciencia de trabajar en «algo propio». En
caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños
incalculables; daños no sólo económicos, sino ante todo daños para el hombre.
16. Si el trabajo
—en el múltiple sentido de esta palabra— es una obligación, es decir, un deber,
es también a la vez una fuente de derechos por parte del trabajador.
El hombre debe
trabajar bien sea por el hecho de que el Creador lo ha ordenado, bien sea por
el hecho de su propia humanidad, cuyo mantenimiento y desarrollo exigen el
trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al prójimo, especialmente por
respeto a la propia familia, pero también a la sociedad a la que pertenece, a
la nación de la que es hijo o hija, a la entera familia humana de la que es
miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones y al mismo tiempo
coartífice del futuro de aquellos que vendrán después de él con el sucederse de
la historia.
Si el empresario
directo es la persona o la institución, con la que el trabajador estipula
directamente el contrato de trabajo según determinadas condiciones, como
empresario indirecto se deben entender muchos factores diferenciados, además
del empresario directo, que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que
se da forma bien sea al contrato de trabajo, bien sea, en consecuencia, a las
relaciones más o menos justas en el sector del trabajo humano.
17. En el concepto
de empresario indirecto entran tanto las personas como las instituciones de
diverso tipo, así como también los contratos colectivos de trabajo
el empresario
indirecto determina sustancialmente uno u otro aspecto de la relación de
trabajo y condiciona de este modo el comportamiento del empresario directo
cuando este último determina concretamente el contrato y las relaciones
laborales.
Cuando se trata de
determinar una política laboral correcta desde el punto de vista ético hay que
tener presentes todos estos condicionamientos. Tal política es correcta cuando
los derechos objetivos del hombre del trabajo son plenamente respetados.
El concepto de
empresario indirecto se puede aplicar a toda sociedad y, en primer lugar, al
Estado.
El empresario
directo, inmerso en concreto en un sistema de condicionamientos, fija las
condiciones laborales por debajo de las exigencias objetivas de los
trabajadores, especialmente si quiere sacar beneficios lo más alto posibles de
la empresa que él dirige (o de las empresas que dirige, cuando se trata de una
situación de propiedad «socializada» de los medios de producción).
Sin embargo, la
realización de los derechos del hombre del trabajo no puede estar condenada a
constituir solamente un derivado de los sistemas económicos, los cuales, a
escala más amplia o más restringida, se dejen guiar sobre todo por el criterio
del máximo beneficio. Al contrario, es precisamente la consideración de los
derechos objetivos del hombre del trabajo —de todo tipo de trabajador: manual,
intelectual, industrial, agrícola, etc.— lo que debe constituir el criterio
adecuado y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea en la
dimensión de toda sociedad y de todo Estado, bien sea en el conjunto de la
política económica mundial, así como de los sistemas y relaciones
internacionales que de ella derivan.
18. La obligación
de prestar subsidio a favor de los desocupados, es decir,el deber de otorgar
las convenientes subvenciones indispensables para la subsistencia de los
trabajadores desocupados y de sus familias es una obligación que brota del
principio fundamental del orden moral en este campo, esto es, del principio del
uso común de los bienes o, para hablar de manera aún más sencilla, del derecho
a la vida y a la subsistencia.
Una planificación
razonable y una organización adecuada del trabajo humano, a medida de las
sociedades y de los Estados, deberían facilitar a su vez el descubrimiento de
las justas proporciones entre los diversos tipos de empleo: el trabajo de la
tierra, de la industria, en sus múltiples servicios, el trabajo de
planificación y también el científico o artístico, según las capacidades de los
individuos y con vistas al bien común de toda sociedad y de la humanidad
entera.
Echando una mirada
sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra, no se puede menos de
quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es
decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos
recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o
subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin
duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones
existentes entre ellas a nivel continental y mundial —en lo concerniente a la
organización del trabajo y del empleo— hay algo que no funciona y concretamente
en los puntos más críticos y de mayor relieve social.
19. El problema-clave
de la ética social es el de la justa remuneración por el trabajo realizado. Hay
que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico y, en todo
caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo
como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema.
De aquí que,
precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación
concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos,
de su justo funcionamiento. No es esta la única verificación, pero es
particularmente importante y es en cierto sentido la verificación-clave.
Tal verificación
afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración por el trabajo de la
persona adulta que tiene responsabilidades de familia es la que sea suficiente
para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar su futuro.
Será un honor para
la sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin
discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus
compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las
necesidades diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por
una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista
del bien de la sociedad y de la familia cuando contradice o hace difícil tales
cometidos primarios de la misión materna.26
Además del
salario, aquí entran en juego algunas otras prestaciones sociales que tienen
por finalidad la de asegurar la vida y la salud de los trabajadores y de su
familia. Los gastos relativos a la necesidad de cuidar la salud, especialmente
en caso de accidentes de trabajo, exigen que el trabajador tenga fácil acceso a
la asistencia sanitaria y esto, en cuanto sea posible, a bajo costo e incluso
gratuitamente. Otro sector relativo a las prestaciones es el vinculado con el
derecho al descanso; se trata ante todo de regular el descanso semanal, que
comprenda al menos el domingo y además un reposo más largo, es decir, las
llamadas vacaciones una vez al año o eventualmente varias veces por períodos
más breves. En fin, se trata del derecho a la pensión, al seguro de vejez y en
caso de accidentes relacionados con la prestación laboral. En el ámbito de
estos derechos principales, se desarrolla todo un sistema de derechos
particulares que, junto con la remuneración por el trabajo, deciden el correcto
planteamiento de las relaciones entre el trabajador y el empresario. Entre
estos derechos hay que tener siempre presente el derecho a ambientes de trabajo
y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los
trabajadores y no dañen su integridad moral.
20. Los sindicatos
tienen su origen, de algún modo, en las corporaciones artesanas medievales, en
cuanto que estas organizaciones unían entre sí a hombres pertenecientes a la
misma profesión y por consiguiente en base al trabajo que realizaban. Pero al
mismo tiempo, los sindicatos se diferencian de las corporaciones en este punto
esencial: los sindicatos modernos han crecido sobre la base de la lucha de los
trabajadores, del mundo del trabajo y ante todo de los trabajadores
industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a
los propietarios de los medios de producción. La defensa de los intereses
existenciales de los trabajadores en todos los sectores, en que entran en juego
sus derechos, constituye el cometido de los sindicatos.
La doctrina social
católica no considera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de
la estructura de «clase» de la sociedad y que sean el exponente de la lucha de
clase que gobierna inevitablemente la vida social. Sí, son un exponente de la
lucha por la justicia social, por los justos derechos de los hombres del
trabajo según las distintas profesiones.
En este sentido la
actividad de los sindicatos entra indudablemente en el campo de la «política»,
entendida ésta como una prudente solicitud por el bien común. Pero al mismo
tiempo, el cometido de los sindicatos no es «hacer política» en el sentido que
se da hoy comúnmente a esta expresión. Los sindicatos no tienen carácter de
«partidos políticos» que luchan por el poder y no deberían ni siquiera ser
sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado
estrechos con ellos. En efecto, en tal situación ellos pierden fácilmente el
contacto con lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos
derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad
entera y se convierten en cambio en un instrumento para otras finalidades.
Actuando en favor
de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos se sirven también del
método de la «huelga», es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie
de ultimátum dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios.
Este es un método reconocido por la doctrina social católica como legítimo en
las debidas condiciones y en los justos límites. En relación con esto los
trabajadores deberían tener asegurado el derecho a la huelga, sin sufrir
sanciones penales personales por participar en ella. Admitiendo que es un medio
legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en
cierto sentido, un medio extremo. No se puede abusar de él; no se puede abusar
de él especialmente en función de los «juegos políticos». Por lo demás, no se
puede jamás olvidar que cuando se trata de servicios esenciales para la
convivencia civil, éstos han de asegurarse en todo caso mediante medidas
legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la huelga puede conducir a la
paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las
exigencias del bien común de la sociedad, que corresponde también a la
naturaleza bien entendida del trabajo mismo.