Reproducimos un antiguo apunte de clase (1962) del Dr. Carlos Caballero, ex gobernador de Córdoba, que dictó esta materia en la Universidad Católica de Córdoba.
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Clase del 11-4-62 [fundamentos teológicos de la doctrina social]
Al comienzo del Evangelio de San Juan, leemos: En el comienzo era el Verbo...Él estaba en el comienzo con Dios. Todas las cosas han sido hechas para Él, y nada ha sido hecho sin Él.
El Verbo se nos presenta, pues, como el principio, y como el fin del universo. De ningún modo puede asombrarnos: no puede dejar de ser el único heredero Aquél por quien los siglos han tenido comienzo.
La misma lección en San Pablo, Ep. Hebreos, 2º: Dios que en otros tiempos habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas, nos ha hablado últimamente por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero universal de todas las cosas, y por quién creó también los siglos.
Si es heredero de todo, todo tiene su término en Él, y todo está dirigido a Él.
Es decir, todos los siglos han trabajado para él, toda la historia se orienta hacia Él: es término de la creación y término de la historia.
La Redención aparece así como el centro de la historia universal: todo se explica en ella y por ella. Todo lo anterior concurre a la formación espiritual y material necesaria para la constitución de la cristiandad, y todo lo posterior es una eterna lucha contra el poder de las tinieblas que amenaza destruirnos.
Ahora bien, Dios ha creado porque quiere su glorificación fuera de sí mismo. Al querer su glorificación, ha querido el único medio de lograrlo, a saber, la redención, que es obra de Jesucristo con la colaboración de su Madre. Por eso Cristo y María son queridos por Dios con preeminencia sobre todo y con verdadera realeza, de tal manera que toda la obra de la creación está preparada en primer lugar para ellos. De esto resulta que Cristo es Rey, verdadero rey, precisamente porque tiene soberanía, preeminencia sobre todas las cosas y nada está sobre Él.
No hay profeta alguno, evangelista, o apóstol, que no afirme esa cualidad de rey y las atribuciones de rey.
Isaías, 9, 6-7, recordando la liberación de Israel, afirma nos ha nacido un niño que tiene sobre sus espaldas la soberanía.
Daniel, 7, 13-14, nos cuenta: seguía yo mirando en la visión nocturno, y vi venir en las nubes del cielo aún como hijo de hombre que se llegó al anciano de muchos días, y fuéle dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones, y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio que nunca desaparecerá.
San Juan, Ap., 1-6, lo llama príncipe de los reyes de la tierra, y pudo leer en su vestido y en su muslo que estaba escrito esta leyenda Rey de Reyes y Señor de los que dominan.
Jesucristo es pues Rey.
Rey, por derecho de nacimiento eterno, puesto que es Dios; Rey por derecho de conquista, por derecho de redención y de rescate.
Esta realiza es universal, pues que si es principio y fin de todas las cosas, nada puede escapar a su dominio. Nuestro mismo Señor se atribuyó siempre este carácter: Mateo, 25, 31-40, Cuando venga el hijo del hombre con toda su majestad...se sentará en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de Él a todas las naciones...Entonces el Rey dirá a los que están a su derecha...
Mateo, 28, 18-20: A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones...y enseñadles a observar todas las cosas que os he mandado.
Juan, 18, 27, el propio Jesús confirma ese carácter al responder a Pilato: Así es como dices, yo soy Rey, para esto nací, para esto vine al mundo.
Tiene nuestro Señor potestad sobre todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, es decir, tanto sobre el orden natural como sobre el orden sobrenatural. Este es el nudo de la cuestión: lo que no podemos olvidar ni dejar que olviden los hombres. El vino a colmar todas las cosas, ut impleret omnia. No se trata de su presencia como Dios, porque esta presencia siempre fue, sino de su presencia como Dios y como hombre.
Nada escapa a su esfera de atracción, ninguna cosa puede ser extraña o indiferente: se está contra Él o con Él. Es piedra angular del mundo; para muchos piedra de escándalo y de tropieza, para muchos también, piedra de edificación y de salud. Para todos, piedra de toque. Toda la historia se aclara y entiende cuando entendemos y tenemos siempre presente esta situación.
Por eso, en el ejercicio de sus derechos, Jesucristo no puede ser escindido o disuelto: la distinción de naturalezas y de operaciones, no puede ser jamás separación de lo humano y de lo divino, y mucho menos contraposición.
Por el contrario, Él es la paz y la reconciliación, es la unión que hace de las dos cosas una sola.
Por eso, San Juan, Ep. I, 4, 3, nos dice: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo vino en carne, no es de Dios. Este tal, es el Anticristo, de quien tenéis oído que viene y que ya desde ahora está en el mundo.
Todo poder ha sido dado a Cristo en el cielo y en la tierra. Esta verdad está en el principio mismo del catolicismo, y ha sido condensada por San Pablo en su fórmula: toda potestad viene de Dios. Y el mismo San Pablo resume todo lo dicho en su I carta a los Colosenses, 12-20.
No debe pues, hacerse excepción allí donde Dios no ha dejado lugar para la excepción; todo lo de este mundo, el hombre público y el hombre privado, el jefe de estado y el jefe de familia, el obrero y el jefe de empresa, el simple ciudadano y las colectividades, todos deben sumisión y homenaje al señor Jesús.
Si es Rey universal, lo es de las naciones, de los pueblos, de las instituciones, de las sociedades, del orden público, del orden privado. Y es evidente, por lo dicho, que no puede ser de otro modo. Si es universal, no puede dejar de extenderse a todo cuanto existe, y sería absurdo, porque dejaría de ser universal, si pudiera excluirse la sociedad.
Si esto se discute, si se olvida esto, es que de algún modo hemos caído en el dominio de Aquél que el príncipe de este mundo, como lo llama la Escritura. Y es lógico que a todo intento de nuestra parte para desalojarlo de su reducto, redoble sus esfuerzos y se encarnice en la resistencia y en la ofensiva.
Hay muchos que no aceptan sino trabajosamente los juicios y las decisiones de la Iglesia. Se las rechaza por anticuadas, por inaplicables, por utópicas, por inadecuadas a las actuales circunstancias. O bien se las admite teóricamente, pero se las hace a un lado so pretexto de estrategia, de oportunidad. Es decir, concientemente o no, se las olvida y se hace lo posible para que se las olvide.
Aún se las usa como pantallas. Se pregonan con ardor mentido, mientras se las traiciona en la propia esfera de acción. La doctrina de la Iglesia es tan antigua como los Apóstoles. Fue afirmada por los primeros Padres de la Iglesia, San Gregorio el Grande (590/604), luego de recordar esa realeza, afirma que hay algunos herejes, que creen que Jesucristo es Dios, que Jesucristo es hombre, pero que rehúsan absolutamente creer que su reino se extiende a todas las cosas.
Es decir, no hay cristianismo pleno, y aún se lo califica de herejía, si se niega a Cristo su realiza sobre todos las cosas. Y quien la afirme pero en la práctica la olvide, materialmente es él mismo un herético.
Esta es la doctrina del Sillabus; la veremos repetidamente en las grandes encíclicas del siglo XIX y del presente, y particularmente sostenida en las de Pío XI, Ubi Arcano Dei, y Quas Primas, escritas especialmente para afirmar la realeza social de Cristo.