Por Juan Federico
La Voz del Interior, 23-9-17
Pasó con la mirada extraviada en medio de los chicos
que a esa hora corrían frente a la escuela de Campo de la Rivera, en el lejano
este de la ciudad de Córdoba.
Ni siquiera lo miraron. A los 17 años, ya era una
sombra de lo que alguna vez fue. Consumido por el paco, sólo llevaba problemas
a su casa. Esa mañana, su hermana le había gritado, cansada de que robara lo
poco que tenían en su casa para ir a buscar más veneno.
Víctima del mismo negocio ilegal que ya mandó a la
cárcel a su padre, el joven resumía todas las contradicciones de un sector que
puja por sobrevivir.
Como siempre, nadie lo vio esa mañana, hace ahora un
puñado de días. Ya había perdido hasta su identidad. Era uno de los “paqueros”.
Se internó en medio de un callejón y ya no salió.
Un hombre que iba a tirar unas bolsas con basura, lo
encontró muerto, colgado de una soga.
Hace dos semanas, desde el Ministerio Público Fiscal,
que a diario realiza una abundante propaganda oficial sobre los operativos que
realiza la Fuerza Policial Antinarcotráfico (FPA), se divulgó la caída de un
supuesto “peso pesado” del microtráfico local, Carlos Martínez, apodado “el
Negro Chimi”.
Se habló de “siete mil dosis de cocaína” –en realidad,
siete kilos de esa droga– y las fotos que se divulgaron no dejaron mucho margen
para la duda: la precariedad de las viviendas allanadas en Maldonado revelaban
que el eslabón cortado lejos estaba de ser importante en la millonaria cadena
del narcotráfico local.
Martínez ya había estado preso por narcotráfico y, en
esa zona de la ciudad, hace rato que se lo conocía como un vendedor más,
inmerso en toda la lógica violenta que la ilegalidad de este comercio impone.
La realidad en las márgenes del cementerio San Vicente
–cuentan hoy los vecinos de Maldonado, Müller y Campo de la Rivera– está lejos
de salir en estos partes de prensa.
“Donde antes había uno vendiendo drogas, ahora hay
cuatro”, es la síntesis que más duele.
Pese a que quedó sepultada en los discursos oficiales,
la presencia del paco continúa haciendo estragos entre los jóvenes.
Y son cada vez más chicos los que se están insertando
en toda esta dinámica narco, ya sea del lado de los consumidores o de los
vendedores, o en ambos al mismo tiempo.
Por eso, advertir esta semana de que buena parte de la
preocupación policial giraba en torno de la presencia de los naranjitas
urbanos, un descontrol de años que recién ahora parece ser un problema estatal,
llamó mucho la atención.
En medio de la proliferación del narcotráfico, de la
violencia urbana, de las armas cada vez más poderosas en los barrios, de las
“cocinas” que se encuentran por casualidad y de los verdaderos grandes
traficantes que parecen inhallables, que los funcionarios encargados de la
seguridad realicen una tarea cuasi municipal no deja de sorprender.
Operativos que rozan la sobreactuación y terminan por
confundir al ciudadano sobre dónde está, o debería estar, el verdadero eje de
las políticas públicas.