Por Vaclav Havel*
ULTIMO PRESIDENTE DE CHECOESLOVAQUIA Y PRIMERO DE LA REPUBLICA CHECA. DRAMATURGO Y ENSAYISTA.
¿Debe el intelectual, en virtud de sus esfuerzos por encontrar relaciones y por reconocer que los temas individuales forman parte de entidades más amplias, todo lo cual le conduce a una mayor comprensión y responsabilidad con el mundo, dedicarse a la política? Dicho de esa forma, puede dar la impresión de que considero deber de todo intelectual el dedicarse a la política. Es una tontería. La política también implica una serie de requisitos especiales que sólo a ella atañen. Hay unas personas que cumplen esos requisitos y otras que no, independientemente de si son o no intelectuales. Creo que, hoy más que nunca, el mundo precisa de políticos ilustrados y reflexivos, con la suficiente osadía y amplitud de miras para tomar en consideración temas situados más allá de su influencia inmediata , tanto en el espacio como en el tiempo. Necesitamos políticos que puedan y estén dispuestos a superar sus intereses de poder, o los intereses de sus partidos o países, y actuar de acuerdo con los intereses fundamentales de la humanidad: es decir, de comportarse como todos los seres humanos deberían hacerlo, aunque la mayoría no lo haga.
Nunca ha dependido tanto la política del momento, del talante cambiante de la opinión pública o de los medios de comunicación.
Cuanto menos propicio sea nuestro tiempo para los políticos que piensan a largo plazo, más falta nos hace esa clase de políticos, y por tanto, más falta nos hace que los intelectuales sean aceptados en política.
Estoy convencido de que el propósito de la política no consiste en cumplir los deseos a corto plazo. Un político debería también intentar que la gente acepte sus ideas, incluso aunque no sean populares. Porque la política implica convencer a los votantes de que hay cosas que un político comprende y reconoce mejor que ellos, y que ésa es la razón por la que le deben votar. El verdadero arte de la política es el arte de ganar el apoyo de los ciudadanos a una buena causa aun cuando defenderla pueda interferir con los intereses particulares, y ello sin entorpecer ninguna de las formas de comprobar que el objetivo es una buena causa y de garantizar que la gente confiada no va a ser conducida a una mentira y al desastre, en una búsqueda ilusoria de la prosperidad futura. Es necesario decir que hay intelectuales que poseen una especial habilidad para causar este mal.
Un buen político debería poder explicar sin pretender seducir; debería buscar humildemente la verdad sin proclamarse el propietario profesional de la misma; debería hacer que cada uno encontrara sus buenas cualidades, incluido un sentido de los valores y los intereses que trascienden lo personal, sin darse aires de superioridad; no debería dejarse llevar por el dictado de los ánimos de la opinión pública o de los medios de comunicación y, a la vez, no dificultar jamás el control constante de sus acciones. En el terreno de esa política, los intelectuales deberían hacer sentir su presencia de dos formas: podrían aceptar un cargo y utilizarlo para hacer lo que estiman correcto, no sólo aferrarse al poder. También podrían convertirse en espejo de aquellos que ocupan cargos de autoridad, cerciorándose de que estos últimos sirven a una causa justa e impidiéndoles emplear buenas palabras para encubrir actos viles.
*Fallecido el domingo. El presente texto fue escrito en 1998.
Clarín, 20-12-11