Eduardo Levi Yeyati
El economista inglés
John Maynard Keynes publicaba en 1931 un ensayo en el que decía que la Gran Depresión de
esos años era consecuencia y preámbulode una revolución tecnológica. En los
siguientes 100 años, decía, la productividad y el ingreso se multiplicarían y
podríamos satisfacer nuestras necesidades básicas trabajando sólo quince horas
por semana, liberando tiempo libre para el ocio.
Ochenta años después,
el ingreso se multiplicó más de lo que suponía Keynes, pero seguimos trabajando
40 horas. Es más: los que más ganan, más horas trabajan, en directa
contradicción con la intuición económica de que, una vez saciado el consumo
indispensable, descansaríamos.
Uno se ve tentado a
asociar el mal pronóstico a las preferencias de su autor. Junto con Virginia
Woolf y E. M. Forster, Keynes formó parte del grupo de Bloomsbury: escritores,
filósofos y artistas ingleses que predicaban la premisa de G. E. Moore de que
los objetivos en la vida eran el amor, la creación y el goce de la experiencia
creativa, y la búsqueda del conocimiento. Tal vez nublado por este sesgo
esteticista, Keynes habría incurrido en el error de asumir que el hombre se
contentaría con satisfacer las necesidades básicas y eludiría el consumo
suntuario, abrazando, dichoso, el ocio creativo o contemplativo.
Pero esta explicación
histórica está lejos de aclarar el enigma de fondo: ¿por qué si somos cada vez
más productivos no podemos trabajar menos? Simplificando, podemos dividir las
respuestas en dos grupos: subjetivas y objetivas.
Como un buffet que
alimenta el deseo de comer más allá del hambre, la aparición constante de
nuevos artículos de consumo genera necesidades de consumo insospechadas para
las cuales necesitamos ganar dinero. Si hace cien años trabajábamos para la
comida y el techo, hoy trabajamos para el iPhone, el LCD y la 4x4. Así, subimos
la vara de nuestras necesidades básicas y la del dinero necesario para
satisfacerlas.
¿Qué viene primero:
esta oferta cambiante de productos que nos sustraen del ocio o la aversión al
ocio que nos empuja a consumir lo que sea? Invirtiendo el razonamiento
anterior, uno podría pensar en el ociocomo ese objeto del deseo que, una vez
consumido, reaparece metamorfoseado en objeto de consumo, para nunca
satisfacerse.
Por otro lado, está
el tabú del desempleo. La comparación con los demás, la cultura del trabajo, el
estigma del desocupado son motores no económicos que pueden mantenernos en el
mercado laboral más de lo necesario.¿Por qué el que no trabaja -sobre todo si
es hombre- es visto como un vago o un animal raro? Parecer ocupado tiene su
encanto en una sociedad en la que el que tiene demasiado tiempo libre es
percibido como un perdedor. El ocio, una marca de clase en el siglo XIX (y en
el grupo de Bloomsbury), hoy es mal visto en algunos círculos donde el agobio
de tareas y reuniones es señal de status.
El reverso del tabú
del desempleo es el valor social del trabajo. Dejemos de lado al trabajador
obsesionado con salir de pobre que, una vez alcanzado el objetivo, descubre que
le ha perdido el gusto al tiempo libre. Pensemos en cambio en el trabajo como
realización, como integración social, y en los efectos devastadores del
desempleo en el ánimo y la dinámica familiar. "La liberación de las masas
por medio de la producción creó la vida privada, pero no nos dieron nada para
llenarla", se quejaba, al borde de la locura, Moses Herzog en la novela
homónima de Saul Bellow. "¿Qué hacemos en las 30 horas ganadas al trabajo
en los últimos 150 años?", se preguntaba por Twitter Marc Rosen. Miramos
televisión, se respondía, exhibiendo las estadísticas que muestran que en 2013
se vio un promedio de 26 horas por semana.
Tal vez este fracaso
del tiempo libre se deba a que estamos formateados para el trabajo, privados
del placer de "perder" el tiempo en paciente apreciación estética
como soñaba Keynes, o simplemente haciendo algo distinto al trabajo pautado y
remunerado, como mirar televisión o chatear en redes sociales o escribir este
libro. Para algunos, como en la canción Heaven de Talking Heads, el nirvana del
tiempo libre sin apremios ni obligaciones se parece demasiado a una versión del
infierno.
¿Trabajamos de más o
ganamos de menos? Más allá de especulaciones psicológicas, si le preguntamos a
un trabajador por qué trabaja, lo más probable es que nos conteste: por el
dinero. El salario promedio en la
Argentina era de 11.000 pesos en septiembre de 2014. Si la
jornada se redujera a la mitad, ajustando por productividad (es decir, por los
menores tiempos muertos y la mayor felicidad del trabajador), el salario se
ajustaría menos que proporcionalmente. Caería, por ejemplo, 40%, y el promedio
bajaría a 6600 pesos. No es mucho.
El fracaso de la
profecía keynesiana tiene su correlato en un problema de distribución, un aspecto
notoriamente ausente en las obras del economista inglés. No todo lo que se gana
en productividad vuelve al trabajador de la mano de mayores ingresos que le
permitan reducir su carga laboral. La era de las máquinas ha multiplicado el
ingreso pero empeorado la distribución. Trabajar quince horas implica ganar muy
poco.
Este lado oscuro del
progreso económico se relaciona con un fantasma que asoma cada vez que la
ciencia levanta su cabeza: el de la dominación de las máquinas. No en el
sentido explícito de la Skynet
de Terminator, sino en uno mucho más sutil y persuasivo: el de la sustitución
del trabajo humano por las máquinas.
El fin del trabajo,
la inequidad del capitalismo digital, la hegemonía económica de los dueños de
los factores de producción. Variantes todas del desempleo tecnológico que
Keynes veía ya en 1930, pero como transición hacia otras formas de empleo, y
más horas de ocio. Temores consistentes con la desigualdad secular que Picketty
y colegas atribuyen a la mayor rentabilidad del capital concentrado.
Si una máquina puede
hacer por 5 pesos el trabajo que una persona hace por 10 pesos, el trabajador
puede trabajar por 5 pesos (recortar 50% su salario) o buscar otro trabajo. Por
eso, la máquina que sustituye trabajo aumenta la productividad (y el ingreso
del dueño de la máquina) pero reduce el salario (el ingreso del dueño del
trabajo). Como pronosticaba el Nobel de Economía Wassily Leontief en 1983,
"el rol de los humanos como insumo de la producción disminuirá como
disminuyó hasta desaparecer el rol de los caballos en la producción agrícola
con la introducción de los tractores". A medida que el trabajo pierde
importancia como factor de la producción, cae la participación del trabajo en
la distribución del producto, algo que en el mundo desarrollado viene
sucediendo hace décadas.
El desplazamiento de
trabajadores de calificación media en países desarrollados viene ocurriendo
desde hace décadas, no sólo por la mudanza de puestos industriales a economías
emergentes (la denostada globalización) sino también por la sustitución por la
máquina. De hecho, la desaparición de empleos industriales no es privativa de
países avanzados con salarios altos: desde 1996, el empleo industrial en China
cayó aproximadamente un 25%, no muy lejos de la marca de economías
desarrolladas. La globalización de empleos sería apenas una parada intermedia
hacia la automatización.
Recapitulemos. Si
para la mayoría, el despertador a las siete y la jornada de ocho horas (sin
contar almuerzos ni traslados) son el paradigma del yugo, y el ocio continuo es
una puerta a la depresión, ¿dónde está el término medio, el punto dulce de
satisfacción?
De lo anterior surgen
dos conclusiones claras. Sólo con una redistribución masiva del ingreso
podríamos aspirar a las quince horas de Keynes. Pero una asignación universal
no resolvería todos los aspectos psicológicos negativos de un potencial
desempleo tecnológico. La respuesta posiblemente se encuentre a mitad de
camino: una jornada reducida complementada por una asignación universal
fondeada por impuestos progresivos a la renta concentrada. No tan lejos del
sueño keynesiano.
Dicho todo lo
anterior, bien puede ser que estemos atravesando una silenciosa transición. ¿No
hay en el distanciamiento de la cultura del trabajo de las nuevas generaciones
(la permanencia en casa de los padres, el estudio sin prisa, la rotación
laboral) un principio de adaptación a una sociedad que recupera la apreciación
del ocio? Los hijos del nuevo milenio, menos presionados por mostrarse
ocupados, menos apurados por hacer carrera y formar familia, más desapegados al
progreso económico, están mejor formateados para el tiempo libre, del mismo
modo en que nosotros lo estuvimos para el trabajo. Tal vez en 20 años trabajen
20 horas desde la casa, o 6 meses al año. 20 años, justo a tiempo para validar
la profecía de Keynes.