… y de la Iglesia
La
Iglesia debe recuperarse, ante todo, de la crisis interna que la afecta, para
cobrar relevancia en el orden cultural y social, de modo que pueda ayudar al
hombre a orientarse hacia su auténtico destino.
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica– 23/06/20
Las llagas de Cristo, de sus
manos, sus pies y su costado, son objeto de nuestra veneración y nuestro amor.
La tradición eclesial atesora numerosos documentos de la fe de los fieles
expresada, multiplicadamente, en la actitud del Apóstol Tomás, quien al verlas
y tocarlas confesó: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28). Presento a continuación
algunas oraciones clásicas, que solían rezarse privadamente después de la
comunión; dos de ellas conservan vigencia todavía.
La primera es la pequeña
letanía, que ha sido atribuida a San Ignacio, como «Aspiraciones al Santísimo
Redentor»: Anima Christi; en muchos lugares se la recita en el momento
correspondiente de la misa. Esas invocaciones comienzan: «Alma de Cristo,
santifícame», e incluyen una contemplación del Cuerpo herido del Señor, con
varias referencias a la pasión, fuente de ánimo, aliento y consuelo para los
afligidos, que reciben de ella vigor, espíritu, fuerza. Se ruega ser embriagado
por la Sangre preciosa, lavado por el agua que brota del costado abierto, ser
escondido en las benditas llagas. Son expresiones de altísima y entrañable
devoción.
Otra plegaria, que era
también muy popular, dirigida a Jesús crucificado comienza En ego... «Aquí
estoy, bondadoso y dulcísimo Jesús». El texto indica que el orante, de rodillas
bajo la mirada del Señor, ruega con el mayor fervor recibir impresos en su
corazón sentimientos de fe, esperanza y caridad, dolor de los pecados y
propósito de enmienda. Sentimientos (sensus) que no tienen nada de
sentimentales, ya que no excluyen el conocimiento, la conciencia; se pide con
firmísima voluntad asumir, vivir, esas realidades espirituales. La
contemplación de las cinco llagas se hace con amor y dolor, con una
identificación de com - pasión, mientras se medita el pasaje del Salmo 21 al
cual se alude en el relato de la Pasión según San Juan (19, 36-37): han
taladrado mis manos y mis pies, y puedo contar todos mis huesos (Sal 21,
17-18). Los relatos evangélicos del sacrificio del Señor citan implícita o
explícitamente otros versículos del salmo para ilustrar hechos como el reparto
de las vestiduras y el sorteo de la túnica y las burlas blasfemas; sobresale el
clamor final del Crucificado, que asume la frase inicial del salmo: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). Se recoge en la oración la
convicción de muchos Padres de la Iglesia que atribuían la autoría del poema a
David, y lo consideraron una profecía.
Una publicación de la
Editorial Pustet, de Ratisbona (edición 13ª de 1927) reúne oraciones para antes
y después de la misa, destinadas especialmente a los sacerdotes. Una de esas
plegarias comienza: Obsecro, te dulcissime Domine Jesu Christe. Se pide en ella
«que tu pasión sea para mí una fuerza que me proteja y defienda, que tus llagas
sean alimento y bebida por las que yo sea apacentado, embriagado y deleitado».
En este caso se indica que la oración está dirigida a Jesús crucificado, y que
ha de rezarse de rodillas.
En la misa colección se
encuentra otra a las llagas del Señor, heridas que son fuente de la Sangre
salvífica. Se ruega que las llagas nos llaguen (vúlnera como sustantivo y como
verbo en imperativo) con el dardo encendido de la caridad, que la lanza del
amor nos traspase, de modo que el alma pueda decir: «Estoy herida de amor», y
que de esa herida broten lágrimas incesantes de amor y dolor. Aquí se nota una
cita del Cantar de los Cantares (2, 5). Me permito una breve digresión
semántica. Las versiones modernas de ese pasaje bíblico traducen, según el
hebreo, «estoy enferma de amor». El original dice jolat, término que denota
consternación; la versión griega de los LXX traduce tetromene agápes (estoy
herida, de la raíz de tráuma). Continuando con la oración, en tercer lugar se
pide que la cúspide de la dilección, como punta aguda y extrema golpee un alma
dura como la nuestra y penetre profundamente en nuestra intimidad. Es la
caridad, don divino, el amor, la dilección lo que hiere, traspasa, golpea al
alma como un dardo, una flecha, la agudeza de una lanza. Todas estas son
expresiones de altísima contemplación que podemos nosotros asumir con la
esperanza de que alguna vez nos acerquemos a esa relación con Jesucristo.
En su libro «Miremos al
Traspasado» (1984), Joseph Ratzinger comenta ampliamente y con elogio la encíclica
de Pío XII Haurietis acquas, sobre el Corazón de Jesús, destacando en ella la
teología del cuerpo referida a la encarnación y al misterio pascual. Cita una
bella expresión de San Buenaventura: «Las heridas del cuerpo muestran las
heridas del alma... ¡Contemplemos por las heridas visibles las heridas
invisibles del amor!». En el trabajo que voy glosando, el gran teólogo muestra
que esa teología del cuerpo «es a la vez, entonces, una apología, una defensa,
del corazón, de los sentidos y del sentimiento, también y precisamente en el
ámbito de la piedad». Como ya lo he apuntado, no hay aquí nada de
sentimentalismo, sino teología y mística, la experiencia de un amor que se
torna contemplativo; la veneración de las llagas conduce al conocimiento de la
persona de Jesús, Dios y hombre verdadero. La liturgia, en diversas ocasiones,
hace referencia a este rasgo del misterio pascual, y también asocia a él la
compasión y la intercesión de María. En la célebre secuencia Stabat Mater, se
dice: Crucifixi fige plagas cordi meo valide, «graba con fuerza en mi corazón
las llagas del Crucificado». Valga, para no alargar la nota, este único
ejemplo.
El Conde Antonio Rosmini
Serbati (1797 - 1855), sacerdote, hoy beato, fue un pensador original, escritor
y fundador de la congregación clerical Istituto della Carità. No se limitó a
contemplar las llagas del Cuerpo físico del Señor, sino que inspirado en esa
contemplación de amor y dolor, se atrevió a descubrir polémicamente las llagas
del Cuerpo místico, o más bien de la organización y vida de la Iglesia de su
época. Entre sus obras sobresale Le cinque piaghe della Santa Chiesa; en este
libro describía, por referencia a las heridas de las manos, los pies y el
costado de Jesús, defectos que hallaba en el catolicismo contemporáneo suyo. La
obra fue condenada, como otros escritos de su autoría, y él se sometió
humildemente a la decisión de la Santa Sede. A partir de la reivindicación de
Rosmini, Las cinco llagas de la Santa Iglesia fue una obra reconocida con
autoridad para la historia de la Iglesia en el siglo XIX.
Yo me aventuro a presentar
una hipótesis de actualización de las llagas de la Iglesia, las que sufre en
estos días; lo hago modestamente, como expresión del respeto y amor que profeso
a la Catholica, y del dolor que me causa reconocerlas. No son ocurrencias mías;
muchos autores con mayor sabiduría y autoridad que yo han manifestado su
preocupación, e incontables fieles, a veces con arrebatos de indignación,
opinan sobre la situación eclesial y no esconden, incluso, posiciones
ideológicas. Las «redes» constituyen una tribuna mundial, un areópago confuso.
No localizaré las llagas, como hizo Rosmini, cuál en qué mano o en qué pie,
cuál en el costado. Solo enumero cinco males, sobre los que he hablado en
diversas ocasiones, o han sido objeto de escritos míos.
1. Comienzo por la llaga que
considero más abarcadora y profunda: el relativismo, un mal con raíces
históricas que se expandió en el siglo XX, impregnando la cultura, el
pensamiento y la actitud de multitudes. El relativismo ha penetrado en la
Iglesia, y se manifiesta en ella como duda, descuido y preterición de la
doctrina de la fe y de la gran tradición eclesial, como un intento de acomodo
con la cultura mundana. Una de las causas principales ha sido, en opinión de
muchos, una interpretación sesgada del Concilio Vaticano II, la negación de su
continuidad homogénea con el magisterio anterior. Los maestros del relativismo
suelen afirmar que aquella gran Asamblea ha sido una revolución que determinó
un cambio de época. Desde el punto de vista metafísico la posición relativista
equivale a la negación del Absoluto, y se camufla en proposiciones ambiguas.
Como actitud de pensamiento significa el abandono de los criterios objetivos y
la primacía del subjetivismo. De hecho, cualquiera dice lo que se le ocurre, y
no hay quien lo corrija; peor, quien debiera corregir promueve la confusión.
Durante las últimas décadas, numerosos autores expresaron el relativismo
teológico, con el consiguiente daño en la formación de los sacerdotes y en la
orientación pastoral del clero. El relativismo ético incluye la negación de la
naturaleza, de la cual se siguen principios de comportamiento objetivos,
universalmente válidos: ni la ley natural, ni los Mandamientos de la ley de
Dios son expresamente recordados y urgidos a los fieles como norma de vida
personal y de relación con los demás. El reduccionismo sociológico insiste en
destacar el condicionamiento de los factores epocales y la vigencia cultural.
La difusión del relativismo y sus consecuencias actuales frustran la intención
del Vaticano II: «Es obligación de toda la Iglesia de trabajar para que los
hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y
ordenarlo hacia Dios por Jesucristo» (Apostolicam actuositatem, 7). El Cardenal
Robert Sarah escribió en su libro Le soir approche et dèjà le jour baisse: «Es
determinante que valores fundamentales rijan la vida de las sociedades. El
relativismo se nutre de la negación de los valores para afincar su empresa
deletérea» (pág. 283). Contamos con recursos extraordinarios para superar la
tentación relativista: el Catecismo de la Iglesia Católica, y el magisterio
completo y clarísimo de San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Si el relativismo se instala
permanentemente en la Iglesia, el mundo marchará a la perdición.
2. La devastación de la
liturgia. No fue tenida en cuenta una severa advertencia del Vaticano II: «Que
nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa
propia en la liturgia» (Sacrosanctum Concilium, 21§3). Es verdad que muchos
sacerdotes celebran dignamente la misa y logran incorporar a los fieles a «una
celebración plena, activa y comunitaria» (ib.). Pero no se puede negar, y yo me
refiero al caso argentino, que se ha generalizado el manoseo del rito más
sagrado del catolicismo, y se han impuesto la improvisación, la abolición de la
belleza -sobre todo en la música-, gestos y actitudes tales como gritos,
aplausos, bailoteo, completamente ajenos a la índole sagrada de la celebración.
Lo sagrado queda menoscabado o ha desaparecido. Yo mismo he oído decir a
colegas obispos que ya no hay distinción entre sagrado y profano, y se
felicitaban por esta evolución. La concepción unilateral de la misa como
encuentro fraterno ha oscurecido su índole sacrificial; no se advierte que lo
que hermana a los fieles es una realidad sobrenatural: la común participación
por la fe y la caridad en el sacrificio pascual del Señor que se hace
sacramentalmente presente en el rito de la Iglesia. En algunos casos la
celebración se convierte en un espectáculo o en una fiestita para niños; el
culto de Dios desaparece, es la satisfacción, el «sentirse bien» de los
presentes lo que se busca. Con esa declinación que describo someramente, la fe
es puesta entre paréntesis y la referencia a Dios queda reemplazada por la
centralidad y primacía del hombre. La fenomenología de la religión muestra lo
errado de semejante postura; probablemente un hombre de la Edad de Piedra se
escandalizaría ante algunas celebraciones católicas de hoy; no encontraría en
ellas la irrenunciable referencia a «lo otro», a la trascendencia, al mundo de
los dioses. La pérdida del sentido de la adoración tiene un efecto cultural
destructor de la auténtica humanidad del hombre. El Cardenal Robert Sarah ha
escrito: «El sentido de lo sagrado es el corazón de toda civilización humana».
Me detengo aquí; los lectores seguramente podrán sumar a los datos precedentes
sus propias reflexiones y experiencias.
3. Secularización de la vida
sacerdotal y deficiente formación en los seminarios. Ha sido este uno de los
capítulos más notorios de la crisis que siguió al Vaticano II. Las causas y el
sentido de esa crisis tendrán que ser esclarecidos por los historiadores, pero
no es posible negar que, como lo lamentó Pablo VI, «esperábamos una floreciente
primavera y sobrevino un crudo invierno». Jacques Maritain, gran amigo del Papa
Montini, en El campesino del Garona evoca «la fiebre neomodernista contagiosa,
al menos en los círculos llamados 'intelectuales'; en comparación con ella el
modernismo de tiempos de Pío X fue un modesto catarro». Habla, también, de «una
especie de apostasía inmanente que estaba en preparación desde hacía años, y
cuya manifestación fue acelerada por ciertas expectativas oscuras de partes
bajas del alma, imputadas a veces, mendazmente, al espíritu del Concilio». El
clero resultó especialmente afectado; miles de sacerdotes abandonaron el
ministerio; una especie de «liberación» llevó a muchos a descuidar la vida
espiritual; fueron numerosos también quienes se dedicaron a la «militancia»
social y política; el celibato sacerdotal, cuyo incumplimiento puede
registrarse con mayor o menor intensidad en cualquier época, fue criticado por
principio, y actualmente arrecia la campaña para lograr su abolición.
El luminoso magisterio de
Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, que fue causa de una cierta
recuperación, ya no cuenta demasiado, y no solo en el asunto del celibato. Se
multiplicaron las experiencias de reorganización de los seminarios, y la
agitación y las dudas continúan. He notado que a veces se pone una atención
ridícula en descalificar y perseguir a los alumnos en los que puede hallarse un
apego a la tradición, que desearían estudiar bien el latín y usar sotana (y
hasta se prohíbe vestirla), pero no se cuida la rectitud de la formación
doctrinal, espiritual y cultural. Se suele oponer el estudio a «la pastoral», y
se precipitan experiencias presuntamente pastorales para las que los jóvenes no
están preparados, y que carecen de valor educativo. ¿Cómo puede florecer la
Iglesia con el descuido de una seria preparación filosófica, teológica y
espiritual de sus futuros ministros?. Humildemente, puedo exhibir una cierta
autoridad en este tema: he sido organizador de un seminario diocesano y rector
del mismo por una década, como también profesor en la Facultad de Teología,
donde estudiaban seminaristas de diversas diócesis. Durante mi ministerio
arzobispal de 20 años he ido al seminario todos los sábados y he pasado siempre
mis vacaciones con los seminaristas. Algo he aprendido. Ek toû kósmou ouk
eisìn, «ellos no son del mundo» (Jn 17, 16), dijo Jesús de los apóstoles en su
íntima conversación con el Padre. Los sacerdotes tampoco son «del mundo»; su
secularización - mundanización es una llaga abierta en el corazón de la
Iglesia.
4. Ruina de la familia
cristiana y del orden familiar natural. Nunca como en estas últimas décadas
contó la Iglesia con un magisterio tan amplio sobre el amor conyugal, el
matrimonio y la familia. Sin embargo, la cultura vigente se impone con una
fuerza arrolladora. La naturalización del divorcio, favorecida por las leyes,
ha llevado a que muchísima gente no se case, sino que viva en concubinato, el
cual ya no es mal visto. Ahora no se habla de marido y mujer, esposo y esposa,
sino de «pareja». En la casi totalidad de los femicidios, el asesino es el
novio o ex novio, la pareja o ex pareja. Debemos lamentar, también, que los
matrimonios -cuando los hay- no duren; los pésimos ejemplos de gente de la
«farándula», a la que se suman deportistas y políticos, y los medios de
comunicación con su continuo martilleo, han llevado a desvalorizar el amor
conyugal y la estabilidad familiar; muchos niños son huérfanos de padres vivos,
o hijos «monoparentales». Los abusos sexuales ocurren, en un ochenta por ciento
de los casos, en el ámbito familiar, y el culpable suele ser la pareja de la
madre. No se aprecia debidamente el sacramento del matrimonio, y se desconoce
la gracia que de él dimana. El control artificial de los nacimientos se ha
convertido en una práctica habitual. La encíclica Humanae vitae fue resistida
por vastos sectores de la Iglesia, y su cincuentenario pasó inadvertido.
Los pastores de la Iglesia
no reiteran oportunamente una enseñanza que es valiosa no solamente para la
vida cristiana, sino que tiene una dimensión cultural, social y política. La
aprobación legal del «matrimonio igualitario», y otras leyes inicuas inspiradas
en la ideología de género alteran la constitución del orden familiar, y se
extiende la legalización del aborto. Los fieles se ven sometidos a presiones
inéditas. Un fenómeno gravísimo es la imposición, por parte del Estado, de
programas de educación sexual escolar contrarios a la ley natural y divina, que
violan los derechos de los padres. Los jóvenes necesitan ser acompañados para
que puedan reconocer el valor, belleza y utilidad, personal y social, de la
virtud de castidad, pero esta no parece una prioridad pastoral. En los colegios
católicos se hace muy difícil la formación de los jóvenes en esas realidades
esenciales, y por lo general las familias no colaboran; en muchos casos, por
todo lo antedicho, no están en condiciones de hacerlo.
En suma, una llaga abierta
que sangra abundantemente; con esa sangre se escurre la vida de la sociedad.
¿Es una llaga de la sociedad?. Por cierto, pero también una llaga de la
Iglesia. Allí está el drama.
5. La descristianización de
la sociedad. El proceso así titulado es, contemporáneamente, un proceso de
deshumanización. Su causa es, en primer lugar, de carácter interno, religioso:
cristianos que no viven como tales; bautizados que o bien no han completado la
Iniciación Cristiana, o después de cumplir con el rito de la «única comunión»
no perseveran en la praxis sacramental, no han recibido una formación en las
verdades de la fe, y han sido devorados por la cultura pagana. San Pablo
advertía ya ese problema, por ejemplo, en la comunidad de Corinto; llega a
decir que ni entre los paganos se encontraban vicios tan graves (cf. 1 Cor 5,
1; 6, 8 ss.). Esa debilidad intrínseca de la Iglesia, la caída espiritual de
sus miembros del nivel que corresponde a una comunidad cristiana, impide una
presencia vital de la misma en la cultura y en las estructuras de la sociedad.
Hace imposible que los fieles brillen en ella hos phosteres en kósmo, como
luminarias en el mundo, según enseñaba el mismo Apóstol (Fil 2, 15). La
descristianización no se identifica con el cambio de las formas de organización
política. León XIII exponía que «se puede escoger y tomar legítimamente una u
otra forma política... mas cualquiera que sea esa forma, las autoridades del
Estado deben poner la mirada totalmente en Dios, Supremo Gobernador del
universo, y proponérselo como ejemplar y ley en el administrar la república»
(Encíclica Inmortale Dei opus, 6-7).
En aquel documento de 1885
recordaba que «hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los
Estados», y la energía propia de la sabiduría cristiana había compenetrado las
leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos; impregnaba todas las
clases y relaciones de la sociedad.
Se ha verificado un
desarrollo homogéneo de la Doctrina Social de la Iglesia; en el Compendio
promulgado por Juan Pablo II, en 2004, se incluye una queja contra el laicismo
que en las sociedades democráticas «obstaculiza toda forma de relevancia
política y cultural de la fe, buscando descalificar el empeño social y político
de los cristianos, porque estos se reconocen en las verdades enseñadas por la
Iglesia, y obedecen el deber moral de ser coherentes con la propia conciencia;
más radicalmente se llega a negar la misma ética natural» (n. 572). Como se
señala en esta última afirmación, la negación del orden superior del espíritu
lleva a la deshumanización, a la negación de la naturaleza humana y sus
exigencias.
La Iglesia debe recuperarse,
ante todo, de la crisis interna que la afecta, para cobrar relevancia en el
orden cultural y social, de modo que pueda ayudar al hombre a orientarse hacia
su auténtico destino. La ausencia católica de los ámbitos en que se gestan
nuevas vigencias culturales deja al mundo en manos del Padre de la mentira (cf.
Jn 8, 44). Se impone la necesidad de una reacción y de un trabajo coherente y
decidido para forjar una contracultura como verdadera alternativa. Es lo que
propone Rod Dreher en su magnífico libro «La opción benedictina. Una estrategia
para cristianos en una nación postcristiana» (2017).
Las cinco llagas que
veneramos no fueron las únicas que laceraron el Cuerpo del Señor en la pasión;
habría que sumar las heridas de la flagelación y de la coronación de espinas
(cf. Mt 27, 26. 29; Mc 15, 15). Tampoco, seguramente, eran solo cinco las que
sufría la Iglesia en el siglo XIX cuando Rosmini las puso en evidencia. Ni son
solo cinco ahora
Mons. Héctor Aguer,
arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Escrito el lunes 22 de junio
de 2020. Memoria de los Santos Juan Fisher, obispo, y Tomás Moro, mártires.