Ermes Dovico
Brújula cotidiana,
19-03-2021
La Iglesia y el
mundo necesitan padres, recordó Francisco en la carta apostólica Patris Corde.
Esta necesidad se siente con mayor urgencia en la sociedad actual. Y tal vez
algún día, incluso los historiadores reconocerán que los males de hoy están
relacionados en gran medida con el debilitamiento y el rechazo de la figura
paterna, causado por la cultura del individualismo, el 68 y las “conquistas”
relacionadas (divorcio, aborto, inseminación artificial, liquidez sexual,
etc.).
Pero hay un
antídoto para tales males llamado San José, que es el mejor de los padres de
todos los tiempos porque en cada uno de sus días terrenales junto a Jesús
siguió un solo objetivo: hacer la voluntad del Padre celestial. Como explica
san Pablo VI, la paternidad de san José se manifestó “en haber hecho de su vida
un servicio, un sacrificio, al misterio de la Encarnación y a la misión
redentora conjunta; en haber utilizado la potestad legal, que le correspondía
sobre la Sagrada Familia, para hacer entrega total de sí mismo, de su vida, de
su obra…”.
En la misma
perspectiva, san Juan Pablo II quiso que la Redemptoris Custos (Exhortación apostólica dedicada al padre de
Jesús y que más que ningún otro documento pontificio se centra orgánicamente en
la importancia de su paternidad) resalte en el título [1] su calidad de
“custodio”. La idea era señalar que el verdadero padre es un verdadero
custodio, es decir, un hombre que ejerce su paternidad como un servicio a
alguien - el hijo - que no es de su propiedad sino de Dios. Y es, por tanto, a
Dios a quien los hijos deben ser conducidos, siguiendo los planes que el Padre
Eterno tiene para ellos.
La paternidad de
san José no desciende de la generación, pero “posee plenamente la autenticidad
de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia” (RC, 21). Cabe
recordar que sus derechos y deberes paternos hacia Jesús derivan del matrimonio
con María, con quien José había compartido (haciéndolo él mismo) el voto absoluto
de virginidad. “Lo que ha hecho el Espíritu Santo - explica san Agustín - lo ha
hecho en ambos... El Espíritu Santo, apoyado en la justicia de los dos, les
donó a ambos su hijo; operó en el sexo al que tocaba parirlo, pero de tal
manera que también naciera para su marido”.
María y José, de
hecho, habían sido pensados juntos, desde la eternidad, en vista de la
Encarnación del Hijo de Dios. Su matrimonio tuvo no sólo lo que Santo Tomás
llama “primera perfección” (la unión indivisible de las almas) sino también la
“segunda perfección”, en lo que respecta a la acogida y educación de la
descendencia. Para estas tareas, junto con el cuidado materno de María, era
necesaria, por tanto, la presencia de José, que tenía que ocuparse, como padre,
de introducir a Jesús de forma ordenada en el mundo. José lo hizo cumpliendo
con todos los deberes que se derivan de las leyes humanas y divinas (la
imposición del nombre, la inscripción en la oficina de registro de Belén
durante el censo de Augusto, la circuncisión, la presentación en el templo,
etc.), protegiendo al Niño de peligros, proporcionándole alimento, enseñándole
un oficio, educándolo en los largos años de su vida oculta.
El aspecto de la
educación es evidentemente central y da una idea de la grandeza del papel de
José (una grandeza que, entre las criaturas, solo es superada por la de María)
en el plan de la Redención. Juan Pablo II afirma: “Se podría pensar que Jesús,
al poseer en sí mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de
educadores. Pero el misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios
vino al mundo en una condición humana totalmente semejante a la nuestra,
excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Como acontece con todo ser humano, el
crecimiento de Jesús, desde su infancia hasta su edad adulta (cf. Lc 2, 40),
requirió la acción educativa de sus padres. [...] Además de la presencia
materna de María, Jesús podía contar con la figura paterna de José, hombre
justo (cf. Mt 1, 19), que garantizaba el necesario equilibrio de la acción educadora.
Desempeñando la función de padre, José cooperó con su esposa para que la casa
de Nazaret fuera un ambiente favorable al crecimiento y a la maduración
personal del Salvador de la humanidad. [...]” (Audiencia general del 4 de
diciembre de 1996).
Por su parte, el
Salvador honró el cuarto mandamiento al más alto grado. Fue a través de su
sumisión a María y José, “modelos de todos los educadores” (Wojtyla), que Jesús
creció en sabiduría, edad y gracia (Lc 2, 52), santificando las relaciones
familiares y preparándose para el fiat voluntas tua más difícil y grande,
aquello del Huerto de los Olivos. Resulta evidente también aquí, como en un
círculo, la admirabilidad de la obediencia: caracteriza todas las relaciones
dentro de la Sagrada Familia (donde el jefe es José), tiene al Padre celestial
como referencia última y, por tanto, para su finalidad la caridad, que consiste
sobre todo en la salvación de las almas.
Así como es cierto
que la caridad estuvo presente en todas las acciones paternas de José, es igualmente
cierto que, en su base, antes y durante su matrimonio con María, hubo una
profunda vida de oración. No es casualidad que los santos, sobre todo Teresa de
Ávila, señalaron y asumieron al padre de Jesús como el maestro de la vida
interior. Es de la relación personal y diaria con Dios que José recibió el don
de la humildad y todas las gracias necesarias para llevar a cabo el noble
ministerio de custodiar al Hijo eterno y a su Madre. El amor paterno que el
Todopoderoso ha concedido a José, a través de esta relación, influyó en el
perfecto crecimiento de Jesús quien, como escribió Wojtyla en el libro
“Alzatevi, andiamo!” [(¡Levántate, vamos!) Mondadori, 2004), como verdadero
Dios, “tuvo su propia experiencia de paternidad divina y de la filiación en el
seno de la Santísima Trinidad”; y, como verdadero hombre, “experimentó la
paternidad de Dios a través de su relación de filiación con San José”.
Incluso en la
singularidad de toda la Sagrada Familia, queda por lo tanto un hecho: José
llama a los padres de hoy al deber de educar a sus hijos en la fe, para
guiarlos día a día con su ejemplo para custodiar a Jesús y María como los
mayores tesoros. Y a rezar al Padre de las Misericordias, pidiéndole poder
conocer y hacer su voluntad en cada acción. Esta es la única garantía, si se
desea el bien eterno para los hijos.
[1] El título
Redemptoris Custos fue elegido personalmente por Juan Pablo II, como explicó en
varias ocasiones el padre Tarcisio Stramare (josefólogo que colaboró en la
estructura teológica de esa exhortación apostólica y que en un principio
hubiera preferido incluir el término “pater” en el título, convenciéndose luego
de la oportunidad de la elección del Santo Padre) en sus propios libros y
también en una entrevista concedida al Timone (n. 193, marzo de 2020) pocas
semanas antes de su muerte