que contradice la Humanae Vitae
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
07_07_2023
El nuevo Prefecto
del Dicasterio para la Doctrina de la Fe ya se ha quejado repetidamente de que
ha recibido acusaciones engañosas contra su persona. Según él, sus opositores
han utilizado su libro sobre el beso para desacreditar su preparación
teológica, que él defiende presentando sus libros y artículos de alto nivel.
Objeción aceptada. Pero quizá habría sido mejor que monseñor Fernández no se
defendiera tanto porque lo peor se encuentra precisamente en sus publicaciones
académicas.
“También se da el
caso de una abstención sexual que contradiga la jerarquía cristiana de valores
coronada por la caridad. No podemos cerrar los ojos, por ejemplo, ante la
dificultad que se plantea a una mujer cuando percibe que la estabilidad
familiar se pone en riesgo por someter al esposo no practicante a períodos de
continencia. En ese caso, un rechazo inflexible a cualquier uso de preservativos
haría primar el cumplimiento de una norma externa por sobre la obligación grave
de cuidar la comunión amorosa y la estabilidad conyugal que exige más
directamente la caridad”. Fin de la cita.
Se trata de un
artículo que Víctor Manuel Fernández, entonces vicerrector de la Pontificia
Universidad Católica Argentina, escribió para la Revista Teología, trimestral
de la Facultad de Teología de la universidad (La dimensión trinitaria de la
moral, II. Profundización del aspecto ético a la luz de “Deus caritas est”,
Tomo XLIII, nº 89, abril de 2006, 133-163). El artículo pretendía ser una
crítica al libro La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y
perspectiva teológica de la moral (2001), escrito por monseñor Livio Melina,
José Noriega y Juan José Pérez Soba.
Los autores, según
Fernández, no habrían considerado la primacía de la caridad, “sometiendo
servilmente la caridad a las virtudes morales y a la ley natural, que serían
las que aseguran su autenticidad” (La dimensión trinitaria, 145). De este modo,
la caridad fraterna dejaría de ser el principio hermenéutico fundamental de la
moral y la vida moral del cristiano perdería su “fragancia evangélica”. En
esencia, su crítica radica en el hecho de que la caridad, según la perspectiva
de Melina et al., no tendría objeto propio, porque el bien sólo está
especificado por las virtudes morales y la ley natural.
Si nos centramos
en el párrafo inicial, que abre la puerta a la contracepción “en ciertos
casos”, queda claro que el ex rector de facto echa por tierra toda la doctrina
moral católica. Sólo con esta afirmación ya está suficientemente claro que la
encíclica de Pablo VI de 1968 puede ir directamente a la basura (y Veritatis
Splendor también). Porque la Humanae Vitae no condenaba la contracepción ut in
pluribus, sino de manera absoluta, excluyendo “toda acción que (...) se
proponga, como fin o como medio, impedir la procreación” (HV, 14). Pablo VI
había enseñado explícitamente que la razón por la que no era posible justificar
de ningún modo el recurso a la contracepción residía en el hecho de que era
intrínsecamente mala, es decir, que en ningún caso podía ordenarse al bien: “no
es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien,
es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque
con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o
social”.
La afirmación de
monseñor Fernández contradice sin lugar a dudas la HV, porque afirma en lo
particular lo que HV niega en lo universal. ¿Quién sabe si fue este artículo el
que terminó bajo la lupa de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe,
que decidió no permitir la promoción de Fernández a rector de la Universidad
Católica de Buenos Aires?
Para llegar a esta
conclusión completamente contraria a la enseñanza de la Iglesia, Fernández
llega a la siguiente línea de razonamiento: 1. El bien de una virtud moral
puede ser “correctamente interpretado en relación con la caridad fraterna y
nunca prescindiendo de ella” (p. 143); 2. En la jerarquía de las virtudes, la
caridad tiene primacía en el orden práctico; 3. En algunas situaciones
difíciles, puede darse una “verdadera relación concurrencial entre la caridad
fraterna y las virtudes morales” (p. 147); 4. En estas situaciones, el
contenido práctico de la caridad fraterna debe tener primacía.
Ya tendremos modo
y tiempo de mostrar la falacia de este razonamiento. Lo que queremos demostrar
es que esto no sólo haría lícito el recurso al preservativo como el acto que
mejor traduciría, en la situación concreta, la primacía de la caridad fraterna
– “la obligación de cuidar la comunión amorosa y la estabilidad conyugal que la
caridad más directamente exige”-, sino que incluso haría éticamente incorrecto
negarse a usar anticonceptivos.
Y, de hecho, esto
es exactamente lo que sostiene Fernández: “No hay que olvidar que una decisión
objetivamente correcta, en el marco de una determinada etapa de la historia
personal, podría implicar un verdadero retroceso egocéntrico en un camino
personal de crecimiento”. El “contragolpe egocéntrico” residiría en el hecho de
que, en nombre de la observancia de la ley natural, se mortificaría la caridad
fraterna. Una afirmación completamente errónea, basada en la supuestamente
absurda “competencia” entre la caridad y las virtudes morales a la hora de
determinar el fin próximo de una acción. Además, se puede vislumbrar cómo para
Fernández la ley moral es completamente extrínseca al hombre, hasta el punto de
tener que ser sacrificada, “en ciertos casos”, para que el hombre llegue a ser
moralmente bueno.
Con este
planteamiento, salta inmediatamente a la vista el amplio abanico de
consecuencias: ¿por qué el recurso a la anticoncepción sólo ha de ser bueno
para una pareja de la que uno de los cónyuges no sea practicante? Si el cónyuge
es practicante, pero no puede contenerse y amenaza con romper el matrimonio,
¿no debería observarse aquí la “primacía de la caridad” según la interpretación
de Fernández? O ¿por qué un matrimonio estéril, para salvaguardar la unión
conyugal, no podría recurrir a técnicas de fecundación artificial? O de nuevo:
¿por qué dos personas que viven more uxorio y con hijos aún por cuidar no
podrían continuar con los actos propios de los cónyuges, si ello fuera
imprescindible para mantener a los niños un padre y una madre unidos? En la lógica del nuevo Prefecto, si no lo
hicieran, ¡serían incluso egoístas!
Y, en efecto,
Fernández no descarta esta ampliación. “Por eso, en todas las cuestiones
éticas, de diversos modos, se requiere que el discernimiento concreto de cada
persona integre el principio hermenéutico fundamental de la autotrascendencia
fraterna” (p. 151). Nótese la cursiva en el texto original: todas las cuestiones
éticas, ninguna excluida, no sólo podrán, sino que tendrán que socavar, de
diversas maneras, el bien propio de las virtudes, para dar paso a la supuesta
primacía de la caridad fraterna. La realidad resultante es la distorsión de la
caridad, la mutilación de las virtudes morales y la pulverización de los actos
intrínsecamente malos. La moral católica está acabada.
Por esta razón
hemos sostenido que Fernández sería el mayor y quizá más decisivo apoyo para la
nueva Academia Pontificia para la Vida, bajo la versión adulterada de monseñor
Vincenzo Paglia, y para el nuevo Instituto Teológico Juan Pablo II, bajo la
dirección de monseñor Philippe Bordeyne. Ahora, en el Dicasterio para la
Doctrina de la Fe no sólo no habrá frenos, sino aceleradores.