Jorge Piñol
Religión en
Libertad, 11-10-22
En este 11 de
octubre se cumplen 30 años de la constitución apostólica Fidei depositum, con
la cual San Juan Pablo II ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia
Católica.
Las palabras del
Papa estaban llenas de satisfacción y entusiasmo por el trabajo realizado.
Latía el
convencimiento de que el Catecismo “responde enteramente a una necesidad de la
Iglesia universal y de las Iglesias particulares”.
Leemos también en
la Fidei depositum: “De todo corazón hay que dar gracias al Señor en este día
en que podemos ofrecer a toda la Iglesia… este texto de referencia para una
catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe”.
Y más adelante:
“Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de
la vida eclesial, deseada y promovida por el Concilio Vaticano II”.
El Catecismo era
necesario. Se veía particularmente necesario veinte años después del Concilio.
La confusión generada en los años siguientes al Concilio era muy grande. Lo
dijo con claridad el entonces cardenal Ratzinger: “Puesto que la teología ya no
parece capaz de transmitir un modelo común de la fe, también la catequesis se
halla expuesta a la desintegración, a experimentos que cambian continuamente.
Algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la
armonía de su conjunto, sino que buscan hacer humanamente interesantes (según
las orientaciones culturales del momento) algunos elementos del patrimonio
cristiano. (…) Consecuencia: no una catequesis comprendida como formación
global en la fe, sino reflexiones y ensayos en torno a experiencias
antropológicas parciales, subjetivas” (Informe sobre la fe).
El Catecismo era
necesario porque es realmente determinante para el cristiano saber lo que cree.
“Y puesto que la fe es un acto que abarca todas las dimensiones de nuestra
existencia, siempre tiene que ser de nuevo reflexionada y de nuevo manifestada;
por eso los grandes temas de la fe -Dios, Cristo, Espíritu Santo, Gracia y
Pecado, Sacramentos e Iglesia, Muerte y Vida Eterna- nunca son temas ya
superados, sino siempre son los temas que más profundamente nos afectan”
(Joseph Ratzinger, Evangelio, catequesis, catecismo).
¿Cómo puedo
decirme católico, si “mi fe” y “mi moral” están calcadas muchas veces sobre los
imperativos de la cultura dominante y el mero sentimiento personal?
Con toda razón
afirmaba el mismo sabio cardenal Ratzinger en 1985: “La regla de la fe, hoy
como ayer, no se halla constituida por los descubrimientos (sean estos verdaderos
o meramente hipotéticos) sobre las fuentes y sobre los estratos bíblicos, sino
sobre la Biblia tal como es, tal como se ha leído en la Iglesia, desde los
Padres hasta el día de hoy. Es la fidelidad a esta lectura de la Biblia la que
nos ha dado a los Santos, que han sido con frecuencia personas de escasa
cultura… y sin embargo han sido ellos los que mejor la han comprendido”
(Informe sobre la fe).
Esta crisis acerca
de la catequesis ya la había diagnosticado con claridad e insistencia San Pablo
VI. Un buen ejemplo sintético lo tenemos en una alocución del 27 de abril de
1975: “La verdad debe ser la raíz de la acción, de la libertad. Lo dijo el
Señor: 'La verdad os hará libres'. No va por buen camino quien antepone la
acción al pensamiento, la praxis a la doctrina, el voluntarismo a la
sabiduría”.
El Catecismo de la
Iglesia Católica era necesario para tener “un texto de referencia seguro y
auténtico para la enseñanza de la doctrina católica” (Depositum fidei), en el
desconcierto del creciente relativismo mundano, introducido también en tantas
mentes de católicos.
Aquella necesidad
de hace décadas no cesó. En la medida en que las nuevas ideologías y sus
poderosos recursos para “modelar” las opiniones y los deseos de los hombres se
van imponiendo y extendiendo, nos encontramos en más grave estado de confusión
y de vacío espiritual, y por consiguiente más perdidos en el mar de la
historia.
A pesar de esta
aguda necesidad, muy bien atendida por el Catecismo, no parece que en este
momento haya una memoria viva y un importante reconocimiento de este texto
magisterial, tan válido hoy como ayer.
En este “olvido”
influirá seguramente el hecho de que en muchos ámbitos eclesiales se ha hablado
mucho, con sentido dialéctico y sin más distinciones, de ser “pastores”, y no
“doctrinarios”.
Según ese
discurso, algunos opinan que afirmar las verdades de la fe y de la moral sería
un acto inevitablemente intolerante, duro, farisaico. En todo caso manifestaría
demasiada confrontación con la visión del mundo que se va imponiendo. Habría
que silenciar toda referencia a la verdades de alcance universal.
En las últimas
décadas se han escrito textos influyentes, para catequistas, con expresiones
como estas: “Un cambio radical de la imagen del hombre”, “abrirse a las
corrientes universales”, “hacia la superación de todo dogmatismo”, “el
cristianismo se inventa de nuevo”…
Fuertes signos de
un gran complejo o de una ingenua asimilación de la “cultura dominante”, con
graves consecuencias para la fe y para el sentido común.
Un complejo que
los santos de todos los tiempos, los Padres, los Doctores, los Pastores y los
Mártires ciertamente no tuvieron. Sabían con toda convicción que necesitamos de
la verdad tanto o más que de la luz del sol. Y creían con toda certeza que la
Verdad total sobre Dios y sobre el hombre se nos ha revelado en Cristo.
Precisamente de esto trata de modo claro, completo y autorizado el Catecismo de
la Iglesia Católica.
Valgan estas
líneas como modesto homenaje y recordatorio de este don de la Madre Iglesia
para alimento de la fe, la esperanza y la caridad de sus hijos.
Jorge Piñol, CR es
doctor en Teología con la tesis 'Revelación, redención y recapitulación en los
misterios de Cristo, según el Catecismo de la Iglesia Católica'.