Diario Responsable, 10 JUNIO
2020
Emilio J. González
En
las últimas semanas ha surgido el debate sobre si la Unión Europea debería
impulsar la creación de una renta mínima de carácter europeo. La propuesta
viene de Italia, Portugal y España. ¿Qué posibilidades tiene de prosperar?
Aunque pudiera parecer lo
contrario, la solidaridad forma parte de la espina dorsal del modelo
socioeconómico de la Europa continental. En su vertiente nórdica, el modelo
sueco, de inspiración luterana, deposita una gran fe en las virtudes de la
igualdad y, por eso, la persigue a ultranza. A su vez, la economía social de
mercado, el sistema predominante en el resto de países, está inspirada por la
doctrina social de la Iglesia. En su concepción apoya esquemas de gasto social
para aquellas personas que atraviesen situaciones difíciles, aunque también les
pide que asuman su responsabilidad para consigo mismas y hagan todo lo que esté
en su mano para superar esa situación. La renta mínima, por tanto, está en el
ADN de Europa.
Al mismo tiempo, las
situaciones de vulnerabilidad, lejos de disminuir, como cabría esperar en
sociedades tan ricas como las de la UE, están yendo a más. No se trata de lo
que está sucediendo como consecuencia del COVID-19. Por grave que sea, esto no
es más que una situación coyuntural. El problema de fondo es la creciente
polarización en la distribución de la renta que está provocando el cambio
tecnológico. En un extremo se encuentran las personas cualificadas para
desenvolverse en este nuevo mundo de algoritmos, robótica y digitalización, que
consiguen rentas cada vez más altas. En el otro extremo se sitúan las personas
con baja cualificación laboral, o con cualificaciones obsoletas, que tienen que
competir por empleos de baja remuneración. A ellos se añaden las personas
mayores de 40-45 años víctimas del edadismo.
El contexto social, en
consecuencia, justifica la idea de renta mínima. De hecho, casi todos los
Estados miembros de la UE cuentan con ella. Finlandia, por ejemplo, hizo un experimento
en este sentido, que finalizó el año pasado. Los investigadores concluyeron que
la calidad de vida de los beneficiarios del programa había mejorado, pero
también que había generado incentivos para no volver al mercado de trabajo. Por
este motivo, otros países, como Italia, Portugal, Alemania, Francia, Países
Bajos o Dinamarca vinculan la percepción de esta prestación a que los
beneficiarios también hagan algo para tratar de superar su situación de
vulnerabilidad, por ejemplo, asistiendo a cursos de recualificación
profesional.
Entonces, si los valores y
la experiencia de los países de la UE están a favor de la idea de la renta
mínima europea, ¿qué es lo que falla para que las posibilidades de que prospera
sean prácticamente nulas? Pues, de entrada, que los Estados miembros con mayor
renta de la UE llevan décadas financiando los programas de desarrollo económico
y social de los más atrasados, a través de los fondos estructurales y de
cohesión, y ya están cansados de hacerlo después de ver cómo han malgastado
esos recursos países como Portugal, Grecia, o la mismísima Italia en relación
con el Mezzogiorno. Esas mismas naciones prósperas serían las que tendrían que
financiar, en gran medida, un posible programa de renta mínima europea. Y se
niegan.
El segundo problema reside
en la política fiscal. Después de la última crisis, los países del norte han
reducido su déficit presupuestario y su nivel de endeudamiento público a golpe
de recorte del gasto. Los del sur no lo han hecho. Y los del norte ahora rechazan
que sus contribuyentes tengan que hacerse cargo de los problemas de países que
han optado, voluntariamente, por la falta de ortodoxia en política fiscal. Así
es que la idea de la renta mínima europea es muy bella, pero, por ahora, no es
probable que pueda salir del limbo.